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Mr. Holland viene de visita.

Adoración: “24/7: Road To The NHL Winter Classic” (2010 – 2011)

¿Qué exactamente es un documental? Es complejo llegar a una definición verdaderamente satisfactoria de tal concepto, especialmente por la naturaleza ontológica de la misma palabra. Ahora, la palabra “documento” hace referencia a un escrito que da constancia de un hecho real ya pasado, una prueba innegable que es puesta en físico para tener una validez aún más innegable: Es tinta, luego es. La palabra “documental” viene de la misma y significa una construcción hecha a partir de uno o más documentos (“construcción” siendo la palabra operativa). Todo esto haría de “el documental” una fuente absoluta de verdad y realidad, similar a un diploma, una tarjeta de crédito o unas memorias sobre la guerra. Ah, pero es acá donde la situación se pone más problemática. A) Empecemos por la validez del documento: al ser compuesto por una persona o un grupo de estas, la objetividad del mismo debe ser puesta en duda de entrada. Esta persona o personas deben narrar, relatar, describir, escribir los hechos de los que han sido testigos (o dicen ser testigos), y para eso escogen cierto tipo de palabras que deben dar a entender la absoluta verdad frente a la situación.

Excepto que esas palabras mismas están viciadas al ser reproducciones de la realidad, y estos testimonios deben ser cuestionados, ya que al ser pasados a un receptor existe de por medio un grado de separación. Por ejemplo, sí el testigo presencia un accidente de carro y le informa al juez que el carro #1 es gris, es un dato lo suficientemente simple que no puede ser entendido de otra manera (dado que el juez no sea daltónico), pero sí el testigo dice que la persona que estaba manejando el carro #1 parecía distraído, la percepción de la realidad entra a jugar un papel fundamental, y es uno no muy bueno para el carro #1. La única manera de percibir es a través de la mente, y esta está forjada a partir de la experiencia propia. ¿Quién es el juez para decidir que el testigo estaba en lo correcto teniendo en cuenta que el testigo puede distraerse con frecuencia mientras maneja su Mazda? ¿Quién es el juez para decidir que el conductor del carro #1 estaba distraído, sí este dice que no lo estaba y de su resolución depende una multa de un monto desconocido? ¿Quién es el juez para establecer todo esto en un documento? B) Sigamos con la complejidad del lenguaje: Wittgenstein argumentaba que todos los malentendidos en filosofía radicaban en el mal uso de las palabras o la selección incorrecta de las mismas: Sí para el testigo #1 la palabra “distraído” hace alusión a un individuo que no se da cuenta de lo que dice u obra, es probable que su definición sea la misma que la del juez, pero sí su definición va hacia “alguien entregado a la vida licenciosa y desordenada” entonces las confusiones comienzan. ¿Es el conductor un economista atareado y estresado que piensa en finanzas, o es un estudiante de literatura que tiene su carro lleno de tierra, libros viejos y gomas de mascar masticadas?

Estos dos puntos se aplican de manera perfecta a la definición del documental cinematográfico. La objetividad de un buen documental es imposible: estamos hablando de una obra cinematográfica que debe hacer ciertas elecciones artísticas y plásticas para llevar a cabo su cometido, la documentación de cierto aspecto de la realidad que le rodea. Esas elecciones, la escogencia de cierto material sobre otro, la narración, la escogencia misma del tema, son todos puntos de vista del director que desde su génesis son subjetivos. El lenguaje, por otro lado, no debe hacer referencia directa a la palabra escrita o la oralidad: el cine en sí tiene un lenguaje propio que al articularse dice lo que se tiene en mente (cuando se es exitoso) o algo totalmente distinto (cuando se falla). La traducción de la realidad de nuestros ojos a una planimetría, una captura de luz que queda impresa en un material fotosensible es en sí una reproducción, más no la realidad misma.

