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Mike Nichols: The Graduate (1967)

En el que observamos cómo se re-asientan las bases de generaciones venideras trilcemente.

Mi alacena es una porcina alcancía. Para abrirla, se debe martillar con la ingenua ilusión de una futura recomposición.

Hace siglo y medio la melancolía y el spleen eran la respuesta inmediata al por qué de la condición humana, la cual, asqueada por la superposición de sus creaciones sobre sí mismas y el fracaso de cualquiera de sus ideales de liberación, manifiesta sarcásticamente su decadencia mediante novedosas expresiones políticas, filosóficas y artísticas. Sin embargo, aún perseveraba discretamente la creencia de que era un mal de época pronto a agotar. Desafortunadamente, nuestros tiempos –tiempos de los que me abstengo de datar su surgimiento- detuvieron aquella desabrida gestación para practicarle cesárea, revelando así al abominable engendro que se alimenta de la fragilidad de la razón: la incertidumbre. Los famélicos sistemas de valores, las batallas que carecen de resoluciones y, sobre todo, la inexistencia de una luz guiadora son sus presas aledañas. La inminencia del estancamiento existencial desiste de considerar juicios cualitativos; el reconocimiento de nuestro sofocamiento castiga con severidad, y la perpetuación del qué-puedo-hacer es la sonrisa amarga con la que nuestros pensamientos reflejan sus condolencias. A veces quisiera creer que la incertidumbre no es el síntoma emblemático de esta era, pero la crisis de convenciones en la que estamos inmersos es tan profunda que nadie pretende ocultarla para evitar un innecesario acto de hipocresía extra.

Este y otros desvaríos pseudointelectuales me arrastran constantemente hacia “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres” (“Über Sprache überhaupt und über die Sprache des Menschen”) de Walter Benjamin, aquel benditamente endemoniado ensayo por su corporeidad hídrica. Una de sus aristas encuentra en las creencias judeocristianas la justificación de la importancia de primer orden del lenguaje. Una de las dos versiones bíblicas de la Creación (Génesis 2:7) es interpretada de la siguiente manera: el hálito de Dios concede a una masa de barro la facultad del lenguaje, haciendo que ésta se eleve sobre todas las otras creaciones de la Naturaleza; sin embargo, el hombre se aleja del Paraíso y de su Árbol del Conocimiento cuando se apropia de esta cualidad para hacerla signo de juicio de valores externos a su amplitud. En términos menos confusos, se revela que la palabra es el don divino que se deterioró cuando el hombre se apropió de él sin ser consciente de su espíritu y lo rebajó a la abstracción, a que cada persona se sirviera del mismo indiscriminadamente para acomodarlo a su favor. A este egoísmo se le suma otro onírico pasaje: la caída de la Torre de Babel, la sepultura de cualquier futura pretensión por establecer una acertada comunicación entre los hombres. Desde allí el espíritu del lenguaje, aunque debilitado, lucha por el entendimiento, tanto de los hombres con la Naturaleza como entre sí.

Este agrietamiento, bello por su estilo, cruel por su ambigüedad, es una excelsa explicación a la opacidad de toda relación humana. Es más poético, más aliviante culpar de nuestros desencuentros a una ancestral maldición. Sin embargo, a falta de dichos paralelismos comunicativos, debemos conformarnos con sus remanentes. Todos los hombres se hermanan en la confusión que eufémicamente tildamos de pasión. ¿No es, acaso, el apasionamiento un espejismo de eternidad? ¿No es la pasión más que impulsos, un ejemplo más de fear in a handful of dust[1]? Esta fuerza vital diluye momentáneamente a la duda ya que, independientemente de que se accione o no, se valida una preferencia al reconocer un deseo latente. Las inquietudes se desprenden de lo ajeno al pequeño universo que se conforma en la pasión, de miríadas de puntos de vista (inestables, egocéntricos por definición) que se tornan críticos, incluyendo al del implicado. Éste funciona como fuerza centrífuga, donde el centro (el objeto de deseo) y su extremo (el sujeto que desea) penden de una delgada línea (el deseo en sí) que recubre ilusoriamente un abominable vacío con aquel enérgico movimiento giratorio; a su vez, repele hacia afuera todo aquello que se niega a convivir bajo la máquina, toda viruta de la insatisfacción. Si centro y extremo entran en contacto, la máquina eventualmente colapsará; si el extremo no despercude lo suficiente, no hay razón para que siga operando[2].

