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Brideshead Revisited.

Paul Thomas Anderson: Magnolia (1999)

En el que perpetuamente habrá 82% de probabilidad de una lluvia torrencial.

“When the sunshine don’t work / the Good Lord bring the rain in”
Fragmento de la improvisación musical de Dixon

Para reflexionar sobre la monumentalidad de Magnolia antes hay que tomar un respiro profundo, exhalar con parsimonia, repetir este proceso tres o cuatro veces más y recordar rápidamente al cuentista Raymond Carver vía Robert Altman, el aclamado director de M*A*S*H, The Player y Gosford Park. En 1993, Altman presentó Short Cuts, un ambicioso LARGOmetraje cuyo tema central es la inquebrantable cadena de acción y reacción entre seres humanos. A partir de un heterogéneo grupo de angelinos, el filme se propone a entrecruzar los arcos narrativos de sus protagonistas desde la nimiedad o magnitud de sus acciones y, por supuesto, desde la casualidad de sus esporádicos encuentros. Este proyecto surgió a partir de la lectura de la obra de Carver, quien una década atrás se había consolidado como uno de los cuentistas norteamericanos más reconocidos tanto por su obra como por su alcoholizado estilo de vida. Su simbólica aridez y crudeza prosaica reflejaba un mundo suburbano occidental en el que sólo algunos trágicos detonantes –llamadas telefónicas tensionantes, desbordantes mentiras y muertes accidentales- permitían a los protagonistas de sus historias escapar del aburrimiento de la microscópica rutina de la urbe. Aunque su obra erróneamente se iguala a la de sus coetáneos Charles Bukowski y John Cheever y con frecuencia se cuestiona la autenticidad de su autoría, Carver discretamente le dio un nuevo hálito a la cuentística mundial al retratar el deteriorado espíritu de la vida en comunidad mediante la denuncia de su propio malestar: su inestable e inagotable repetición a la espera de una abrupta sacudida. Hoy en día es recordado por colecciones narrativas imprescindibles tales como Will You Please Be Quiet, Please?, What We Talk About When We Talk About Love y Cathedral, entre otras.

Altman y su coguionista Frank Barhydt -fieles admiradores de la técnica narrativa de Carver- empezaron a esbozar Short Cuts en 1989, un año después de la muerte del cuentista a causa de un cáncer de pulmón. Los guionistas se percataron de varias líneas de fuga en común dentro de la obra del ahora-mártir escritor, las cuales brotaban con naturalidad a medida que sus cuentos se agrupaban en distintas posibles lecturas. Todas éstas compartían una visión arbitraria de la vida, es decir, un mapa en el que cada sujeto no se encuentra preparado para enfrentarse a lo impredecible y se asombra al reconocerse como causa y efecto de otros sujetos. En la versión definitiva del guión, Altman y Barhydt lograron alinear sus sospechas y, a partir de nueve cuentos y un poema, crearon aquella amplia red de posibilidades vitales dentro de una pequeña área californiana. A propósito de una breve presentación que escribió para Short Cuts –una edición complementaria al filme y que, predeciblemente, reunía aquellas historias que inspiraron el largometraje-, Altman sostuvo lo siguiente: “In formulating the mosaic of the film Short Cuts… I’ve tried to do the same thing – give the audience one look. But the film could go on for ever, because its like life – lifting the roof off… and seeing some different behaviour”. Este enunciado no sólo se presentaría de forma simbólica; como se ve en el filme, el terremoto es el fenómeno que integra literal y metafóricamente el poder de cambio de todas estas líneas argumentales.

Short Cuts fue un desastre absoluto en taquilla. Su público difícilmente digirió sus más de tres horas de duración. Además, tanto la asistencia como los galardones se inclinaron por las populares apuestas de Amblin Entertainment, es decir, Jurassic Park y Schindler’s List. Sin embargo, su innovadora propuesta no pasó desapercibida y algunos circuitos críticos cercanos la celebraron; incluso obtuvo el Independent Spirit Award a mejor filme y el León de oro en el Festival internacional de cine de Venecia (premio que compartió con la igualmente impecable Trois couleurs: Bleu de Krzysztof Kieślowski). Además, para algunos adeptos de Altman esta obra significó el ápex de sus habilidades como guionista, tanto así que se dedicaron a conservar y dispersar su significación artística. Paul Thomas Anderson fue uno de esos devotos que llevó esta admiración a otro nivel. En definitiva, se requieren muchas agallas (y dinero) para emular un tributo que en teoría debía estar condenado al olvido.

1997 fue un año crucial para P.T. Anderson. En un texto previo se desarrolló cómo a través de Boogie Nights compensó sus ideales de adolescentes al materializarlos en un caricaturesco alter-ego. Hay que recordar que con este filme Anderson alcanzó un repentino esplendor crítico y de taquilla que fue sabiamente recompensado por sus patrocinadores. Su productora (New Line Cinemas), satisfecha por las virtudes del aún joven director y guionista, le premió con un regalo que sólo se podría denominar como un acto de fe absoluta: libertad creativa y presupuesto prácticamente ilimitado para que realizara su tercer largometraje tal como él quisiera. El director revelación, agradecido y a la espera por demostrarle a sus seguidores que Boogie Nights no fue un único golpe de suerte, inició la escritura de Magnolia. Además, alrededor de esos meses iniciaba una corta pero fructífera relación sentimental con la cantante Fiona Apple, relación que recibió atención mediática no sólo por la popularidad de ambos artistas sino por su compatibilidad: varios videos musicales, el álbum Extraordinary Machine y una que otra inspirada historia dentro de la filmografía de Anderson son algunos de sus más reconocidos retoños. Nada, en teoría, debía corroer el ascenso del hambriento guionista.

Sin embargo, algunas lamentables experiencias mancharon su pacifismo creacionista. En un principio pretendía narrar una pequeña historia que le permitiera escapar de ellas y,  a partir de las hipoglicémicas letras de Aimee Mann (quien al final tomaría el control de la música para Magnolia y relegaría a Apple a la pintura de algunos cuadros decorativos que se hallan a lo largo del filme), creó a la vulnerable Claudia Gator y esbozó su difícil relación tanto con su padre como con su cocainomanía. Posteriormente, algunas difusas imágenes empezaron a apropiarse de su fluidez creativa y terminaron por dominarlo. Este proceso cobró vida por sí solo hasta el punto de enraizarse en algunos dolorosos recuerdos, todos ellos relacionados con la muerte de su padre, Ernie Anderson, quien falleció a principios de aquel año. Su partida alimentaría los dos ejes principales de su naciente guión: el luto y la reconciliación familiar. Además, esta creciente purga fue detonada durante un breve retiro en la cabaña de su amigo William H. Macy (de nuevo: gracias por Fargo), retiro en el que al parecer Anderson se sintió acechado por una serpiente y lo obligó a encerrarse hasta finalizar la coraza de su guión. Este reptil símbolo confirmó la emergente sospecha de Anderson: su próximo proyecto, contra su voluntad, debía exorcizar sus demonios internos. Como sostiene una certera oración acuñada por el desmitologizante profesor Bergen Evans y utilizada en dos momentos cruciales del filme, “We may be through with the past, but the past is not through with us”. Sorpresivamente el proceso de escritura de Magnolia tardó sólo dos semanas según algunas fuentes cercanas.

Con cada creación, con cada personaje Anderson se percató de la necesidad de reestructurar su estilo si deseaba abarcar todas las líneas narrativas que entrelazaría. Esto, una vez más, lo condujo hacia su mentor técnico: Robert Altman. Si bien había expresado su particular obsesión por Altman durante las entrevistas promocionales de Boogie Nights, con su tercer filme se aseguró de que nadie más volviera a preguntarle qué director lo inspira a ser cada día más un mejor cineasta. De hecho, desde un nivel narratológico, Boogie Nights y Magnolia son dos caras de una misma moneda llamada Short Cuts y, mejor aún, de la totalización de la obra de Carver: la conceptualización de la inestabilidad en oposición a la rutina. Mientras que en la primera cara Anderson había explorado su faceta más exteriorizada, en la segunda exploró la más interiorizada. En otras palabras, Boogie Nights opera como una nuez deductiva, es decir, a partir de un personaje-causa (Dirk Diggler) el filme desarrolla todos los posibles efectos dentro de su nicho social; por el contrario, Magnolia es una nuez inductiva cuyo tema-efecto (la incertidumbre) es la constante que debe situarse en cada una de las líneas argumentativas hasta hallar las causas de esa aparente anomalía. Ambos filmes, como es bien sabido, cuentan con un extenso ensamble cuyo propósito principal es explayar las posibilidades de este par de detonantes y así sobrepasar los mismos límites embotellantes que padece el cine por definición. Aunque hayan ocurrido por motivaciones totalmente distantes entre sí, Anderson intentó (y logró) apresar la noción de infinitud para tomar, en este caso, los ideales de Altman y llevarlos a un público que pudiera darle una segunda oportunidad a Short Cuts. Ahora, sólo necesitaba al ensamble perfecto para desenterrar a todos estos muertos vivientes. Después de reunir a varios conocidos y seducir a otros venturosos actores, a manera de ceremonia inaugural proyectó la poderosa Network de Sydney Lumet para empezar a filmar ininterrumpidamente a lo largo de diez semanas.

Mientras que Akira Kurosawa, Federico Fellini y Werner Herzog eran autosuficientes siempre y cuando contaran con Toshirō Mifune, Marcello Mastroianni y Klaus Kinski, respectivamente, Anderson necesitaba de un numeroso ejército para impulsar cada una de sus ideas. El listado de participantes de Magnolia sorprendería a aquellos desprevenidos espectadores que desconocen del playbill de Boogie Nights. Sin embargo, para aquellos que sí lo recuerdan no cesa de sorprenderles que una gran parte del elenco principal regresara a la plantilla de Anderson y que, además, lo hicieran para interpretar personajes radicalmente opuestos sin morir en el intento: John C. Reilly abandonaría la magia y el karate para retraerse bajo la máscara del inseguro pero cándido oficial Jim Kurring; Philip Baker Hall pasaría de ser un cazatalentos y un oráculo del videocasete a ser Jimmy Gator, el moribundo presentador de un programa de concurso para niños; Melora Walters (la actriz revelación de este grupo) se desprendería de su ingenuidad histriónica para interpretar a Claudia, hija de Jimmy y de quien ya se habló hace algunas líneas; Julianne Moore (quien, por cierto, es la única actriz que participa tanto en ambos filmes de Anderson como en Short Cuts) ya no sería la exótica y maternal actriz porno sino Linda Partridge, una esposa por conveniencia adicta a los antidepresivos; por último, William H. Macy rechazaría la sumisión para evitar la pronunciada decadencia de “Quiz Kid” Donnie Smith. Philip Seymour Hoffman también regresaría al casting pero en un papel mucho menos demandante (Phil Parma, el torpe pero catalizador enfermero del que nada se esperaba y nada se esperó). Otros actores con los cuales nos reencontramos son Ricky Jay (aunque, en este caso, en un papel prácticamente similar al de Boogie Nights: un asistente de dirección ubicado en distintas décadas), Alfred Molina y Luiz Guzmán, quienes a pesar de no contar con papeles protagónicos ambientan la familiaridad del universo paralelo andersoniano.

Las dos novedades del reparto principal son aportes que maravillan por su significación histórica. La primera de ellas corre por cuenta del veterano Jason Robards –ganador de dos Óscares, uno de ellos por la pertinente All the President’s Men-, quien obtuvo su papel ante el abandono de Burt Reynolds (quien, si no lo recuerdan, chocó con Anderson después del resultado final de Boogie Nights) y el rechazo absoluto de George C. Scott (quien tildó el guión como la peor basura que jamás haya leído). El estoico intérprete trazaría honrosamente un paralelo entre su vida y su personaje Earl Partridge, dueño de la productora que patrocina el programa de Jimmy Gator y que busca confesarse tanto con su esposa Linda como con su hijo perdido antes de sucumbir ante una eutanasia por morfina líquida. Su entrega y compromiso con su papel son aun más honorables cuando se identifica que Magnolia fue su último largometraje y que moriría menos de un año después de su lanzamiento. La segunda novedad es más llamativa por sus excentricidades dentro y fuera del set: Tom Cruise. Éste interpretaría a Frank Mackey, aquel abandonado hijo de Partridge que huiría de su traumática infancia al ser el aclamado conferencista de Seduce & Destroy, el programa de charlas que justifica la misoginia mediante el lema “No pussy has nine lives”. Más allá de la excelente interpretación de Cruise (premiada en los Globo de oro), hay un acontecimiento del que no hay mayor registro pero que merece una digna documentación: cuando Anderson se vio en la obligación de viajar a Nueva York para proponerle su guión a Cruise, asistió a una de las grabaciones de Eyes Wide Shut. Esto implicó una obligada charla con el magnánimo Stanley Kubrick, quien no necesita ningún tipo de presentación. Éste es el único video que registra fragmentariamente los posibles temas de discusión y los consejos que el talentoso maestro pudo transmitirle a su modesto heredero. El encuentro de titanes, lastimosamente, sólo podrá recrearse en nuestras ambiciosas mentes.