Una documentación es posible solo sí se trata de una copia, un retrato, una reproducción, un montaje, incluso un engaño. ¿No cabría todo el cine bajo la definición de documental? ¿Que diferencia la ficción de David Cronenberg de la “realidad” de los hermanos Maysles? Una discusión bizantina, sin duda alguna, una en la cual Wittgenstein se sentiría ofendido y orgulloso al mismo tiempo. Sigfried Kracauer, teórico del filme, sólo se sentiría ofendido. “Los films hacen valer sus propios méritos cuando registran y revelan la realidad física.”[1] Según Kracauer es esa captura en un material fotosensible la que hace del cine, y no sólo del cine documental, algo destacable. Al ser un arte que deriva directamente de la fotografía es está cualidad científica, maquinaria, que le da su específico y su esencia. ¿Y cuál es ese específico? La captura de movimiento perfecto, “fenómenos que difícilmente podrían percibirse si no fuese por la capacidad de la cámara por capturarlos al vuelo.”[2]

Los documentales “24/7” fueron creados originalmente para alzar las ventas de la cadena televisiva HBO: Oscar De La Hoya y Floyd Mayweather se enfrentarían el 5 de mayo del 2007 frente a miles de espectadores reales en Las Vegas, Nevada, y varios miles más a través del canal principal de la compañía. Pero los tiempos de Ali ya eran un lejano pasado idealizado, “Rocky” tenía más de 30 años de haber salido en las salas de cine y Mike Tyson había desaparecido en Suramérica (en sus propias palabras “Fade into Bolivian”). ¿La solución? Llevar el boxeo a la modernidad. La captura del combate ya había mejorado muchísimo desde el gran plano general de la época de James Braddock, pero detrás de toda la facilidad tecnológica del presente yacía la corriente post-modernista: El reality.

Creado por Mary-Ellis Bunim y Jonathan Murray como un experimento para MTV, “The Real World: New York” salió al aire el 21 de mayo de 1992, y la historia es similar al storyline de un filme de terror: Un grupo de jóvenes son invitados a una casa amplia en la ciudad de Nueva York, más específicamente Manhattan, y se les da la libertad de hacer lo que quieran, provisto de que lo hagan frente a la cámara. Incluso se les provee una suerte de confesionario donde pueden decir lo que sienten, el cura siendo reemplazado por un lente y un videocassette. La incomodidad inicial de estar rodeado de cámaras todo el tiempo es sobrepasada fácilmente por la comodidad de saber que en unas cuantas semanas el resultado va a ser exhibido en televisión nacional estadounidense. Así, el intercambio de privacidad (en algunos casos dignidad) por fama tiene lugar, y el concepto de reality estalla en popularidad.

El caso de “24/7” es considerablemente menos humillante y considerablemente más interesante por dos causa y dos consecuencias: 1) Causas: A) La estética del documental deportivo no viene del videoclip de MTV, viene de “Olympia” de Leni Riefenstahl, y su llamada estética fascista (o de culto al cuerpo), haciendo del producto uno extremadamente atractivo para el ojo humano. B) Las personas que están siendo retratadas ya son famosas. No buscan desesperadamente décadas de inmortalidad ni 15 efímeros minutos de reconocimiento. Todos los que vean un documental que siga 24 horas del día a Ricky Hatton y Manny Pacquiao, estrellas del peso superligero, saben quienes son. 2) Consecuencias: A) Esta misma fama establece un set de reglas a los cuales los integrantes de cualquiera de los 24 (más uno en producción) “The Real World(s)” no podrían aspirar. Existen unos límites de privacidad que debe ser respetada por la producción, a diferencia que en el reality promedio acá es la producción la que necesita al sujeto y no viceversa. B) Es a través de la fama que resulta fascinante la exploración de estos sujetos. La sociedad estadounidense (y la colombiana, por consiguiente) ha creado una cultura de adoración de las estrellas, ha llevado el concepto de fama (“Noticia o voz común de algo”, una vez más Wittgenstein se revuelca en su mausoleo) a un nivel tan alto que ser famoso o infame no tiene ninguna diferencia (cómo lo dirían Oliver Stone y Quentin Tarantino en “Natural Born Killers”). Pero he aquí el atractivo de “24/7”: esta adoración es ignorada, destruida, destronada y finalmente re-establecida en su grandeza en el transcurso de un solo capítulo.