The Graduate es una de estas máquinas, tal vez la más perfecta jamás creada al servicio del arte.

Todo inicia con Buck Henry, Calder Willingham, (guionista de “Paths of Glory”) y Mike Nichols (cierto novato cineasta, acreedor de cierto reconocimiento por cierta ópera prima titulada “Who’s Afraid of Virginia Woolf?”) y su curiosidad por una deplorable novela de 1963. Su autor, Charles Webb, exorcizó en doscientas sesenta páginas del más ínfimo estilo el más retorcido de sus fetiches (recuerden, es Estados Unidos en 1963, no Francia a finales del siglo XIX): un inverosímil triángulo amoroso entre vecino, vecina y primogénita de vecina. Dustin Hoffmann, Anne Bancroft y Katharine Ross fueron elegidos para encarnar semejante insensatez. Aquel ávido equipo de trabajo iniciaría la laboriosa proeza de exteriorizar qué fue aquello tan revelador que percibieron en tan lamentable novela. A partir de ese instante, todo fue magia.

Breve reminiscencia: mi madre y yo solíamos visitar al extinto Betatonio de la Séptima con 60 para rentar VHS; cuando me encontré por primera vez con la borrosa copia de “El graduado” y leí su reseña, reí con la capacidad de exageración que sólo poseen los preadolescentes. Mi madre me dijo que me calmara, que en verdad era una buena película. Un año más tarde, creo, esas carcajadas se traducirían en lamentos y angustias. Cuán equivocado estaba.

Los dieciséis pasos del cortejo sexual – Paso # 1.

El filme abre con la llegada de Benjamin Braddock al aeropuerto y su inmediata participación en una celebración a su nombre y a sus logros. Su fatiga y reciente liberación de la opresión académica muta en lujuria ante los explícitos guiños de Mrs. Robinson; candoroso, acude intuitivamente hacia ella, confiado de que inaugurarse sexualmente con su vecina y esposa del socio jurídico de su padre y someterse a sus servicios sin cruzar palabra alguna no causará daño alguno. ¿No es esta la paz interior que todo fatalista graduado añora? Sin embargo, una minúscula querencia social se interpone entre en la cándida relación (m)hotelera: los Braddock y Mr. Robinson planean aparear a como dé lugar a Ben con Elaine Robinson para estrechar los únicos lazos sueltos. El próximo advenimiento de la delfina Robinson acciona a Ben hacia lo impensable, quebrando a su paso la rutina masoquista[3]: pronunciar palabras. El giro de deseo se detiene abruptamente cuando hay un primer intento fallido por entablar un diálogo y son concientes de que son niño y madre, que deben perpetuar la copulación y el silencio para que su unión perdure a costa de fragmentarse en más pedazos entre más tautológica se reconoce a sí misma la relación. Lamentablemente, este juego de espejos rotos es tan inestable como inasible. Y Elaine llega.

El espectador, por desprevenido que sea, jamás encontrará acá triángulo amoroso. Nichols es ese escaso genio que conoce a cabalidad el gran misterio de la psique de nuestros tiempos, que a su vez fue mayor descubrimiento de la década de los 60: uno ama en la otra persona, no a. Marcel Proust ya lo había anunciado en En busca del tiempo perdido con mayor ambigüedad[4]; The Graduate astutamente dilata a la incomunicación bajo la máscara de la ingenuidad. La película transcurre como una cita de juegos entre niños caprichosos, donde todos creen que someten a los otros. Benjamin, que está un-poco-preocupado-acerca-de-su-futuro, toma las riendas de su vida a través de pataletas cada vez más audibles. Ese lamento existencial es la imposibilidad de amarse a sí mismo en Mrs. Robinson y en Elaine. Lo mismo ocurre con las Robinson, quienes exponen arquetípicamente las inconsistencias de dos generaciones opuestas: una ilusoria y otra ilusoria sobre la desilusión.

Ahora, ¿se puede seguir creyendo inocentemente que es sólo una película que emblemáticamente clausura la turbulenta década de los 60?