Para hilar Magnolia mediante el uso de palabras se requiere más que todo concentración; sin duda alguna la tarea es mucho más sencilla cuando se tiene a la mano el registro fotográfico de cada uno de los personajes. Al igual que ocurre en el intrépido y colosal Ulysses de James Joyce, Anderson se sumerge durante veinticuatro horas en las vidas paralelas de variados habitantes de Los Ángeles, los cuales son causa y efecto de sus propios devenires. Después de que el narrador le recuerda al espectador la importancia del reconocimiento de la casualidad, los barridos de imágenes y el uso constante del estilo indirecto libre esparcen todas estas líneas argumentales de las que tanto ha hablado este escrito y que una vez más deben ser mencionadas para presentarlas con mayor orden –al menos hasta que el mismo lenguaje lo permita-.

De nuevo, tomen un respiro y empecemos: el magnate de la televisión Earl Partridge (Robards), en su lecho de muerte, reevalúa la falsedad nominal de su matrimonio con Linda (Moore) –la cual está al borde de un ataque de nervios por sus ambivalentes sentimientos hacia su protector- y reprocha haber desamparado a su hijo Frank (Cruise) -fanfarrón que promete a sus clientes el secreto para conquistar a cualquier mujer pero que pronto será develado por una exhaustiva reportera-; Earl, en uno de sus últimos destellos de lucidez, le pide a su enfermero privado Phil (Hoffman) que lo ayude a reencontrarse con su hijo y este último, sacudido por su responsabilidad, empieza a trazar telefónicamente la posible ubicación de Frank; a su vez, la empresa de Earl produce el programa “What Do Kids Know?”, el cual es comandado por Jimmy Gator (Hall) desde hace treinta años y que, debido a un cáncer homólogo al de su jefe, se ve obligado a confesar ese mismo día una vida llena de excesos, engaños y mentiras -las cuales no son toleradas por su drogadicta y frágil hija Claudia (Walters) y hacen dudar a su esposa Rose (Melinda Dillon)- mientras se presiona a conducir su programa una última vez; durante dicho programa, el niño genio Stanley (Jeremy Blackman) está a punto de romper un registro pero todos sus allegados –su padre incluido- hacen caso omiso de su sencilla solicitud de ir al baño, perjudicando significativamente su desempeño; este programa es visto por Donnie (Macy), actual poseedor del récord en el show de Gator y quien vive atormentado tanto por su descendiente fama como por su incompetencia en labores tanto sencillas (parquear su automóvil y ser un vendedor competente de electrodomésticos) como complejas (aceptar su homosexualidad); por último, Claudia, en un desesperado intento por encarrilar su vida, acepta salir con el discreto oficial Jim (Reilly), quien llega al apartamento de Claudia por un informante anónimo y que debe lidiar con su profesionalismo al ser blanco de una pandilla que roba su arma.

Como se mencionó en repetidas ocasiones, el estado de caos o de crisis es el eje generador de todos los conflictos de este melodramático filme. Así como Claudia y Frank son evidentes analogías de Anderson, Partridge y Gator lo son de su padre. Éstas centrales relaciones consanguíneas le permitieron al guionista exhumar artísticamente su luto, no sólo al otorgarles una digna despedida (o final abierto) sino al reconocer la ambivalencia entre la voluntad y el azar. Al jugar con todas estas gigantescas posibilidades narrativas y explorar sus vicios desde varios famélicos espíritus a la espera de completarse, puso en práctica las enseñanzas de Altman; Anderson, por leyes transitivas, habría de convertirse en Raymond Carver. Al explorar todas las posibles conexiones entre sus personajes, permitía que sus espectadores se preguntaran por los posibles destinos de esta miríada de protagonistas hasta el punto de hacerles creer que son prestidigitadores de la fatalista ciudad californiana. El mundo citadino, aunque pequeño dentro de sus historias, repite patrones suburbanos que no dejan de sorprender tanto por su verosimilitud como por su componente dramático. De hecho, su cadena de causas y efectos es el oxígeno de este tensionante filme. Incluso puede llegarse a creer que, después de pasada las primeras dos horas del filme, todos los personajes van a ser sepultados por las pésimas decisiones de aquellos que poseen dicho determinante poder causal; además, al ser una red, todos recaerían en un perpetuo ciclo de miseria.

Con la lluvia de ranas (spoiler alert) Anderson reitera su tesis inicial a partir de Short Cuts: por más que se crea que todo está predeterminado, siempre habrán peculiares coincidencias que reformularán estas aparentes secuencias lógicas. La simbología de la peste está presente a lo largo de todo el largometraje y hay artículos enteros dedicados al análisis de Éxodo 8:2 (“Y si te rehúsas a dejarlos ir, atente, heriré todas tus fronteras con ranas”). Aunque esta lluvia es inspirada en un acontecimiento real que ocurrió hacia 1997 en Villa Ángel Flores, México, de igual forma es casi imposible de creer, incluso mucho más después de terminar de ver este filme. Sin embargo, la intencionalidad de Anderson no es hacer una vulgar copia de Altman, como lo sugiere esta pésima comparación. Por el contrario, es un consecuente reconocimiento de la inferioridad racional, de la imposibilidad del control absoluto y de la apertura a la reorganización sistemática. La falsedad del dominio racionalista es fácilmente desmentida por la arbitrariedad. En definitiva, tiene sentido considerar dentro de un esquema ordinario (en cuanto a orden) que una lluvia de ranas es tan probable como el abandono de un familiar ya que ambas desbordan nuestros límites reguladores y totalizantes.

La apuesta de Anderson, aunque requirió de una producción excesiva, produjo los resultados esperados: un filme que aprendió de los límites de su mentor para celebrarlos al sobrepasarlos. Además, desde una perspectiva un poco más optimista, este filme se sostiene sobre la misericordiosa fracción de la ideología judeocristiana que sostiene la salvación autónoma, es decir, que los seres humanos dan lo mejor de sí ante situaciones críticas, tal como lo hace Job. En Magnolia esto se ve a partir de una anfibia alegoría, lo suficientemente clara para justificar más de tres horas de familiaridad emocional. El desenlace, acompañado de la emotiva y candidata al Óscar a mejor canción original “Save Me” (de Aimee Mann), reafirma la solidaridad incondicional entre desconocidos que unos años más adelante habría de cobrar mayor significación con la caída de las Torres gemelas, epítome de la generación que aclamaría años más tarde cada uno de los filmes de Anderson.

Afortunadamente este filme se sobrepuso a las pérdidas iniciales de su estreno (casi US$17M) y ganó un estatus crítico local que patrocinó una milagrosa recuperación financiera con el pasar de los años y una gran acogida por fuera de Estados Unidos. Además, a pesar de la puja de premios con la película arrasadora de ese año (American Beauty), el equipo de trabajo de Magnolia obtuvo uno que otro galardón especializado. Sin embargo las gratificaciones que este filme produjo fueron más personales que públicas, tanto así que Anderson afirmaría que es la mejor producción que podría llegar a realizar. Además, acaparó la admiración de tal vez el único individuo del cual Anderson podría necesitar algún tipo de aprobación: Robert Altman. Éste no sólo lo exaltó sino que lo nombró tentativamente como su heredero artístico directo; varios años más adelante, en el 2006, Altman le ofrecería a Anderson que lo sustituyera en la dirección de A Prairie Home Companion en caso de que muriera (hecho que ocurrió una vez finalizada la producción).

El drenaje emocional, energético y espiritual de Magnolia obligaría a Anderson a tomar un corto pero merecido descanso y a retirarse parcialmente de la vida pública. Tres años después, habría de regresar a los cines más cercanos en forma de Adam Sandler.

Paul Thomas Anderson: Boogie Nights (1997)

En el que obtenemos un par de patines nuevos.

***Aviso legal: hace más de un año –diciembre de 2013, para ser más precisos- me propuse escribir quincenalmente un artículo sobre cada filme de P.T. Anderson a partir de La América de una planta de Ilf y Petrov. Si bien aquella antología de crónicas fue la ignición literaria para este pequeño proyecto, la gasolina escaseó y una cantidad de borradores destellaron en mi Escritorio durante varios meses, guiñándome constantemente sus párpados digitales para que continuara mi labor.

Durante los últimos meses –enero y febrero de 2015- he redimido mi acidia y, aunque dejé de lado a los reporteros ucranianos, continué mi labor para prepararme inteligiblemente para dos acontecimientos: el cercano estreno de Inherent Vice (séptimo filme de Anderson) y el primer aniversario de la inesperada muerte de Philip Seymour Hoffman (02 de febrero). Espero que estos cortos escritos no sólo tracen unos predecibles patrones temáticos sino que hagan justicia al que probablemente es el guionista más talentoso de nuestra era. ***

¿Qué aspiraciones puede llegar a tener un hombre una vez alcanza los diecisiete años de edad? Seguramente todas ellas están relacionadas con la búsqueda de un futuro que asegure el estilo de vida de una adultez añorada. Esto -de acuerdo con nuestras inquebrantables políticas educativas- es garantizado mediante la elección de una profesión que acoja aquellos ideales de vida. Sin embargo, toda esta desapacible presión es barajada por la inclemente Fortuna, quien ocasionalmente bendice a sus jóvenes y errados adolescentes con vidas exitosas si éstos le rezan adecuadamente a su monumental cornucopia. Nuestra única salvedad consiste en que durante esa etapa de la vida dichos rituales pueden (o pudieron, más bien) ser controlados por nosotros mismos. Desde cualquier ángulo que se les mire, se alimentan de las entrañas de la ambición humana: bien sea mediante el ejercicio de la razón o de la experiencia, nuestra existencia conserva su eje al explotar nuestro propio reflejo para nosotros mismos. Por supuesto, el choque de este espejismo con nuestras imágenes proyectadas en otros individuos producen colisiones más que interesantes; la negación de la conciencia siempre entretendrá al bacanal Olimpo, dueños del risible adolecer denominado “maduración”.

Lo anterior, a grandes rasgos, son los vulgares principios de la instrumentalización. En el caso de P.T. Anderson -a.k.a. Eddie Adams, a.k.a. Dirk Diggler, a.k.a. Brock Landers-, Boogie Nights es el épico resultado de una magnífica terapia en la que el joven director y guionista de 27 años enfrenta su juventud, su ideal de adultez y su adultez.

Todo comienza con un adolescente Paul Thomas, quien a los 17 años intoxicaba su cabeza con filmes camp repletos de pornografía, karate, pornografía, comedia barata y aún más pornografía. Durante esos años -como lo describe con agrado a lo largo de la versión comentada de Boogie Nights-, el joven californiano aspiraba a vivir como John Holmes o alguno de los personajes de sus filmes favoritos, es decir, como una estrella porno, rodeado de mujeres y sintetizadores. Al comprender la imposibilidad de ese estilo de vida, decidió canalizar su libido como sólo lo hacen los austeros: a través de un barato cortometraje en el que su ambición pretendía crear un híbrido entre Zelig y This Is Spinal Tap que a su vez fuera dirigido por Martin Scorsese y Jonathan Demme. De allí nace The Dirk Diggler Story, su primer cortometraje en el que en que en media hora narra el ascenso y la caída de una prometedora estrella porno. Esta obra no-canónica fue archivada durante varios años, ligeramente avergonzado por sus limitaciones financieras. No obstante, el doppelgänger sexual del idealista P.T. no habría de escapar de su mente hasta que pudiera contar su ficticia historia tal como quisiera.

Nueve años más tarde, Anderson pudo revisitar estos sueños rotos a través de un lente azaroso. Después del moderado éxito crítico de Hard Eight, tuvo la oportunidad de presentarle a Michael De Luca (presidente de New Line Cinema, productora insignia de Time Warner) su guión –finalizado en 1995 y acertadamente subtitulado como Funny Games Until Someone Gets Hurt– con la idea para una innovadora reinterpretación del arquetipo de héroe épico. Para ello, tomó sus añoranzas juveniles y las reescribió para un público adulto como él mismo, lo suficientemente paciente para develar a lo largo de casi tres horas de diálogos y plano secuencias la terquedad de un estropeado infante en los corazones de varias estrellas de la industria para adultos.