En “24/7: Road To The NHL Winter Classic” se presentan las vidas de los integrantes de dos equipos populares del impopular deporte del Hockey sobre hielo. Los Pittsburgh Penguins tienen a la estrella más grande del deporte, el joven canadiense Sidney Crosby, mientras los Washington Capitals tienen a su Némesis, el fornido ruso Alexander Ovechkin. Les vemos durante los partidos, durante los entrenamientos, en su hogar, en los hoteles. Las cámaras les siguen no con el propósito de degradarlos sino con el propósito de conocerlos. Capturan sus opiniones, sus diálogos, sus estrategias y sobre todo sus movimientos. Romantizan sus movimientos en cámara especialmente lenta, partículas de hielo y sudor saltando por los aires como nunca antes vistas. “¿Y qué cosas pueden revelarnos las películas? (…) cosas normalmente invisibles, ciertos fenómenos que abruman a la conciencia humana, y algunos aspectos del mundo exterior que podríamos llamar “modalidades especiales de la realidad”[3], dice Kracauer frente a las funciones de revelación a las que acude para decir que hace al cine “cine” (Vale la pena mencionar que Kracauer ni siquiera tenía en cuenta la TV en sus escritos, pero tampoco tenía en cuenta el cine a color, o el cine sonoro). En “24/7” lo grande y lo pequeño, lo transitorio (o “las impresiones fugaces”[4]) y los puntos ciegos son revelados a partir de la fotografía: tomas panorámicas de Washington, Pittsburgh, Filadelfia y demás lugares se usan narrativamente para saltar de un lugar a otro o para saltar de un hilo a otro, mientras planos detalles de una lavadora dejando listos los uniformes de un equipo hacen las veces de inicio y final en la serie completa, pero fuera del significado semiótico se apega a la plástica que describe Kracauer.

Pero la sola plasticidad de un documental de deportes es a duras penas algo verdaderamente sustancial para discutir las teorías de Kracauer, por lo que volvemos al concepto de la adoración. Es fundamental para éxito narrativo de un documental de cuatro partes que las personas que nos son presentadas, independiente de que apoyemos los equipos que representan, sean interesantes. En el caso de las celebridades, esto toma un segundo plano a que sean simpáticas. Al simpatizar con la figura que se nos es presentada es fácil identificarse con ella, así destruyendo (por ahora) el mito de que la fama trae consigo una aura de superioridad. Ah, pero no todo es tan fácil como parece. En pequeñas entrevistas a solas con los integrantes de los equipos sus opiniones honestas salen a la luz y les dejan como personas (que es lo que son) con problemas del hombre común (que es lo que no tienen).

Es una ruptura consensual de la privacidad del sujeto, donde se presentan “los aspectos que abruman la conciencia humana” según Kracauer. Pero es un arma de doble filo: esta supuesta interacción honesta con el atleta lleva a creer que este es como nosotros psicológicamente (humilde), pero al mismo tiempo es superior. Su humildad no sólo le hace que le identifiquemos como un gran hombre, le hace un mejor hombre gracias a su capacidad, contextura o destreza física. La adoración vuelve a aparecer, y quizás más fuerte que nunca. “El propósito del cine es transformar al agitado testigo en un observador consciente”[5]. El propósito de “24/7”, debería ser el mismo (y puede que lo sea), pero en realidad la trasformación es de agitado testigo a súbdito, seguidor. La adoración (“Reverencia con sumo honor o respeto a un ser, considerándolo como cosa divina”) es el método. La sumisión el resultado.


[1] Sigfried Kracauer en “Teoría Del Cine”, Paidós Estética, 1989, Barcelona, Op. Cit. P. 13 (Originalmente publicado en NY en 1960).