April Come She Will”, mi composición favorita del aclamado dúo Simon & Garfunkel, termina con los versos “September, I’ll remember/a love once new has grown old”. Aceptar que el deseo se despliega, que muere, vive y nace de nuevo sin control alguno es doloroso, pero lo es aún más no aceptarlo. No quiero saber cómo termina la historia, no me interesa saber qué ocurre una vez el bus municipal se detiene en su última parada, aunque a otras personas sí[5]. Prefiero conservar esa última instantánea de una pareja recién desenmascarada. El golpe –y qué golpe- trasciende lo simbólico porque es un terror real; Ben y Elaine deben revolucionar ese vacío antes de que los devore la estropeada máquina. Con toda seguridad los devorará; sin embargo su reconocimiento les brindará mayor tranquilidad y tal vez más tiempo. Esta epifanía final es el llamado final al espectador. Todos deben admitir la querella contemporánea y aprender a aceptar que ese residuo de entendimiento sigue siendo entendimiento, por inferior que sea.

¿No es la pasión la única comunicación tangible? Si se reconoce sólo como medio y no como red, sí. Además, no sólo hay pasión sexual. El mal necesario de los románticos tardíos, por ejemplo, es acudir al Absoluto así sepan de entrada que no existe; su placer consiste en esa falsa búsqueda[6]. Nichols puede dormir tranquilo porque sabe que entre tantas trampas falsas nos ofreció una luz guiadora para enfrentar a esta catástrofe, a esta certeza de la incertidumbre.

Nos corresponde a nosotros actuar como Tiresias: ser profetas de lo que ya pasó, porque seguirá pasando.


[1] T.S. Eliot, “The Waste Land”. El célebre poeta reconoce la dificultad de superar nuestras crisis como humanidad puesto que todo es un conjunto de imágenes rotas.

[2] Espero que Jacques Lacan me apoye desde el Estigio por mi osado símil (¿no es éste acaso el frágil paso en el que todo lo Real recae en lo Imaginario?).

[3] Es reveladora la diferencia que señala Lacan: “El sadismo es para el padre, el masoquismo es para el hijo” (Seminario 23: el sympthome).

[4] Con la cabeza agachada confieso que sólo he leído “Por el camino de Swann” y “Tiempo recobrado”. Aun así, encuentro suficientes elementos en este último volumen para justificar que Marcel llega a la madurez comprendiendo que debe ser a pesar de Albertine y de Gilberta.

[5] El despiadado Webb se atrevió a escribir Home School. No me cargaré con la úlcera que implica su explicación.

[6] San Martín Bueno, mártir de Miguel de Unamuno es un excelente ejemplo de esta causa perdida.

Steve McQueen: Hunger (2008)

En el que se habla de todo menos de cine.

Le temo a la llegada del día en el que nada me importará. Hay mañanas y noches en las que este Día se disuelve en un hecho, en recuerdos, y manifiesta con violencia su inminente advenimiento. Angustiado, me pregunto por mis convicciones y aspiraciones; el resultado es el reconocimiento de que no se sofocan gracias a forzados agitamientos. Sin embargo, el miedo radica en la disminución de los mismos, asfixiados en mi famélica moral. El sueño y las distracciones experienciales se sobreponen inevitablemente, ofuscan la baraja de resoluciones y perpetúan a mis motivaciones a desplazarse en descendientes vértices hasta perderse. Son tiempos desesperados que carecen de medidas desesperadas correspondientes.

Probablemente, y después de tantos años, lo anterior sea lo más cercano que llegaré a definir la palabra “depresión”.

Y, a pesar de todo, hay chispas y fugas. Héroes como Bobby Sands lo toman a uno por sorpresa, obligando a radicalizar posturas de vida.

***

En agosto de 1969, bajo la batuta del primer ministro Harold Wilson, la armada británica militariza a sus condados próximos, incluyendo a la frontera Irlanda del Norte. Esta reprochable táctica, la desesperada estrategia para distraer por medio de la recolonización a una sociedad en crisis y sin espíritu, provoca la organización paramilitar de la PIRA (Provisional Irish Republican Army) y el fortalecimiento del Sinn Féin (partido político republicano irlandés).

Este período documenta hasta dónde llegan las guerras semiológicas. Wilson -durante sus dos períodos- y sus sucesores Edward Heath y James Callaghan rinden alentadores discursos a sus compatriotas, en los que aseguran una recuperación económica y seguridad nacional. La PIRA, aunque limitada por la presencia invasora, mantiene su defensa y su comprometida congruencia. Los años siguientes a los primeros ataques en Belfast transcurren dentro de los parámetros reconocibles: ataques, contraataques, capturas y exceso de terquedad. Sin embargo, esta “normalidad” se interrumpe a finales de 1975 con la entrada en vigor del programa tripartita “The Way Ahead”. El gobierno británico estipula que aplicando la ulsterización (remplazo de militares británicos por soldados aliados provenientes de la provincia irlandesa de Ulster), normalización (la entrega de la seguridad civil a la policía extraordinaria RUC, “Royal Ulster Constabulary”) y criminalización (la eliminación del estatus político especial concedido a los republicanos) se garantizará la victoria. Es el comienzo de la lucha a muerte por una palabra: política.