Contra todo pronóstico, la productora le dio libertad artística para que desarrollara su mórbido sueño. Todas las razones fueron, por supuesto, favorables: la exitosa apuesta por L.A. Confidential apenas unos meses atrás había demostrado que era rentable financiar filmes que no fueran Men in Black; además, al ser un filme de época, contó con el respaldo para utilizar canciones icónicas de la era disco tales como “You Sexy Thing” de Hot Chocolate, “Got to Give It Up (Part 1)” de Marvin Gaye, “Sunny” de Boney M. o “Jungle Fever” de The Chakachas; por último, los planetas legales se alinearon para que al mismo tiempo pudieran contar con un póquer de actores principales, estrellas fijas de nuestro cosmos fílmico contemporáneo: Mark Walhberg, Burt Reynolds, Julianne Moore, Heather Graham y John C. Reilly. En ese entonces, todos ellos –aunque buscaban protagonismo o relevancia mediática- decidieron participar en este proyecto sin expectativa alguna: la carrera de Reynolds había tocado fondo varios años antes (en la década de los ochenta fue nominado cuatro veces a los premios Razzie), Moore había ganado popularidad crítica mas no comercial, el joven dúo Walhberg-Graham apenas se abría paso en Hollywood (de hecho, Walhberg obtuvo el papel sólo porque Leonard Di Caprio lo rechazó para dedicarse a Titanic) y Reilly (más allá de su limitado talento) sólo pretendía estrechar su ferviente amistad con Anderson, amistad que se había cementando desde Hard Eight. Sin embargo, cada uno de ellos agració la filmación con lo mejor de sus interpretaciones; en últimas, a nadie lo obligan a participar en un filme sobre un clan de pornógrafos.

Sumado a esto, Anderson logró ensanchar su presupuesto para lograr una menospreciada victoria: ensamblar un reparto secundario repleto de sus ídolos histriónicos. ¿Por dónde comenzar? Iniciemos por nuestro profeta aristotélico: Philip Seymour Hoffman. ¿Continuamos? Philip Baker Hall –el actor favorito de Anderson y con quien ya había trabajado en Hard Eight-, William H. Macy (gracias por Fargo), Don Cheadle, Ricky Jay, Melora Walters, Robert Downey, Sr., Alfred Molina… ¿No es suficiente? Michael Jace, Joanna Gleason, Michael Penn, Jon Brion, Luis Guzmán… está bien, estos nombres son mucho más crípticos. No obstante, es una lista que llama la atención tanto por su amplitud como por la extrañeza de reunir tantos egos bajo una misma mansión de gigolós. Sin embargo, Anderson tuvo la templanza para agruparlos y, aparentemente, la convivencia en el set fue más que cálida. Este dominante talento hace parte de otros grandes directores tales como Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Robert Altman y Quentin Tarantino. La diferencia es que Anderson lo dominó a los 27 años de edad.

Una vez todos estos factores se juntaron, el libidinoso adolescente dentro de Anderson retomó el control y exprimió esta oportunidad de oro para crear una obra elíptica sin límites dialógicos. Además, a medida que empalmaba su guión con sus actores se reencontró con la razón por la cual decidió ser director de cine en primera instancia: para crear obras de las cuales su Yo de diecisiete años se sentiría orgulloso. Éste es el azaroso inicio de Boogie Nights, filme que bautizaría una de las obras fílmicas más completas, complejas y exitosas de nuestra era. Deberíamos agradecer que Anderson no desaprovechara ni un segundo, ni un centavo de esta materializada fantasía sexual.

Anderson retrata la dramática vida de Eddie Adams (Walhberg) a partir de todos sus altibajos poéticos. Adams, como todo héroe clásico, es poseedor de un areté: un extenso miembro viril de colosales proporciones. Durante toda su adolescencia en San Fernando Valley (California) ha aguardado a que el mundo se sorprenda con su inigualable virtud y, como era de esperarse, los rumores sobre su entrepierna se disipan por todo el estado. Esta leyenda llega a los oídos del oráculo Jack Horner (Reynolds), aclamado director de deleites tales como Inside Amber y Amanda’s Ride, quien en 1977 le vaticina a Adams un rotundo éxito si ambos unen sus fuerzas en pro del ars amatoria. Después de huir de casa y de superar con facilidad sus dos entrevistas de trabajo –una repentina intromisión en los atributos de la novata Rollergirl (Graham) y el visto bueno de la diva Amber Wave (Moore)-, Adams se une a la productora de Colonel James –pedófilo mecenas de la industria porno- y los frutos de la creatividad artística no se hacen esperar. De la mano de un excéntrico equipo de trabajo, Adams explota su atributo a favor de un grupo de desadaptados a quienes les puede llamar “familia”.

Una vez Adams se adhiere a su nicho social, el filme destella sus mejores momentos y virtudes tanto argumentales como temáticas. La cámara, aunque se centra en el ascenso de Adams -ahora conocido bajo el sugestivo pseudónimo Dirk Diggler-, sin previo aviso sigue a cada uno de sus asociados y se centra durante varios minutos en cada uno de sus microuniversos. Anderson sabía que para manejar un estilo indirecto libre verosímil debía contar con un reparto secundario tan profesional como el principal; de ahí su puja para apresar a todos los actores mencionados hace unos renglones. A partir de los plano-secuencias, el filme dilata el hilo argumental para amparar al equipo de producción. Cada uno de sus miembros tiene una pequeña historia por contar: Horner lucha por pertenecer al Palatino del cine, Amber lidia con su drogadicción y con la custodia de su hijo, Rollergirl desea terminar sus estudios secundarios, el actor Reed (O’Reilly) estudia magia para dedicarse a otro tipo de industria de entretenimiento, los compañeros de set Buck y Jessie (Cheadle y Walters, respectivamente) pretenden formar una familia a costa de los tabúes sociales, el encargado de luces Little Bill (Macy) padece el escarnio de tener por esposa a una estrella porno, el asistente de sonido Scotty (Hoffman) no sabe cómo canalizar su homosexualidad… incluso el barista Maurice (Guzmán) quiere abrirse camino como novato. Éstas son apenas unas cuantas de las historias que se abren a medida que la cámara captura todos los ángulos posibles de una discoteca o la mansión de Horner. Esta técnica, adquirida vía Goodfellas y la monumental Short Cuts, cobra una relevancia inigualable en Boogie Nights. Tal fue la satisfacción que Anderson habría de repetir su modesto tributo a sus directores favoritos unos meses más adelante en Magnolia.

Pero volvamos a nuestro lujurioso Ulises, alma máter de este colectivo. Al saborear el éxito de su saga Brock Landers –un spoof de James Bond con un poco menos ropa-, Diggler gana la admiración y el respeto de esta emergente industria, incluso hasta el punto de ganar varios reconocimientos en los clandestinos Adult Film Awards. Su intento por erotizar torpemente a través de sus infantiles charadas (diálogos insípidos, movimientos de karate bruscos y exagerados) es ovacionado por sus espectadores, quienes no estaban acostumbrados a encontrar pretextos argumentales cuando asistían a sus cines XXX predilectos. Cuando se presentan los pequeños retazos de algunas de estos experimentos -tal como ocurre con Spanish Pantalones– el espectador tiene el privilegio de internarse en una sala voyeur setentera. Aunque dichas imágenes lleguen a parecer cómicas y absurdas, las palabras de Diggler (en el documental editado por Amber) justifican su relevancia e impacto cultural: él, al ser una joven promesa, sabe qué quieren ver sus coetáneos. Sus seguidores no sólo buscan un fin, también buscan un medio en el que se mezcle la acción a-la-Bruce-Lee y la recompensa de la consumación. El sueño de Diggler, al igual que el de sus compañeros, es que se les reconozca como actores, no como estrellas porno. Es lo más cerca que podremos llegar a compartir el despertar sexual de la generación de nuestros padres.

Después de este reconocimiento popular, Diggler empieza a comportarse, naturalmente, como un niño al que le dan una tarjeta de crédito. Al fin y al cabo no puede luchar contra su juventud. Su hibris comienza por su desaforada compra de objetos orientales, un costoso ´77 Corvette y toda la cocaína que pudiera obtener. Con la llegada de la década de los ochenta, sus adicciones lo someten al delirio de persecución que desata su fulminante despido; después de un altercado con su vigor y su subsecuente desahogo equívocamente canalizado en el pacífico Horner, es expulsado por combatir contra fuerzas superiores a él. Su megalomanía le hace creer que puede subsistir sin patrocinios, error del cual se percatará al probar las riendas de la prostitución, del tráfico de estupefacientes y de la persecuciones anti-SIDA. Sin productora o contrato discográfico (¿olvidé mencionar que también quería ser el siguiente Kenny Loggins?), lo pierde todo hasta el punto de identificar que no es más que un huérfano al que se le imposibilita soñar sin el apoyo de sus padres.

La inminente catarsis es, por lo tanto, el regreso a las entrañas de su felicidad. Una vez regresa al amparo de Horner, el filme pasa a sus minutos más emotivos: al ritmo de “God Only Knows” de The Beach Boys se presenta el desenlace heroico de cada uno de los miembros de su familia adoptiva –sin duda alguna el mejor montaje que han hecho a partir de este impecable himno-. Para quienes ya la han visto, recordarán la poderosa imagen final de un toro salvaje preparándose para salir al ruedo. Diggler, limpio de todo pecado, ha garantizado su recompensa: su entrada al Estigia.

P.T. Anderson lo alcanzó todo con Boogie Nights. Su rentabilidad económica fue considerablemente buena (alrededor de US$30M) y la aclamación crítica le permitió ganar prácticamente todos los premios de gremios californianos a mejor guión y ensamble; incluso le permitió a Burt Reynolds -quien nunca estuvo de acuerdo con el resultado final de la película- obtener el reconocimiento más significativo de su carrera (Mejor actor de reparto en los Globo de oro). Sin embargo, la prismatización de Diggler es el triunfo personal más satisfactorio para nuestro idolatrado director. Gracias a la interpretación de Walhberg –la cual, sin duda alguna, es la interpretación más significativa de toda su carrera-, el guionista cerró un capítulo crucial para su vida: la necesidad de narrarse a sí mismo mediante el trabajo de otros. Sus obras posteriores, evidentemente, tienen su sello personal pero nunca alcanzarán el estatus de gratificación que alcanzó con Boogie Nights. Su modelo de héroe contemporáneo será difícil de repetir, sobre todo porque las caricaturas más deseadas son aquellas que deben estar fuera del alcance de los niños.

Paul Thomas Anderson: Hard Eight (1997)

En el que aparentamos gastar más de lo que ganamos

Hace unos días leí una antología de crónicas que llegó oportunamente a mis manos. Dicha colección, titulada La América de una planta, reúne las narraciones de un par de reporteros durante un recorrido de más de dos meses por ciudades y carreteras estadounidenses. La particularidad de esta compilación radica en la repulsiva y honesta perspectiva de sus autores: los ucranianos Iliá Arnóldovich Fainzilberg y Evgeni Petróvich Katáev –mejor conocidos por sus heterónimos Ilf y Petrov-, fueron los corresponsales del diario soviético Pravda encargados de desmitologizar el capitalista e hipócritamente secular estilo de vida norteamericano de finales de la década de los treinta. A partir de sus crudos relatos y reflexiones, desentrañaron los vicios de aquella sociedad que pretendía encadenar al fantasma de la Gran Depresión y proyectar una imagen de ostentosidad, satisfacción y felicidad. Esta extensa responsabilidad de carácter nacional y propagandista –el partido comunista necesitaba de documentos que oxigenaran su sistema político- se adelantó a sus expectativas informativas y retrató con fidelidad al norteamericano de un único piso, es decir, a una sociedad que sin importar su clase social, región o religión predicaba una única identidad plagada de desolación, decadencia y pobreza de espíritu. Además, su amplia comprensión de la noción de “publicidad” -que sorprende tanto por su inicial desconocimiento y posterior precisión como por su pertinencia en la actualidad- les permitió acceder a la doble moral con la que esta cultura ocultaba sus vacíos existenciales tras bastidores materiales.

Disfruté de los cuarenta y siete reportajes de esta antología y los recomiendo por su riqueza documental e historicista. También destaco su fluidez y la transparencia de sus contenidos: claros,  contundentes y asequibles a cualquier lector. No obstante, a medida de que sus pincelazos narrativos me embriagaban, confieso que mi memoria me remitía constantemente hacia la filmografía de uno de los directores contemporáneos de mayor acogida crítica: Paul Thomas Anderson. Con tan sólo seis largometrajes –próximos a complementarse con un hermano menor,  Inherent Vice-, Anderson se ha consolidado como el magistral exponente de un vasto proyecto que desentraña en la enfermiza cotidianidad del norteamericano –y hombre occidental- su fragilidad y retorcimiento en la espiral del consumo. La perfecta complejidad de personajes como Eddie Adams, Daniel Plainview y Freddie Quell merece todos los elogios que nuestra lengua permita y todas las muestras de impotencia que un espectador pueda manifestar.