[2] Sigfried Kracauer en “Teoría Del Cine”, Op. Cit. P. 13

[3] Sigfried Kracauer en “Teoría Del Cine”, Op. Cit. P. 72

[4] Sigfried Kracauer en “Teoría Del Cine”, Op. Cit. P. 80

[5] Sigfried Kracauer en “Teoría Del Cine”, Op. Cit. P. 87

Joris Ivens: … A Valparaíso (1965)

Mar, montañas, cielo y paraíso.

Un fuerte y sonoro oleaje nos saluda durante la presentación de los créditos iniciales, y no somos conscientes del todo, pero estamos frente a un inusual ejemplar de Sinfonía de Ciudad rodado en 1965, …A Valparaíso.

El amanecer brumoso en el puerto, que da inicio al cortometraje. Recuerda a un rápido tren llegando a cierta ciudad alemana.

Conocido informalmente como “El Holandés Errante”, en honor a la famosa ópera temprana de Richard Wagner y a su compulsión viajera, Joris Ivens trabajó arduamente en el género documental después de su salto al conocimiento de la crítica con Regen (1929), pero esta obra particular aborda un experimento distinto, tomando de base el género cinematográfico ya mencionado, y vertiéndole a este algunos cambios apropiados para la época.

Pero mencionar que A Valparaíso es sólo un paquete de proezas técnicas sería oprobioso, y negaría muchas otras particulares insertas en este cortometraje documental de 26 minutos. Para empezar, es necesario anotar cierta costumbre que Ivens venía haciendo en sus cortometrajes y películas documentales en general, y es el hecho de trabajar con locales en los diferentes sitios a los que iba, usualmente en los departamentos de fotografía y asistencia. De esa manera es que en esta película llega a trabajar con quien luego sería un legendario documentalista en Chile, Patricio Guzmán, quien hizo las veces de asistente de cámara. A esto le debemos sumar que el guión, de carácter poético y cundido de epítetos sonoros, fue escrito por el mismísimo Chris Marker, quien después establecería una relación de confianza con Guzmán, facilitándole el material fílmico necesario para rodar su aclamada trilogía, La Batalla de Chile (1978-1980).

Hay espacio para todo tipo de ‘espontaneidades’ frente a la cámara. Los niños y los fuegos artificiales son, por fortuna, algo de lo que no se abusa en la narrativa del corto.

El documental, iniciando en la bruma matutina reconocible en muchas Sinfonías de Ciudad tradicionales como Berlín: Die Sinfonie der Grosstadt (Berlín: Sinfonía de una Gran Ciudad, 1927) y Chelovek s kino apparatom (El Hombre de la Cámara, 1929), revela poco a poco la naturaleza de la ciudad de Valparaíso y los elementos en el paisaje que la hacen destacable, elementos que en ocasiones no se discriminan entre lo geográfico o lo demográfico. Se intenta llevar a cabo una estructura cronológica de los acontecimientos, narrando lo que sucede en determinados puntos de la ciudad a medida que el tiempo pasa y es acorde para ello, pero el criterio empleado para la progresión del descubrimiento de la ciudad tiene unas bases primordialmente espaciales.

Abriéndose paso por el mar, se narra detalladamente el aspecto portuario de la ciudad, su relevancia como puerto comercial y como punto de paso para múltiples embarcaciones en plan de negocios a lo largo de América Latina. La narración pausada y seca es otorgada por el actor francés Jean Pigaut, quien ya había trabajado recientemente con Ivens en Le Mistral (1965), un cortometraje documental que tiene una aproximación más estrecha con Regen que con esta obra. Pigaut describe apasionadamente a los trabajadores de los muelles y astilleros, así como a los individuos que conviven alrededor de aquellos desde tempranas horas de la mañana, haciendo mención del enorme crisol existente en la costa de la ciudad. Se puede percibir la impronta multicultural en los nombres de los establecimientos, así como en la diversidad arquitectónica percibida en los múltiples planos panorámicos que ostenta el cortometraje, alejándose y distanciándose de los habitantes en intervalos, con un ritmo que se mece entre esos planos de establecimiento y la mirada arrugada de alguno de los habitantes de Valparaíso, aparentemente indiferente a la existencia de una cámara en sus inmediaciones.