Los documentos de La América de una planta –que aparecerán próximamente con ambigua regularidad- son el pretexto para repasar y revisar la obra de uno de los directores predilectos de la casa filmigranesca. Aunque sus películas son desastres taquilleros y fósforos para bidones de gasolina, su autenticidad crítica como director y sus sobresalientes virtudes como guionista lo convierten en un artista esencial para nuestros tiempos. Estos estudios se realizarán cronológicamente y a la espera de elucidar su magnífica línea de evolución artística; la brecha entre Hard Eight y The Master es despiadada pero coherente. Para ponerlo en palabras de nuestros apreciados protagonistas, “Don’t stop, Big Stud!”.

Sin más preámbulos, sumerjámonos en 1996-1997, años en los que Independence Day, Titanic, El profesor chiflado y Space Jam consumieron nuestras estériles cabezas.

“You know the first thing they should have taught you at hooker school: you get the money up front”.

Hard Eight, como opera prima de Anderson, no tuvo un éxito significativo y tampoco pretendemos engañarlos a ustedes, voraces lectores, con juicios viciados por la idolatría hacia nuestro homenajeado director. Sin embargo, nos vemos en la obligación de reivindicarla puesto que, si bien no goza de la fama de las obras subsecuentes, merece un poco más de reconocimiento y de difusión. Es más de lo que podríamos esperar de un joven auteur que con tan sólo veintiséis años de edad se embolsilló a una productora y a varios actores de renombre. ¿Acaso Anderson habría de seguir los mismos pasos emergentes que siguieron Orson Welles o Stanley Kubrick en sus respectivas eras cinematográficas? No exactamente; Hard Eight no es ningún Killer’s Kiss, muchísimo menos un Ciudadano Kane. Aun así, cuenta con los matices por los cuales sus obras posteriores triunfarían.

Sydney (Philip Baker Hall), un hitman retirado, invita al mísero John (John C. Reilly) a tomarse un café aunque nunca antes se hubieran visto. El joven John busca seis mil dólares para enterrar a su madre y Sydney promete ayudarlo a alcanzar dicha meta. Sin embargo, John sospecha que Sydney desea obtener favores sexuales en agradecimiento por su cortesía e intenta abandonar la cafetería. Después una persuasiva charla, John deja sus prejuicios de lado y se embarca con su nuevo compañero en un viaje hacia Las Vegas donde esperaría conseguir el anhelado dinero funerario; sin saberlo, ha pasado a ser cómplice de los sabios planes de Sydney para vivir a costa de un vacío en la reglamentación de los casinos.

El reiterativo plan funciona por su sencillez y discreción: John debe entrar en cualquier casino de mediana reputación, presumir de su supuesta ludopatía y solicitar una rate-card con la cual pueda registrar el dinero que ha invertido a lo largo de una noche de juego; después de solicitar $150 en fichas de un dólar, debe gastar máximo $20 en máquinas tragamonedas alejadas a lo largo de una hora; cumplido el tiempo estipulado, debe canjear cien fichas por un billete de $100, el cual pasará inmediatamente hacia otra mesa de juego y comprará de nuevo otras cien fichas que serán registradas en su rate-card; este proceso se repite cíclicamente para que el casino crea que John ha gastado diez veces lo que en realidad ha apostado. Con esa estrategia John no sólo conseguirá ganancias (la máquina ocasionalmente lo favorecería) sino privilegios gratuitos por parte del casino (hospedaje, alimentación y entretenimiento) para conservar al “gran apostador”. Mediante este plan y el olfato de Sydney –que cubriría cualquier falla con sus arriesgadas habilidades en los dados y sus incesantes apuestas al hard eight (par de cuatros)-, John consigue un estilo de vida respetable que admira silenciosamente la generosidad de su mentor.

“Jesus Christ, why don’t you have some fun? Fun! Fun!”

Como era de esperarse, esta estrategia no se perpetuaría eternamente. Pasados unos meses, la aparente estabilidad cambia cuando John se enamora de la animadora/prostituta Clementine (Gwyneth Paltrow) y hace amistad con el extorsionista Jimmy (el inesperado Samuel L. Jackson). Esto traerá problemas tanto por los torpes intentos de John para que su enamorada abandone sus oficios como por los ilegales movimientos que atentan contra la armonía de la relación entre John y Sydney. Además, la eficacia apostadora de Sydney desaparece periódicamente. Estos giros melodramáticos le dan cierto dinamismo al filme pero francamente no aportan ninguna novedad a las historias en las que el juego constituye el eje catalizador; asumo que El jugador de Dostoievski arrasó con todos los arcos narrativos posibles.

A pesar de eso, el filme con cautela plantea la incógnita que hace de Hard Eight una obra distinta: ¿por qué Sydney cobija a John y no a cualquier otro pordiosero de Nevada? La frialdad del maestro y la inocencia del aprendiz florece en una relación paternalista que sin muchos diálogos logra una meditabunda conexión familiar. El astuto hitman sólo destella simpatía ante la facilidad con la que su estúpido ahijado busca su felicidad. Cada paso en falso es un eslabón más de la cadena que los unirá en esa respetuosa pero jerárquica relación.

Hay entrevistas y reportajes que señalan el escaso control que Anderson ejerció sobre su obra; no sólo se vio obligado a cambiarle su título (originalmente habría de llamarse Sydney en alusión al protagonista del filme mas no de la ciudad australiana) sino a eliminarle cerca de una hora de escenas. No obstante, el resultado final tampoco es lamentable; por el contrario, aunque sólo nos resta llover sobre lo que dejó de ser, es un cálido drama sobre los estragos de un paternalismo transpolado. Las representaciones de los cuatro actores principales son sobresalientes, sobre todo la de Paltrow ya que nos hace olvidar por escasos minutos del horripilante engendro en el que se transformó con el cambio de siglo. Además, Hard Eight cuenta con un inmenso valor agregado: este filme fue (por razones obvias) la primera colaboración entre Anderson y el aún desconocido Philip Seymour Hoffman, quien desempeña el breve papel del atronador que opaca la concentración de juego de Sydney. Quién imaginaría que esa amistad decantaría diecisiete años después en la que tal vez es la mejor película de esta emergente década.

Hard Eight, reitero, cumple con causar una buena primera impresión sobre el potencial de Anderson. La película es agradable e incluso ciertas escenas empatan levemente con las virtudes de Leaving Las Vegas, filme contemporáneo que seguramente inspiró al cineasta. Así mismo, asienta el camino para la victoria sentimental que logrará con Punch-Drunk Love. Sin embargo, el joven Anderson todavía debía adquirir garantías económicas y artísticas para manifestar todo su esplendor. La posibilidad de competir Cannes y la aceptación de un segundo proyecto con mayor autonomía son los premios que este modesto pero acogedor filme alcanzó para su creador.

Esperamos que no deban esperar varios meses para la próxima entrega. Mientras tanto, pueden ajustar sus pantalones y brillar sus patines para Boogie Nights.

Errol Morris: Tabloid (2010)

Tabloid, la décima película de Errol Morris, tiene un rango temático amplio que abarca desde mormones y escándalos sexuales hasta clonaciones y asaltos a propiedad; sin embargo es una película compacta, de una pieza, cuyos placeres son equiparables con los del cine más puramente escapista y que resulta ser al mismo tiempo intrigante y poderosa.

La película se centra en Joyce McKinney, una ex reina de belleza que protagonizó un popular escándalo mediático en Inglaterra a finales de los años 70 en el cual se le acusó de haber  secuestrado a un joven mormón y de haberlo esclavizado sexualmente. El estudio de este caso toma buena parte de la película, y vemos, además de McKinney, a algunos periodistas que tuvieron relación con el caso mientras exponen sus puntos de vista y sus testimonios. El caso se vuelve popular en poco tiempo, McKinney niega ser culpable de esas acusaciones y defiende su posición como la de una simple mujer enamorada tratando de rescatar al hombre que ama de un culto que los ha separado; no obstante, admite que tuvieron sexo pero niega haberlo obligado. El hombre en cuestión no da entrevistas (y tampoco da su testimonio en el documental) y trata de mantenerse alejado del foco de atención, que en cualquier caso es la fascinante mujer. Al cabo de un tiempo, la noticia deja de ser el caso mismo, los periódicos sensacionalistas comienzan a indagar sobre el pasado de la ex-reina de belleza y varias cosas se descubren, o según ella, se inventan.

Las contradicciones entre los testimonios abundan, y sin embargo, la película no trata de buscar la versión “correcta” de los hechos, o si lo hace, no lo hace diciéndonos cuál es esa versión. Su fuerza no reside en las conclusiones a las que llega ni en las verdades que revela, sino en lo opuesto: Tabloid se dedica a escuchar y mostrar lo que sus personajes dicen, si las versiones contrastan no es su problema, Joyce McKinney es la protagonista, pero no por eso es quien dice la verdad.

Errol Morris ha explorado este tema de diversas maneras a lo largo de su obra, varios de sus personajes han sido noticia en algún momento y su imagen ha sido distorsionada de alguna manera por los medios de comunicación. Su interés se ha centrado en exponer estos casos y cuestionar la “verdad” construida sobre ellos por algún ente externo que varía según el proyecto, pueden ser los noticieros, la historia, el sistema de justicia estadounidense o los mismos protagonistas en sus documentales: en Tabloid, aunque el asunto de los periódicos amarillistas aparece y es importante, el foco no está puesto en estos, ni en la representación que crearon de McKinney en la mentalidad popular, ni en la explotación de su imagen (todos estos aspectos son tratados dentro de la película), sino en McKinney misma, inclusive alejándose del caso y siguiéndole a ella en su vida después del escándalo.

Joyce McKinney posee una personalidad arrolladora, siempre segura, fluida y cálida. Durante la película varios de los entrevistados afirman haber estado atraídos a la ex-reina de belleza, y por momentos se puede ver como algunas veces la relación con ella rayaba casi en la obsesión para varios hombres. Sin embargo, al detenerse un poco en la personalidad de la mujer, se presentan algunos problemas sobre cómo se le puede percibir; desde joven, nos dicen, Joyce estuvo rodeada de cámaras, fue modelo, reina y tomó clases de actuación. Así pues, ella ha sido moldeada por la presencia de las cámaras en su vida, al punto tal de parecer casi un personaje dentro de su propia vida, su presencia es electrizante y ella reboza de energía, da gusto verla y escucharla. Pero aún en sus momentos más conmovedores, y tal vez por la información que ella misma ha dado en las entrevistas, con esa afabilidad con que sazona sus palabras, es difícil, aunque sea verdad, creer todo lo que dice. O tal vez el problema es del público, que, luego de haberla visto como a un personaje, difícilmente la puede ver como una persona (quizás ese es solamente mi problema).

Morris nos muestra los hechos de una manera dinámica, pasa de tema a tema con facilidad, y la película está empapada con elementos propios de la prensa sensacionalista, de vez en cuando acentuando palabras o frases “escandalosas” y mostrando fotos de manera reveladora. Como elemento novedoso en su estilo, Morris trata de presentar lo que sus entrevistados dicen, pero no con dramatizaciones actuadas sino con fragmentos de videos o de otras películas o material audiovisual, estando más cerca a representar visualmente el tono que usan los entrevistados que a presentar los hechos que ellos narran (por momentos hace sentir que estamos percibiendo el mundo tal como ellos lo perciben, un intento de captar la “verdad” más abstracto pero más rotundo también). Como es usual en su obra, esta película es sugestiva y sutil, la música por John Kusiak es un buen acompañamiento para los relatos y los contrastes visuales ofrecidos por Morris son inquietantes y llenos de preguntas sin respuestas fáciles.

Tabloid es, me atrevo a suponer, una película sobre cómo vemos a los demás; no se detiene a cuestionar ni a tomar posiciones en los varios temas que toca, no crítica ni enaltece a los mormones, o a los tabloides, o al proceso de clonación: pero si se detiene a escuchar a la gente, a quienes están detrás de esto, los individuos, y nos reta a verlos como tal.

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Nota Ed.: Este es el fin, hasta el momento, de las Clases Magistrales sobre Errol Morris. Ha sido un viaje emocionante, detallado y sobrio. Próximamente sabremos en que aguas turbulentas y oscuras se adentrará Demuto para su siguiente aventura.

Erich von Stroheim: Merry-Go-Round (1923)

A lo largo de este fructífero viaje, que cruza una década de ingeniosa realización cinematográfica, nos hemos dado cuenta de lo preciadas que resultaban las libertades creativas en los inicios del sistema de estudio, el cual imperó en Hollywood hasta la llegada de los grandes conglomerados de la información. Directores diligentes y comercialmente llamativos fueron dotados de rienda suelta para que ordenaran sus placeres y fantasías visuales sobre el plató, y en algunos casos (como en el del genial y venerable Victor Sjöstrom) estas libertades pagaban su cuota, posibilitando el carácter cíclico del proceso; en otros casos, como en el de nuestro infortunado austríaco, los estudios no confiaron en las capacidades (e inevitables excentricidades) expuestas, e hicieron lo posible por dejar la obra lo más blanda y genérica posible, lo que se traducía en una recepción tibia del público. Mala suerte.

Universal todavía tenía que prestarle las claquetas a von Stroheim, su contrato seguía en vigencia, y, aunque Foolish Wives le reportó jugosas ganancias, su reputación como director estaba erosionada en el estudio; Carl Laemmle se las había arreglado para dejar al joven Irving Thalberg como centinela del costoso y rebelde director, en una posición de autoridad difícil de rebatir, y este último tendría una experiencia de vida que le ayudaría en su desarrollo como futuro productor y mogul de la industria. Con muy poco tiempo de diferencia, von Stroheim decide empezar un nuevo relato de nobleza, mentiras, marchas nupciales y odio, odio sanguinario y virulento hacia la humanidad.

“Trato básico a la servidumbre.”

Lo que va a continuación me resulta muy difícil de escribir, debido a que por los mismos excesos y lujos con los que von Stroheim estaba dotando a su nueva película, tuvo que ser reemplazado por Rupert Julian, nadie menos ‘apropiado’ para esta labor que el director y protagonista de The Kaiser, the Beast of Berlin (1918). El problema en concreto es que el producto final, que presuntamente fue re-filmado casi que por completo tras el despido del director original, no es para nada malo, mezclando la majestuosidad visual que ya hemos visto junto con un guión escrito por/para un sociópata, cuyas proezas serán marcadas con un número y negrilla. ¿De quién es qué? Como primera pregunta es apenas ideal. Veremos si lo podemos descubrir.

El argumento es más bien clásico en el sentido Stroheimiano, con unas ligeras variaciones. Los créditos iniciales nos muestran un carrusel, eje temático que no hay que perder de vista, al parecer dirigido por el mismísimo Satán o una criatura mitológica afín al Hombre de Hierro que surgiría después en The Wedding March. Placenteramente pasamos a la fastuosa y elegante Viena de preguerra, las arcas de la corona y las líneas de mando están rebosantes, por lo que la nobleza vive su mejor momento, y ocasionalmente alguna que otra madre se suicida arrojándose de un puente, frente a su hijo (1). El emperador Franz-Joseph (interpretado por Anton Vaverka) tiene como ayuda de cámara y chamberlán al protagonista de esta historia, Conde Franz Maximilian von Hohenegg, capitán de la 6ª de Dragoneros Imperiales y Reales (Interpretado por Eri… Digo, Norman Kerry), quien está comprometido con la Condesa Gisella von Steinbruck (Dorothy Wallace) y esta, a su vez, es hija del anónimo y benevolente Ministro de Guerra (Spottiswoode Aitken).

Como inicio, es bastante cómodo y común. Gisella es una mujer dedicada a sus pasatiempos nobiliarios, tales como cabalgar y reclinarse ociosamente en una silla poltrona, pero Hohenegg no parece muy interesado o dedicado en ella, y de hecho no parece interesado en absolutamente nada, su vida pasa frente a sus ojos con mayor o menor desidia, sin notar siquiera que su propio doberman se baña en su tina. La primera noche diegética él cancela una cita con Gisella para poder salir con unos amigos y amigas a pasear al Prater, de acuerdo a los intertítulos, ‘El Coney Island de Viena’. ¡Tiene una noria enorme! Pero no vemos que alguien la use a lo largo de las dos horas de argumento.

Creo que ya hemos visto a este personaje en más de una ocasión.

De acuerdo a mis fuentes, es aquí donde acaba lo que filmó von Stroheim y empieza el trabajo de Rupert Julian. Las cosas no cambian mucho a lo largo de ese camino, dicho sea de paso.

Ya en el Prater, Hohenegg ‘prueba suerte’ en la galería de tiro al blanco y, como es de esperarse de alguien con su formación militar, halla una fácil victoria por la que obtiene de regalo dos muñecos, una cortesana y un soldadito. Llegan brevemente a los dominios de Schani Huber (George Siegmann, también conocido como “Sylas Lynch, el malvado político negro de The Birth of a Nation”), un hombre de porte recio que cuenta a su disposición con una joven organillera, Agnes Urban (la bella Mary Philbin), su padre el titiritero Sylvester (Cesare Gravina, parte del dream team de este director) y mantiene una relación altamente conflictiva con su rival Aurora Rossreiter (Lillian Sylvester) y los empleados de esta, el jorobado Bartholomew (George Hackathorne), de quien cabe anotar que se halla enamorado de Agnes. Bartholomew es amigo de un orangután, esto es relevante para el argumento, que hasta ahora parece ser bastante enredado y he querido mitigar esa sensación al máximo; mas, es así como la película los expone a todos… Claro, a través de unos intertítulos delicadamente ornados. Ya en Huber’s, la feliz comitiva de adinerados se monta al carrusel, todos excepto Hohenegg, que queda prendado de Agnes a primera vista.

Con mucho panache y seguridad personal, el Conde se acerca a la pobre organillera y empieza a coquetearle, obteniendo una respuesta más o menos favorable de parte de ella. Temiendo el recelo que los menos favorecidos le puedan tener a la población estúpidamente acaudalada, Hohenegg esconde su identidad imperial (va vestido de civil, por fortuna) y se presenta como Franz Meier, vendedor acorbatado. A manera de despedida le regala el muñeco del soldadito que recién acabó de ganar, y se retira con su cliqué de gente muy bien vestida, sin que Agnes note lo extraño que pueda ser eso. Ella se queda envuelta en suspiros, y Huber no tarda en instarla a trabajar de nuevo, y mientras la observa sonriente agarra el muñeco para arrojarlo súbitamente al suelo, destrozándole la cabeza (2). Nada más salir de la tienda donde está el carrusel, Huber ve a Bartholomew trabajando y lo lanza al suelo, pisoteándolo ante sus clientes (3), ganándose el rencor del jorobado y su orangután. No mucho después Sylvester y Agnes se enteran que la Sra. Urban está gravemente enferma, y le solicitan permiso a Huber para ir a verla; éste le da luz verde al pobre hombre, y a Agnes le hace zancadilla y, antes de caer, la intenta besar (4). Ahh, así es, no se toman muchas escenas para revelarnos que este hombre es un puto bastardo, al que no se le ha dificultado romper numerosas barreras prediseñadas en los melodramas; a su mujer (Dale Fuller, otra pieza básica en el equipo de von Stroheim) la mantiene a punta de mendrugos y diminutas tajadas de salchichón, y eso es suave en comparación con lo demás.

Pies, ¿Será un plano originalmente ideado por Rupert Julian? No lo creo.

En realidad, la película invierte buena parte de su tiempo manifestando lo horrendo que es Huber como ser humano, ya sea pisando a Agnes mientras le pide que sonría (5), evitando que ella y su padre asistan a los últimos momentos de vida de la Sra. Urban (6), o bien empleando un arnés con una cuerda amarrada para latiguear a Agnes dentro del carrusel (7). Sylvester logra salvarla, pero es envíado a prisión, lo cual manda la atención nuevamente a Hohenegg, quien llevaba mucho tiempo sin aparecer en pantalla. A partir de este punto es que el ritmo de la narración acelera, y tras una escena con una orgía (no es la primera película de von Stroheim que tiene una, y es claro que tampoco la última) la fachada de Franz Meier se vuelve cada vez más discutible, involucrando a más personajes y eventualmente llevando a un desenlace que, aunque esperado, se lleva a cabo en circunstancias altamente extravagantes. En cuanto a Huber, no es una sorpresa para nadie que la Parca lo encuentre antes de la resolución del conflicto principal, pero diría que lo interesante acá es cómo se desarrolla su muerte.

En materia técnica, esta película no está menos cargada de proezas que las obras anteriores, y realmente es una lástima el cambio de dirección, porque el equipo en sí está configurado especialmente para von Stroheim. En fotografía están Ben Reynolds y William H. Daniels, de cuyas maravillas ya me he explayado en otros artículos, y el arte es responsabilidad de Richard Day (con quien trabajaría en Greed) y el director en persona, lo que le dejó a Rupert Julian un elenco muy bien vestido y registrado, con el fin de armar el extraño y convulsionado romance que vemos en calidad de producto final. Curiosamente varios de los planos e ideas que vemos en la ejecución ya figuraban en las obras de von Stroheim, o bien, aparecerían después con un mayor refinamiento y estilo, dentro de su ocaso dorado de 1925-28. Atribuirle la autoría del contenido a Julian me resulta oprobioso, tras haber visto el resto de la obra del austríaco, aunque el tono de la película efectivamente difiere de obras como Foolish Wives y The Wedding March, dotadas estas de más cinismo y ambigüedad en los protagonistas.

Debo atribuirle la existencia de Huber a Julian: un psicópata depravado como pocos en el cine mudo.

Louis Germonprez es fiel a sus labores como asistente de dirección, y siendo alguien que ya venía agarrando la vena del maestro austríaco, es posible ver el tono desteatralizado en la mayoría de personajes, a excepción de circunstancias muy puntuales, tales como las escenas más altas de Agnes, un personaje con una emotividad discutible. Por otro lado, debo acotar en que la vinculación entre von Stroheim y Norman Kerry fue tan fuerte que aquel quiso involucrarlo en muchos de sus proyectos futuros, infortunadamente sin éxito alguno. Si ha habido alguien que represente el ideal de elegante bastardo plasmado por el director, aparte de sí mismo, no hay duda de que ha sido Kerry a lo largo de esta hora con 53 minutos.

Pasarían más de dos años hasta retornar a este género particular, ya que la obra que vendría a continuación sería una adaptación memorable, recordada como el “Santo Grial de la Cinematografía”. Así es, me refiero a la imponente y mítica Greed. En cuanto a Merry-Go-Round, el cambio de dirección no sólo la ocultaría más (en retrospectiva) del conocimiento público, sino que, por alguna razón, la convirtió en la película existente de von Stroheim más difícil de conseguir de todas. Una buena copia de VHS ha hecho lo suyo en este caso, pero recomendaría que si la ven por ahí le den una merecida oportunidad.

Errol Morris: The Fog Of War (2003) / Standard Operating Procedure (2008)

Para comenzar, debo decir que no prefiero de ninguna manera el método que voy a usar a continuación para este artículo, creo que es mejor escribir sobre una película en particular y no hacer lecturas reforzadas tratando de hacer que dos o más se “relacionen” cuando posiblemente nada tuvieron que ver la una con la otra; aparte pues, como en este artículo, de haber sido dirigidas por la misma persona (en cuyo caso se debería escribir sobre toda la obra de un director y para que sea soportable la lectura) habría que resumirla como se resume la vida de las personas en sus funerales, sin atención a los detalles y resaltando solamente lo “buena” o (a diferencia de los muertos, que siempre son buenos) lo “mala” que es según quien escriba. Sin embargo, lo voy a hacer por que encuentro varios puntos comunes entre ambas y porque son seguidas cronológicamente, lo cual  se puede ver como un interés particular del director en esta inusual etapa de su carrera, tan enfocada por primera vez en asuntos generales y de interés público.

Tenemos entonces a Robert S. McNamara en The Fog Of War, ex-secretario de Defensa de los Estados Unidos, figura central durante la guerra de Vietnam, la crisis de los misiles en Cuba y quien también participó en la Segunda Guerra Mundial muy de cerca al controvertido general Curtis LeMay; además de esto, trabajó y ayudó a modernizar la compañía Ford, de la cual llegó a ser presidente por un corto tiempo antes de asumir su carrera política.

Vemos aquí a un hombre reflexionando con calma sobre su pasado, con la facilidad de quien está acostumbrado a ser filmado o a dar entrevistas, pasando de un tema a otro con orden y fluidez y con un tono amigable y caluroso que da gusto escuchar. A través de sus ojos vemos momentos críticos en la historia norteamericana y mundial del siglo XX, revisando sus errores y sus éxitos al mando de la guerra en Vietnam, la crisis y el dolor que supuso en él y en la Casa Blanca el asesinato de John F. Kennedy, visto de cerca y sin  el halo de misterio amarillista que siempre ha rodeado ese suceso, por momentos se niega a responder alguna pregunta, porque sabe (y lo dice) que en su posición, aún después de más de veinte años, cualquier cosa que diga puede ser usada en su contra.

Inquieta particularmente su frialdad acompañada de sabiduría, abundan las ideas que de entrada pueden parecer reprobables, pero que en perspectiva son realistas e inclusive optimistas: McNamara sabe que las guerras no se van a acabar en el futuro próximo, pero sabe que se pueden hacer más “vivibles” y más justas. El de esta película es material de incontables fuentes bibliográficas, pero lo que queda en esta obra es algo que a pocas de esas fuentes interesaría, el intento de comprender a este personaje sin justificarlo ni juzgarlo.