Un juego recurrente con los ángulos de cámara, y de cómo estos invitan a la verticalidad del espacio, tanto dentro del cuadro como en la diégesis.

Eventualmente la cámara empieza a ascender, y en su recorrido se evidencian los (nunca mejor dicho) estratos sociales que se apilan unos sobre otros en esta ciudad de edificios que simulan ser embarcaciones, y de casas que alcanzan celosamente el cielo. Los ricos mercaderes, pequeñoburgueses, ganaderos y otros acaudalados pasean por las calles eternamente soleadas de la ciudad, junto a hogares que parecen sets de escenografía rápidamente levantados. El ascenso luego se torna más tortuoso, desaparecen las calles amplias y las escaleras ya no llevan a ningún lado, por lo que cobran protagonismo los carros de cable, enseñados como un medio indispensable para conectar la ciudad que, hasta ese punto, ya sólo parece extenderse en su eje Y.

La narración es explícita en el tema, licenciándose en la voz para ir un paso más adelante que el espectador, pero aún sin ella es posible percibir como la elevación de los edificios es inversamente proporcional a la calidad de vida de sus habitantes, siendo más pobres y relegados al olvido a medida que se asciende entre vertiginosos corredores que parecen estar a punto de desplomarse. Aunque hay un esfuerzo por establecer las líneas divisorias entre los distintos niveles de pobreza, llega un punto en el cual resultan indiscernibles los unos de los otros, yuxtaponiendo un baile de la alta sociedad al ritmo del contemporáneo “twist” junto a una serenata de un corte más bien autóctono. Los ritmos y sonidos casi se entremezclan, y las nociones de estratificación social no vuelven sino hasta que se retorna a los problemas de los habitantes de Valparaíso en cuanto al agua y otros recursos fundamentales.

Con muchísimo tino, es durante las últimas secuencias que se nos muestra una nueva faceta que no imaginábamos en Valparaíso: el color, después del cielo, es un elemento que añade otra dimensión a lo ya visto en la ciudad costera. Aunque satisface una cierta necesidad de foto-realismo, en realidad aparece más por motivos formales que informativos. Los nuevos tintes son empleados para contar un anexo de la historia de la ciudad, y es la de su relación con la piratería, los bucaneros y los desastres geológicos, y cómo esta se cimentó de manera sangrienta e ígnea sobre las vidas de los habitantes de Valparaíso. Caben las asociaciones con la violencia y la tierra rojiza que se resquebraja durante los terremotos, pero el color permite una revisión de elementos que se han visto previamente a lo largo del viaje a través de la ciudad, mas en su nueva perspectiva empiezan a hablar ya no de lo que ha sido el lugar, sino de su porvenir y aquellas soluciones que se puede plantear para la prosperidad de sus habitantes, donde para cerrar, el futuro está representado en los niños y las cometas, los signos más leves y propensos al vuelo.

El hechizo se ha roto, pero aún con eso la danza continúa.

Nota Ed.: La película se encuentra actualmente en su totalidad en YouTube (Nov. 2022)

Fritz Lang: M (1931)

A propósito del vanagloriado poemario de Bertolt Brecht Hauspostille (conocido como “Breviario doméstico” a pesar de que signifique literalmente Homilías) publicado por primera vez en 1927, la muy autorizada Cambridge History of German Literature anotaría que “celebra feroces energías en un violento cosmos sensual de interminable crecimiento y decadencia”. El entonces joven dramaturgo escribía desgarradores poemas expresionistas equiparables a los retratos de Egon Schiele: crudos, violentos y, ante todo, perturbadores. En “La infanticida Marie Farrar”, tal vez el más polémico de la antología, una mujer confiesa sin “guardarse una palabra” cómo asesina brutalmente a su primogénito recién nacido después de varios intentos de aborto fallidos. Su estribillo cantaría lo siguiente: “En cuanto a ustedes, les ruego, se abstengan de juzgar/pues toda criatura necesita ayuda de todas las demás”. Ese mismo año el cineasta austriaco Fritz Lang estrenaría su reconocido y malentendido filme Metropolis (si no me creen, pregúntenle a Queen), ofreciendo una sarcástica respuesta romantizada a la decadencia de nuestros tiempos.