Por otro lado, Standard Operating Procedure se siente como la primera parte de The Fog Of War; la película es mucho más cercana cronológicamente al suceso que documenta, en este caso, el escándalo de la cárcel de Abu Grahib provocado por la aparición de una serie de fotografías en que prisioneros iraquíes aparecen con visibles rastros de tortura y en posiciones humillantes junto a militares estadounidenses sonrientes y calmados.

Morris aquí mantiene su actitud usual: no juzgar y escuchar. Los personajes principales son los mismos militares implicados en el escándalo, los que aparecen en las fotos, los que las tomaron, los que estuvieron allí.

La película nos ofrece la oportunidad de estudiar el asunto un poco más profundamente simplemente escuchando a estas personas decir su versión de los hechos, no hay condescendencias de ningún tipo ni intentos de justificación. Lynndie England, quien aparece en varias de las fotos, habla de su tiempo en Abu Ghraib, de su relación con Charles Graner (militar al mando en la cárcel), uno de los principales involucrados en el escándalo y cuya presencia se siente en el documental a través de los distintos testimonios que en general lo presentan como un hombre encantador y dominante que más o menos dispuso el ambiente en la cárcel para  que la toma de las fotos se volviera rutinaria y, por decirlo de algún modo, amena, llegando inclusive a pedirles a los militares a su mando que posaran en las fotos. Escuchar hablar a los entrevistados es, en momentos, conmovedor; de repente comienzan a hablar de las fotos como si fueran de una fiesta (en las que siempre se está sonriendo, cada uno recordando la historia que hay detrás de cada foto y así mismo haciéndonos comprender, que si bien la crueldad y la humillación hacia los prisioneros si existió y los “responsables” recibieron su merecido, estas fotos pueden estar escondiendo mucho más de lo que realmente están mostrando.

Morris realizó una serie para televisión llamada First Person antes de estas dos películas, y llega a este punto de su carrera con una capacidad de síntesis muy desarrollada, aprovechando varios recursos narrativos para dinamizar y hacer más envolvente la experiencia de ver una de sus obras: tenemos animaciones, recreaciones, gráficos, cámaras lentas usadas constantemente, momentos de gran velocidad, una banda sonora cargada, y ante todo, la sensación de estar viendo a los entrevistados a los ojos, hablándonos a nosotros, obligándonos a escucharlos a ellos.

Ambas películas son parecidas en su esencia, en su estilo, y, en su efecto; se podrían intercambiar sus títulos. The Fog Of War es la más elocuente, la más clara, después de todo son más de veinte años los que la separan de los hechos principales, Standard Operating Procedure es más vibrante y menos clara, el tema aun es fresco, difícil de manejar (algunos de los militares tuvieron prohibido participar en el documental por ejemplo) aun está en medio de la niebla.

Es siempre notable en la obra de Errol Morris su capacidad de convertir personajes o temas fácilmente descartables como amarillistas o morbosos en productos reflexivos y profundos; en el caso de estos dos documentales, Morris apropia temas que serían en manos de otro, productos televisivos que más allá del impacto momentáneo no tendrían mayor relevancia y hace de ellos profundas reflexiones sobre el imaginario colectivo, la imagen pública, la imagen en sí misma y nuestra capacidad (o incapacidad) de ver más allá de lo permitido por nuestros ojos.

Erich von Stroheim: Queen Kelly (1932)

Hemos llegado, finalmente, a la triste e inmerecida despedida del legado que hemos estado observando durante casi todo un año, a lo largo del cual hemos presenciado la evolución del estilo de ese falso noble y carismático actor/director que es von Stroheim, inmortalizado y perdido en sus obras fragmentadas.

Su pasión por convertir pequeños romances en obras de arte inició en Blind Husbands (1919) y fue perfeccionad0 a lo largo de la desaparecida The Devil’s Passkey (1920) y Foolish Wives (1922), que podría ser vista como la revancha de Erich von Steuben tras regresar del Infierno al que fue arrojado desde el Monte Cristallo, con el fin de seguir seduciendo mujeres a través de la militaria y los placeres del juego. Este juego del hombre que aún rodeado de riqueza es auténticamente miserable se prolongaría por tres cuatro entregas adicionales, una de ellas perdida para siempre en las llamas implacables del nitrato de celulosa: aquella obra olvidada que se conoce como Merry-Go-Round (1923), la muy bien lograda The Merry Widow (1925), seguida de la espectacular The Wedding March (1928) y su secuela The Honeymoon (1928).

Curiosamente, hay dos películas que no guardan una relación tan estrecha con las anteriores, a pesar de compartir ciertos aspectos en materia de reparto y marco espacial. Me refiero (como nuestros estimados lectores ya habrán adivinado) a aquella obra cumbre, Greed (1924) y a una de las pocas obras de la época que ha permeado con sonoridad (en un arraigo de sentidos) a través de la cultura popular contemporánea, The Great Gabbo (1928). El eje de este binomio es algo que me precio de describir como la evaluación y deconstrucción de los valores humanos al ser puestos bajo situaciones de extrema deprivación emocional, e independientemente del carisma de los ‘protagonistas’ de toda la filmografía ya mencionada, usualmente anti-héroes de carácter byroniano, es en estas dos donde vemos que al final, todo está perdido para ellos.

Especialmente si insisten en utilizar uniformes prusianos.

¿De qué va todo lo anterior? ¿Es acaso una treta mía para cumplir con una cuota de miles de palabras? Queden bien advertidos todos, que tras la revisión de una obra tan extensa y con unos lineamientos morales más o menos definidos, se esperaría que la obra madura fuese un producto consecuente y muy bien desarrollado frente a todo lo anterior; es mi hora de negar con la cabeza, y explicar lo que viene a continuación.

Para von Stroheim, su único trabajo sonoro resultó ser otro motivo de despido e infuria con el puesto de la dirección, gracias a los desacuerdos que nunca faltaron entre él y James Cruze. Tras un prolífico año en el que había estrenado tres películas, los caminos del director y la diva del cine mudo Gloria Swanson se unieron como estrellas en un sistema binario, creando inicialmente un esplendor de proporciones astronómicas gracias a los fondos otorgados por Joseph Kennedy (pater familias de la célebre e infortunada dinastía estadounidense); eventualmente, como cualquier persona que tenga conocimientos en física podría haberlo adivinado, esta unión de fuerzas llevó a una desastroza ruptura y sentó la marca del final de una carrera prometedora.

El argumento es algo simple si se conocen los patrones de las películas analizadas anteriormente, pero antes, tendré que explayarme un poco en ciertos aspectos muy puntuales: nos encontramos en una región ya-no-tan-fantástica de Europa central con semblanzas y matices que se inclinan a lo prusiano, Kronberg, posiblemente basada en Kronberg im Taunus, un pequeño y próspero pueblo ubicado en el estado de Hesse, en el centro de Alemania. A la cabeza de este sitio se encuentra la despótica reina Regina V (Seena Owen, poderosa y con un muy buen papel), nombre que en italiano traduce directamente a “Reina” y nos invita a pensar que alguien no estaba muy concentrado cuando escribió esta historia; la reina Reina es la prometida del príncipe Wolfram (interpretado por Walter Byron, un actor usualmente de reparto) quien resulta ser la mezcolanza de toda la ruindad y vileza hallada tanto en el Príncipe Danilo de Monteblanco como en Sergius Karamzin el ruso, más una pizca de abuso sexual.

Clásico.

La impetuosa Regina desea contraer matrimonio con Wolfram, a pesar de la conducta reprochable de éste y sus arribos al palacio imperial con la desfachatez de un beodo. Durante una procesión militar cuya explicación se me escapa de las manos, Wolfram se topa con otra pasarela, esta vez de novicias de un convento, y posa sus ojos sobre una de ellas, posiblemente la de aspecto menos inocente, Kitty Kelly (¡Gloria Swanson!); aquel emplea un modus operandi similar al de von Wildeliebe-Rauffenburg, y así como ando arrojando referencias por doquier en espera de que ya hayan leído los artículos anteriores (que para eso son), Wolfram se empecina en coquetear con la notable novicia. Los caminos de ambos se separan, pero el príncipe no queda satisfecho con tan nimio encuentro y, displicente a las atenciones de la reina, prefiere emprender una gesta de atronador subtexto con el fin de secuestrar a Kelly y llevarla a sus dominios.

Kelly no tarda mucho en desarrollar un síndrome de Estocolmo por su captor, aproximadamente media hora de metraje y tiempo diegético por igual, y cuando los dos finalmente pueden entregarse a las delicias de la carne, son sorprendidos por una Regina que arde en la furia de un balrog de J. R. R. Tolkien, látigo en mano incluido, dispuesta a exiliar a la invasora. Kelly, sintiéndose despojada de toda virtud o entrega a una causa reconocible, decide suicidarse tras ver una imagen de la Virgen María, en un posible guiño a la “Vendedora de Cerillas” de Hans Christian Andersen; para su infortunio, es rescatada de las aguas a las que se había arrojado y emprende la huída al África germana, donde contraerá nupcias con el enfermizo dueño de una plantación (Tully Marshall, reiterando el papel de sádico acaudalado) y será posteriormente conocida como La Reina Kelly, preparando su regreso a Kronberg.

“No he olvidado nada de lo sucedido, un reflejo espectral de sus fechorías me ha estado acompañando.”

De vuelta a las desgracias de la realidad, es menester hacer notar que ese último trozo que narré es lo que se esperaría ver en una película cuya duración estimada sería de 5 horas, pero el producto final es una mofa a la paciencia del espectador. Habiendo rodado de manera más o menos cronológica, von Stroheim fue despedido un tiempo después de haber iniciado las secuencias del África, dados los roces con la productora y actriz protagónica que ya se mencionaron. Arreglándoselas como pudo, Swanson intentó amarrar con un cordel el trozo de argumento que había hasta ese momento y lo consideró una jornada completa, logrando exponer el producto finalizado en Europa tras 3 años de litigios (la película originalmente sería distribuida en el 2009); von Stroheim, por otro lado, conservaba parte de los derechos de la obra, por lo que impidió a toda costa que esta fuese expuesta al público americano mientras estuvo con vida.

La película ganó notoriedad por todos los inconvenientes que rodearon su producción, pero esta serie de accidentes no implicaron el éxito del producto cinematográfico en sí que, al ser enteramente silente en una época con sonido estandarizado, no recibió el aprecio de la crítica ni el público en general. Como los más ávidos lo habrán notado, esto genera sus ecos en una de las magníficas obras maestras del versátil Billy Wilder, Sunset Boulevard (1950), cuando el personaje de Norma Desmond (interpretado por la mismísima Swanson) comenta que el cine sonoro reduce la potencialidad del actor para poner de manifiesto su rostro, la tarjeta de reconocimiento en la era muda. En sus propias palabras, “We didn’t need dialogue. We had faces!“.

And faces they had!

Escarbando el fondo del barril de la ironía, notamos que es en esa misma película que nos muestran extractos de la vida de Desmond como actriz, y en la infame escena de la proyección es posible distinguir escenas de Queen Kelly, aún con el veto impuesto por el hombre detrás del papel de Max von Mayerling -mayordomo extraordinarie-, nadie más que Erich von Stroheim.

Queda pues, de nuevo velado en el misterio lo que habría podido ser esta obra, contando el director con un equipo de lujo en cada departamento: en asistencia no podía estar nadie más que el confiable Louis Germonprez; la fotografía se halla acreditada a Paul Ivano, pero los verdaderos Hefestos de la luz fueron los clásicos William Daniels y Ben Reynolds, apoyados por un ya curtido Gregg Toland (nominado a 5 premios Oscar® y ganador de 1); en materia de arte, von Stroheim y Richard Day trabajaron incansablemente para crear los sets exquisitos que pueden verse en pantalla, pero sus nombres (como de costumbre) no reciben reconocimiento en el área.

Existen actualmente dos versiones de la película, una de las cuales se halla restaurada y contiene algunas secuencias del segmento africano, y la autorizada por Gloria Swanson que dura apenas unos 74 minutos, en estado reprochable y disponible para descarga en libre dominio (con intertítulos en italiano), cómo no podía ser de otra manera. En cualquiera de los dos casos, tenemos en nuestras manos lo que parece ser el análogo a una hermosa rueda de carro, que a pesar de nuestros esfuerzos no podremos discernir si pertenecía a una vulgar caravana comercial o bien, si en su tiempo fue diseñada para hacer rodar un brillante carruaje, digno de reyes y conquistadores. Posiblemente el tiempo nunca nos lo dirá.

Erich von Stroheim: The Great Gabbo (1928)

Me encuentro con una serie de inconvenientes a la hora de escribir sobre una de las últimas películas conocidas de Erich von Stroheim, coincidiendo esta con el principio de toda una era en la cinematografía: el Advenimiento del Sonido. Las talkies, o (pobremente traducido como) películas parlantes supusieron un enorme avance técnico y una barrera franqueada en el acercamiento del séptimo arte hacia la realidad, suceso que cobró una alta cuota de deserciones, despidos e inconvenientes en la industria. El público, ya ‘entecado’ por el habla y sonido sincronizados, estaría difícilmente dispuesto a colaborar con el visionado del cine silente, una oferta que seguían otorgando los realizadores independientes del momento y las pequeñas productoras. Del mismo modo, los grandes magnates del plató se enfocaron en producciones que pudiesen sacar lo mejor de las nuevas propiedades sonoras de las películas, creando así un género exitoso en su momento (el musical) y dándole nuevas dimensiones a otros vehículos previos (thriller y horror, por citar un par).

Entonces, ¿Cuáles son los inconvenientes de los que hablaba hace unas líneas? El estilo de trabajo cambió radicalmente con los aparatosos equipos de grabación, retrasando años de avance en cinematografía y narración visual; del mismo modo, el número de producciones que recibirían luz verde se tornó mucho menor, y a pesar de ser una de las industrias más prolíficas durante la Gran Depresión estadounidense, no hubo cabida para todos los talentos, y aquellos que no pudieron adaptarse a la nueva tecnología tomaron bártulos y se retiraron.

Los encargados de un encuadre decente brillan por su ausencia.

The Great Gabbo, al igual que las otras dos obras que siguen en la lánguida carrera del genio, tiene un agudo problema de incompletitud, producto del desacuerdo del fuerte brazo de los productores frente al contenido que von Stroheim acostumbraba a manejar. Es tan fuerte la restricción que opera frente al director que ni siquiera se le atribuye relación alguna con el guión de la película, espacio al que había tenido acceso en todas sus empresas previas.

Lo inquietante de esta película es ver cómo funciona, de cierta manera, como una metáfora de una desafortunada carrera, símil a la del desgraciado director. Que él mismo interprete al protagonista, el ventrílocuo Gabbo, puede no indicar mucho (partiendo de alguien ya habituado a la auto-deprecación); pero al detallar el vestuario del mismo, una cierta mofa de la galantería militarística que lo había venido caracterizando, cruzada con un aire circense, pues ya viene siendo el ingreso a un territorio algo más velado. No hay ningún nombre asociado a las prolongadas colaboraciones que he querido hacer notar en entregas previas, ni siquiera Louis Germonprez se halla involucrado en esta producción (al menos frente a lo que ha sobrevivido de los créditos), por lo que el actor/director se encuentra tan sólo como su alter-ego en pantalla, apenas acompañado por un muñeco de madera que es su único talento y esperanza de sublimación, Otto (cuya voz es otorgada por un actor poco notorio, George Grandee).

“They can’t get Gabbos everyday!”

El argumento, tan bien montado y editado como los recortes de revista que se pueden hallar en cuadernos de Kindergarten [nota del editor: “posiblemente la peor metáfora que ha sido publicada en Filmigrana”], se puede sintetizar en que Gabbo, talentoso y consumado en su trabajo, enseña marcadamente su egoísmo y soberbia a la hora de compartir con sus compañeros de escena, un troupé de artistas de variedades que buscan ascender a la fama. La única persona que lo comprende y apoya es Mary (interpretada con sinceridad por Betty Compson), que halla alivio en la existencia del único vehículo que tiene Gabbo para desahogar su lado más humano y comprensivo, la marioneta Otto; mas ella no puede seguir resistiendo la opresiva presencia de su compañero de escena y decide abandonarlo, con el reto personal de buscar el éxito por su propia cuenta. Gabbo sigue trabajando en su acto en “compañía” de su singular confidente de madera y labra su camino hacia Brodway, donde le esperan el glamour y la sofisticación que groseramente ostenta; Mary, sin lugar para menos, también demuestra ser una joya esperando a ser pulida y es elevada a la fama por sus dotes de baile y canto, permitiéndose conocer a Frank (Donald Douglas), hombre que desarrollará sentimientosde amor y aversión hacia ella y su ex-novio ventrílocuo, respectivamente.

Gabbo, con ayuda de nadie más que Otto, cae en cuenta de lo importante que es Mary para su vida, pero resuena en sí misma lo tardía que resulta esta realización, pues ella ha decidido entablar una relación sana y libre de esquizofrenia con Frank. El desastre, contrastado con un elaboradísimo número de baile, apunta el toque especial que llegaremos a extrañar de von Stroheim, en una carrera próxima a su inevitable fin.

Espectáculos sucios y descuidados, esto no parece ser de todos los días.

¿Dónde comienzan las analogías? Como anillo que cae al dedo, la historia de un ventrílocuo que seduce a las masas a costa de su propia cordura es un ejemplo perfecto del funcionamiento del medio fílmico para esa época, y no me iría tan lejos para decir que es una fábula apropiada para la contemporaneidad. La industria, con los milagros del doblaje, puede darle verosimilitud al habla del títere, incluso cuando el artista a cargo se halla en actividades tan inapropiadas como beber o fumar. Nosotros, como espectadores, vemos consistente ese elemento sonoro en semejante universo, uno que intenta acercarse al nuestro; pero el genio detrás de la magia debe ahora responsabilizarse de su nuevo truco, impidiéndole cubrir otras áreas que eran de nuestro previo interés. Poco a poco van quedando rezagadas las sutilezas visuales, los detalles substanciales que había hallado el cine silente para capturar nuestra atención, y el artista ahora debe ser esclavo de su propio invento, perdiendo para siempre el amor de antaño, la simpleza del silencio.

A pesar de los valores de producción regulares y los muy magros 68 minutos que dura la versión restaurada, la actuación y dirección de von Stroheim son emergentes y cautivadoras: la poderosa presencia escénica de sí mismo es atenuada y complementada con la equilibrada sumisión interpretada por Compton (eso antes de que el mismísimo Gabbo sea el centro de su dicha y dolor) y siempre que se puede, hay lugar para los primeros planos y la caracterización, siendo ésta una fortaleza de obras pasadas. Hay motivos que se reiteran y cierran casi-que-satisfactoriamente la narración y los tratos de los personajes, aunque el corte final no nos permita ver mucho de todo eso, algo de cuya existencia es difícil dudar si somos atentos a lo poco que hay de material. El sonido monoaural es digno vástago del año 1928, previo a la estandarización técnica, pero esto deteriora muy pocos diálogos, y los segmentos más cruciales para entender la colcha de retazos se hallan intactos.

“*Aplaude* ¡La acústica es perfecta, es el mejor set en el que he estado en toda mi vida!”

Las apariencias engañan, y The Great Gabbo no es un musical, aunque se le pueda juzgar como tal por la preeminencia de los números de baile y canto: “Caught in the Web of Love”, apenas crucial para el argumento, dura alrededor de 15 ó 20 minutos, y tanto éste como los pocos restantes destilan una crudeza y sobriedad que acompañan el sombrío tono de la película ideada por von Stroheim, lo más parecido a un payaso que llora mientras saca pañuelos y alimañas de sus bolsillos. ¿Y acerca del final? Posiblemente no exista relación entre un material u otro, pero viene a la cabeza Der letzte Mann o “El último Hombre” (1924) de Friedrich Wilhelm Murnau, con todo el patetismo que denota ver a un hombre derrotado mientras porta aún su uniforme de trabajo.

Tras el descubrimiento del sonido, el público olvidó como reír con el silencio, y ahora sólo nos queda escuchar al muñeco, habiendo ya abandonado al hombre detrás de él. Lo que sigue es aún más desolado e inconsolable, sin desfiles militares, matrimonios opulentos o duelos entre caballeros.

Keep being fresh, Erich.

¡Ah! Por cierto hay un par de notas adicionales. La primera es que es posible descargar la película, en dominio público, haciendo click en este enlace. Suena bastante bien, ¿No?

Y la segunda es que el título en español de esta película es “Mi Otro Yo”, exactamente el mismo de otra película algo más reciente, una que involucra a un hombre destrozado y polémico tanto dentro como fuera del argumento, cuyo único medio de enmienda y redención es una marioneta. Hasta el sol de hoy no la he visto, pero así como la aparición en un episodio de The Simpsons (#83, final de la cuarta temporada) y otras menciones obscuras en la cultura popular, es posible que haya trazas de maní y galletas de un producto que pudo haber sido mejor. Eso sería honroso, cuando menos.

Erich von Stroheim: The Merry Widow (1925)

Tras haber visto, con sus propios ojos, la reducción de su obra maestra a niveles de comprensión magros, von Stroheim se armó de una indecible fuerza de voluntad para seguir trabajando en condiciones limitadas, aún con un ojo en la industria y otro en la exquisitez artística de sus largometrajes silentes. Gracias al contrato que lo ataba a la Metro Goldwyn Mayer y a la explotación de algún bug de la realidad, nuestro austríaco fue capaz de ensamblar, con toda la energía que eso hubiese requerido, una nueva pieza épica de elevado presupuesto y grandes ambiciones, con todo el toque que caracteriza al falso noble que hemos aprendido a querer a lo largo de estas Clases Magistrales.

Todavía trabajando con material de adaptación, von Stroheim fijó su mirada esta vez en la obra de uno de sus paisanos, Franz Lehár, compositor astro-húngaro y responsable de la opereta que nos concierne, Die lustige Witwe (La Viuda Alegre), de 1905. Es necesario recalcar que en esta ocasión particular la adaptación no se realizó al pie de la letra, como había sucedido un año atrás, y que la trama de La Viuda es apenas un lienzo para plasmar con energía todos los tópicos que habían venido siendo del interés del director. ¿Nobles y aristócratas? Hecho. ¿Confusiones amorosas? Hecho. ¿Personajes recalcitrantes con fetiches y manías obscuras? Hecho y hecho. ¿Que todas las locaciones conserven la sofisticación y elegancia que sólo von Stroheim puede dotar en sus romances? Denlo por sentado.

¿Ya mencioné los soberbios decorados?

En lo que a ficha técnica se refiere, ni siquiera Irving Thalberg recibió crédito por su producción, posiblemente como un gesto de cordialidad tras haber ordenado el recorte de Greed. La solidez del trabajo se presenta en muchos de los colaboradores estrechos de von Stroheim trabajando en departamentos clave, como William Daniels y Ben Reynolds en la cinematografía, Richard Day (director de arte en Greed y Merry-Go-Round) Cedric Gibbons (de fama “Ben-Hur”-esca) y el mismísimo director a cargo del arte, Louis Germonprez como el fiel asistente de dirección y, entre algunos otros, Ernest Belcher a cargo de la coreografía. Un momento, ¿Quién es este último individuo, hasta ahora no mencionado? Se amilanan las explicaciones si menciono que se trata del padre de Marge Champion, famosa bailarina y coreógrafa por su propia cuenta.

En cuanto al reparto, es apenas evidente que a von Stroheim se le restringió trabajar con sus actores de cabecera, viéndose obligado a congeniar con estrellas de la MGM de la talla de silentes como Mae Murray,  John Gilbert y George Fawcett, así como otros actores no menos respetados como Tully Marshall y el bombástico Roy D’Arcy, éste último en un papel muy apropiado para él: de antagonista. Las relaciones personales entre estos actores y el director no llegó a ser muy sana, dadas las excentricidades que hemos venido a apreciar; Norman Kerry, con estrechos lazos desde Merry-Go-Round, no obtuvo el papel protagónico que terminó en manos de Gilbert, pero la decisión de MGM da resultados agradables, y al final éste y von Stroheim ofrecen una obra que es producto de una agradable colaboración.

Nombres grandes, resultados grandes; así deberían funcionar las cosas.

Ya entrados en materia, me siento lo suficientemente cómodo como para dar un pequeño atisbo de la trama. Estamos en Monteblanco, que se nos antoja más similar a los suntuosos locales centroeuropeos de Foolish Wives (1922) y The Wedding March (1928) que a la nación balcánica en la que estaba basada la opereta original, Montenegro. Sin que lo anterior nos importe tanto, a través de una procesión militar (un momento sumamente stroheimiano) nos presentan inicialmente al príncipe heredero Mirko (D’Arcy) y a su primo, el aparentemente bienintencionado príncipe Danilo Petrovich (Gilbert). No pasan muchos minutos hasta que nos enteramos de que Mirko es un completo y miserable bastardo lleno de inquietantes tics, así como de un porte jorobado y notablemente ofensivo que no encuentra mucha resistencia a la hora de antipatizar con el espectador, aunque porte ciertos recordatorios de von Stroheim como actor, sin limitarse al monóculo y a la sonrisa amplia y socarrona; Danilo, por otro lado, es un hombre correcto en la piel de un príncipe taimado, por lo que tampoco deja de tener una cierta ambigüedad en su comportamiento, especialmente su habilidad para conquistar mujeres. Menudos protagonistas.