Desconozco si para entonces cada artista reconocía la existencia del otro. Sin embargo puedo asegurar que cuatro años más tarde Lang exploraría en una de las obras más significativas del siglo XX las verdades psicológicas y los sentimientos depurados de moral a los que aspiraban no sólo Brecht sino toda la legión expresionista. Descuartizando su narrativa, el filme nos cuenta lo siguiente: un psicópata secuestra y asesina a varios niños, aterrorizando a un Pueblo sin nombre. Antagonistas cinematográficos más recordados como Norman Bates, Charles Bruno y el reverendo Harry Powell le deben todo al psicótico infanticida Hans Beckert (quien no debe confundirse con El Vampiro de Düsseldorf a pesar de la traducción en español). La desazón producida cada vez que escuchamos que Beckert engancha a una niña para luego asesinarla despiadadamente se canaliza en las magistrales actuaciones de los ciudadanos, epítomes del cine expresionista. Los reclamos no se hacen esperar y abalanzan a un desesperado departamento de policía a una inútil cacería de brujas, desatando la ira del crimen organizado al cual se le imposibilita ejercer sus actividades matutinas (y nocturnas). Ambos bandos deciden hacer justicia cada uno a su manera con tal de re-establecer el orden… ¿pero cuál orden?

El silbido de “In the Hall of the Mountain King” no podría ser más aterrador

M no es el arquetipo policíaco que cuenta con un héroe que devela y captura a un pillo, al mejor estilo de Sherlock Holmes o Hercule Poirot. De hecho, sugerir la existencia de los mismos es traicionar la denuncia de Lang. En mi modesta opinión, lo que relata este filme es la historia de una comunidad que encomienda a la captura de un infanticida la redención de la miseria en la que se hunde. La desolación se hace presente en cada una de las tomas: desolación económica, desolación de la seguridad, desolación de la moral. Todas las locaciones son espacios suburbanos frecuentados por trabajadores proletarios, amas de casa con un puñado de hijos de los que no se pueden responsabilizar, rateros y alcohólicos. La aparición de Beckert es la excusa perfecta para aleccionarlos y a la vez alejarlos (de la manera más atroz) de su cruda realidad. Es la toma de conciencia de una sociedad en crisis, sociedad despojada del halo de la normalidad. Por escasos momentos todos los puntos convergen para cuestionarse por lo que sucede, por lo que está mal y por lo que debería ser.

El caso del infanticida es escalofriante. Su confesión recuerda a Marie Farrar, develando el síntoma patológico de un individuo víctima del sistema en el que se desarrolló. El juicio, momento cumbre del filme, tensiona la ley de la ciudad y de la calle, la credibilidad del sistema penitenciario y, sobre todo, la sanidad de la comunidad. El alegato de la defensa es tan crudo como válido, incluso convenciendo por momentos al espectador de que Beckert es un mártir. ¿Acaso tenía derecho a asesinar? ¿Quién debería tener la última palabra? Éstos son algunas de las múltiples sensaciones con los que juega macabramente Lang.

Der Prozeß, al mejor estilo kafkiano.

No en vano Lang consideró a M su obra maestra (dato de Wikipedia de fácil intuición). Es menester cuestionarse por la clase de ayuda que necesita tanto Beckert, víctima de sus pasiones, como su enfermiza sociedad. Hoy, ochenta años después de su lanzamiento, sus denuncias y aforismos siguen vigentes y su calidad sigue intacta, absorbiendo por completo la atención del público. El filme es una vorágine de moral que no debe pasar desapercibida.

Por cierto, si todavía se lo preguntan, la M quiere decir Mörder.

“Qué bonita pelota tienes.”