Como parte de un espectáculo itinerante de vaudeville, “The Manhattan Follies”, llega Sally O’Hara (Murray) acompañada de una comitiva de bailarinas poco agraciadas y un cameo (parecido al de The Wedding March) de Alec C. Snowdenn, esta vez como el músico negro de la banda. El hotel en el que deberían hospedarse se encuentra ya ocupado por la guarnición militar en la que se hallan los príncipes, pero Danilo, impulsado por la recursividad y el exotismo, se las arregla para dotar de habitaciones al grupo de foráneos. Sally, aunque es estadounidense, posee ascendencia irlandesa (¿McTeague, alguién?) dándole un ineludible aire de mujer poderosa y capaz de arreglárselas por sí sola. Rechaza, de esta manera, los avances iniciales de Danilo, pero la situación se complica a medida que el galante príncipe se torna más insistente, lo que coincide con la aparición del barón Sadoja (Marshall), un temible cruce entre el Nosferatu de Friedrich Murnau y un banquero acaudalado, adicional a un fetiche de pies. Sobra decir que este sombrío personaje cae rendido a los pies de Sally a primera vista.

¡Ah! Fetiches de pies, ya hacían falta.

Mirko, viajando a la altura de merecer numerosos epítetos derisivos, trabaja sin descanso para frustrar los esfuerzos de su primo e impedirle que conquiste a una simple bailarina de variedades. La interacción entre los dos se presenta inicialmente con sazonados elementos de comedia física y gags visuales, pero estos incuban paulatinamente el ascenso al odio visceral y sus macabras consecuencias, otra reluciente estampilla del trabajo de dirección. Danilo empieza a decantar sentimientos sinceros por Sally pero ella permanece incrédula e inflexible durante mucho tiempo, hasta que accede a las intenciones del príncipe en un cuarto contiguo a una clásica y desenfrenada orgía de opulencia.

A continuación, haciéndole un guiño a la opereta original (porque nada de lo anterior tiene mayor relación con ella) Danilo planea casarse con Sally, pero su tío, el rey Nikita I de Monteblanco se lo impide, recordándole que se trata de una cualquiera sin apellido, algo que va completamente en contra del protocolo de los matrimonios de la realeza: “Well – what’s marriage got to do with love?“.

Danilo se halla impotente y no puede discutir nada de esto con Sally, pero el barón Sadoja no descansa en sus esfuerzos, y le propone matrimonio a la bailarina, dejando de lado su aspecto físico y sus riquezas, y ofreciéndole como mejor dote la posibilidad de vengarse a su antojo de la familia real. A estas alturas ya se evidencia que al menos Danilo y Sally son personalmente realmente complejos, cuyos arcos de transformación son bastante sinuosos y, sin que sobre decirlo, extraños para la época. El matrimonio entre Sixtus Sadoja y Sally O’Hara, aunque es todo un acontecimiento nacional, no parece evocar ninguna reacción en la familia real, y todo parece irse al Tártaro cuando, en la noche de bodas, Sadoja muere de repente y nace La Viuda Alegre, adinerada pero con una enorme fuga emocional.

Licor: un paso obligatorio en el descenso a la miseria.

Desde este punto del argumento empieza más o menos la opereta, y figuran todos esos elementos que son tan familiares en esta, como la banda sonora (un arreglo de la original escrita por Lehár) y Maxim’s, el club parisino donde los antiguos amantes se reencuentran, aunque en esta ocasión Sally no tiene nada que ver con el establecimiento, ¡Ella ahora es millonaria! Y podría seguir contando la película, pero sinceramente es digna de verse completa, y la cantidad de sorpresas que se desenvuelven a partir de ahí es todo un frenesí, tanto narrativa como rítmicamente.

El producto final es de una alta calidad muy difícil de encasillar, demostrando que ha habido una notoria madurez en el trabajo del director desde su última ventura en el género con Foolish Wives. El apartado visual se halla en la cumbre, una vez más, empleando el mismo presupuesto de Greed para traer a la vida un costoso universo de militares pesadamente condecorados y bailarinas de cabaret, dos contextos en los que un vestuario convincente mantiene la carpa arriba; los riesgos tomados en la cinematografía no son para tomarse a la ligera, y von Stroheim se reserva la segunda mitad de la película para sacar los cañones y hacer alarde de complicadas maniobras de grúa y travellings ecuestres, al final todos muy bien recibidos.

Lamentablemente, esta sería la última película de von Stroheim con la MGM, y pasarían 3 años hasta que volviese al plató, esta vez de la mano de la Paramount. Resulta también triste el final, no por como cierra el argumento, sino por su realización tan pobre y apurada, algo que genera extrañeza en una historia tan limpia y tan dedicada a los detalles como lo es esta. Como cereza de la desgracia, me permito anotar que de todas las películas de este autor, The Merry Widow es una de las que más vale la pena ver y una de las más difíciles de conseguir, al menos en una copia medianamente decente. Quien quiera que tenga un ejemplar en VHS o tenga la oportunidad de verla digitalmente, puede considerarse muy afortunado. Esas dos horas le serán gratamente retribuidas.

NOTA ED.: La tecnología y la piratería han hecho posible encontrar esta subvalorada joya en YouTube. Saludos!

Errol Morris: Mr. Death: The Rise and Fall of Fred A. Leuchter, Jr. (1999)

En las artes, es la mirada particular de un artista la que diferencia una obra de la otra, para bien o para mal. Lo mismo aplica con las películas, y aunque la frase puede parecer obvia no por eso debe ser pasada por alto.

Francis Ford Coppola, por ejemplo, decidió que su película “The Godfather” (1972) no sería sobre mafiosos, sino sobre una familia, y fue así, con ese enfoque particular, que nació uno de los clásicos del cine mundial. En el documental la situación es relativamente distinta, la asunción general tiende a afirmar que el género es no ficcional; y como tal, lo que vemos es verdadero. Pero no hay que adentrarse mucho en la historia del cine para descubrir que en efecto, el documental es una poderosa mentira disfrazada de verdad a través de datos exactos y entrevistas en vez de actuación, usado para llamar la atención sobre problemas sociales o para promover gobiernos totalitarios por igual, siendo catalogado a veces como cierto y revelador o como mentiroso y exagerado. El documental es injusto por naturaleza.

Y aquí llego al asunto que me concierne: The Rise and Fall of Fred a. Leuchter, Jr. la séptima película de Errol Morris, que aborda el holocausto nazi y la pena capital (dos de los temas más usados para hacer películas, para bien o para mal) de una forma extrañamente particular, en especial para un documental, de una forma extrañamente justa.

Esta es la película de Fred A. Leuchter, Jr, un experto que es contactado por cárceles de diversos estados para hacer mantenimiento o rediseñar los sistemas de ejecución de las mismas. A pesar de no ser un ingeniero certificado, tiene la experiencia, el conocimiento, y sobre todo, la disposición para trabajar en este terreno. Otros ingenieros con más estudios y certificados se niegan a desempeñarse en ese campo por miedo o por simple incomodidad, lidiar con la muerte de esta manera no es para todo mundo.

Pero Leuchter puede y lo hace con bastante tranquilidad, convencido de llevar a cabo una causa noble y humanitaria. Su fijación con el tema viene desde la infancia; su padre, guardia en una prisión, lo llevaba constantemente al trabajo, donde descubrió las fallas que presentaban los sistemas de las sillas eléctricas, que a veces dejaban tostado pero vivo al interno en medio de un charco de orina y excremento (producto de su total  pérdida de control corporales en los últimos momentos), siendo entonces necesario  efectuar de nuevo el procedimiento, con el riesgo que esto implica para los guardias (la orina es un gran conductor de electricidad) y con una crueldad innecesaria hacia el condenado. Morris revela la historia del científico espontáneamente, aprovechando distintos formatos y material de archivo para reconstruir de forma coherente el pasado de Leuchter mientras reconstruye también parte de la historia de las cárceles y deja ver su importancia en la vida estadounidense del siglo XX.

¿Qué clase de vida lleva alguien que es buscado solamente por las cárceles? Pocos pueden responder con certeza, y en momentos la película establece dramáticos paralelos entre el experto y los criminales que habitan las prisiones, ambos son rechazados por la mayoría de la gente, que no puede aceptar a alguien que quebrante la ley, o a alguien que quiere que se efectue de la mejor manera posible.

Leuchter es solitario, toma incontables tazas de café y es así que conoce a su futura esposa, una camarera que relata con prudencia y distancia su relación con el científico. Nunca le podemos ver el rostro completamente, solamente se ven sus labios en algunos momentos y cabe dudar si de hecho los labios que vemos son de ella o son simplemente de otra mujer que la está representando. Su forma de hablar es tan escueta que pareciera que simplemente conoce a Leuchter superficialmente.

De repente, aparece Ernst Zündel, un alemán que asegura que el Holocausto nunca ocurrió, crea polémica entre la gente, forma una base de seguidores, y resuelve contratar a Leuchter para envíarlo a un famoso campo de concentración y comprobar sus afirmaciones científicamente, tomando pruebas de lo que sería la cámara de gas donde han debido morir miles de judíos hace algunos años. Aparte de estar de acuerdo con la pena capital, Leuchter habla poco de sus posiciones políticas y nunca da opiniones relacionadas con el tema del holocausto nazi, ¿Por qué elegirlo a él para semejante tarea entonces? ¿Por qué no a alguien más cercano ideológicamente…? Tal vez porque, como en su profesión, no hay muchas personas dispuestas a hacerlo.

Leuchter va a Polonia con su esposa en lo que él considera como el viaje de luna de miel y ella recuerda como un aburrido viaje a Europa. El científico toma muestras y hace mediciones en el lugar acompañado de un camarógrafo y un traductor, su esposa está esperando siempre en el carro. De vuelta en casa, resultados de laboratorio muestran que en efecto las paredes del lugar no tienen restos de químicos venenosos, el científico lo escribe, y así se constituye el “Informe Leuchter”, uno de los documentos más usados por los negacionistas en el mundo.

Leuchter es bienvenido por la comunidad revisionista, que lo apoya en medio de la polémica que desatan estos resultados y que básicamente acaba con su carrera en las cárceles, su esposa lo deja (por los motivos que hayan sido) y de repente es procesado por ejercer ingeniería sin licencia (algo que al parecer la mayoría de ingenieros hacían en ese momento). Su vida cambió subitamente por una causa que siempre le fue ajena.

Es casi cómico ver su defensa de los hallazgos, histórica y científicamente incorrecta; las muestras fueron erróneamente tomadas y analizadas, y por lo tanto los resultados también son falsos, explica luego el encargado del laboratorio, que según cuenta nunca supo de qué eran esas muestras hasta que lo contactaron para testificar en el caso contra Zündel y Leuchter. Los documentos internos de los nazis afirman la existencia de las cámaras de gases y las fotos y los sobrevivientes de la tragedia no lo niegan tampoco, las pruebas abundan; y sin emabrgo Leuchter continua convencido de lo que cree es ahora su único objetivo en la vida: desmentir el holocausto nazi.

Desde el inicio la película es extraña en su posición frente al científico, básicamente escuchándolo a él solamente, dejando que se cree una especie de empatía con el personaje (algo que no es difícil dadas las características tragicómicas que Leuchter encierra: su forma de hablar, su forma de ganarse la vida o su situación sentimental), y luego la perspectiva cambia y permite que otras personas hablen de Leuchter, de su estupidez, de sus defectos. Morris estructura el contenido inteligentemente, y en ningún momento es esta película partidaria de alguno de los personajes, no condena, pero tampoco asiente. El director toma el riesgo de no ser obvio. Sin embargo, es lo suficientemente razonable como para mostrar que, en efecto, millones de judíos murieron en la segunda guerra mundial, y que las pruebas existen; dejando de lado cualquier ambigüedad histórica que pueda desviar la atención del público, y quedando entonces por contemplar a Leuchter, simplemente Leuchter, para bien o para mal. Morris nos obliga a reflexionar sobre nosotros mismos como espectadores, resuelve no categorizar a sus personajes como buenos o como malos, recordándonos de paso que los humanos somos complejos, algo tan obvio que sin embargo parece ser olvidado con mucha frecuencia por un sinfín de cineastas.

En materia técnica, el documental continua con la tendecia estilística de Morris: la fotografía y el sonido se mezclan para conseguir un efecto casi onírico mientras la exploración temática es compleja. Pero el centro aquí es Leuchter, es su historia vista como Morris la presenta lo queengrandece el resultado.