El crítico francés Roland Barthes, fuente de consulta obligatoria durante la segunda mitad del siglo XX, considera que no se puede olvidar el sentido tan simple y a la vez tan complejo de la política, “como conjunto de relaciones humanas en su poder de construcción de mundo”. Esta reconsideración se evidencia en la mentalidad británica a través de la más simbólica y detonante de sus ofensivas. Margaret Thatcher, sucesora de Callaghan, declama en un famoso discurso que “there is no such thing as political murder, political bombing or political violence; there is only criminal murder, criminal bombing and criminal violence”, negando oficialmente la condición política de los paramilitares. Los presos republicanos, anclados a una pacífica protesta, exigen en vano que su condición sea restablecida. Sin embargo, necesitaban de una revolución más efectiva.

Ésta es la tragedia a la que se enfrentan los prisioneros de Long Kesh, la misma que el director Steve McQueen quiere representar en la escasez atmosférica de su ópera prima. Hunger recrea un capítulo épico[1] de este tenso enfrentamiento: la entrega a la muerte del simpatizante Bobby Sands, interpretado majestuosamente por Michael Fassbender. El joven líder de veintisiete años de edad, condenado a catorce años de cárcel por posesión de un arma de fuego, retoma la huelga de hambre que en 1975 había iniciado otro líder republicano, Billy McKee, y que concluyó rápidamente ante la inmediatez de sus efectos. Sands, conciente de la dureza de Thatcher y del breve plazo durante el que aplicaron las demandas de los prisioneros anteriores (entre McKee y “The Way Ahead” apenas hay unos cuantos meses de diferencia), reconoce que ni él ni sus oponentes darán la mano a torcer. Thatcher le respondería a manera de burla que esta decisión es la última posibilidad a la que un ser humano puede acudir: a la lástima. Su historia demostraría lo contrario.

Celdas-H y su moderno sistema de drenaje

Frecuentemente segmentada por la crítica en tres ejes, la película se posiciona sobre las reservadas perspectivas del guardia Raymond Lohan, del prisionero Davey Gillen y, por último, de Sands. Los primeros minutos contrastan la cómoda, incluso agraciada, vida que comparte Lohan con su esposa y el brusco trato hacia los prisioneros. Gillen es víctima y testigo de las despiadadas humillaciones a las que son sometidos. La protesta pacífica en la que los gaélicos usan ruanas, rehúsan asearse y cubren sus celdas de sus propias heces, irrita a los guardias, quienes responden con tijeras, jabón, vestimentas y exceso de golpizas. Las protestas no se hacen esperar, y Gillen se adscribe rápidamente con las reglas sus compatriotas. Unas imágenes desprendidas de la cárcel muestran el irónico final que le esperaría a un oficial que descuida su guardia. Despejadas las dos corazas con la mayor brevedad, se puede proceder al corazón.

La película tiene una experimental estructura a la que le ubico sólo un equivalente dentro de mis referencias culturales: la vanguardista 2001: A Space Odyssey de Stanley Kubrick. La complejidad y, a la vez, el talón de Aquiles de McQueen reside en su paso de los happenings al mundo cinematográfico. Con una sorprendente economía de lenguaje durante el primer tercio del filme (la opacidad de la cárcel contiene su mudez, sin permitir reproches), el espectador es sacudido repentinamente por un diálogo de diecisiete minutos de una sola toma -y unos minutos más, aunque editados- en el que Sands, hasta entonces un prisionero más, manifiesta y justifica sus intenciones a un párroco que, impotente, intenta persuadirlo para que desista. Sands sabe que morirá, no porque desee que le recuerden como un mártir sino por su compromiso de no defraudarse a sí mismo. Su contexto político necesariamente lo harían un símbolo pagano de las revoluciones irlandesas, como le reprocha el párroco, pero el contraste entre su futura significación histórica y las palabras que enuncia chocan dramáticamente. Sands quiere que le dejen morir en paz, que le permitan reencontrarse consigo mismo y, por último, que su espíritu nunca se corrompa, ni siquiera en las consecuencias más críticas.

El último tercio del filme es un carrusel de imágenes en el que espectador se enfrenta al más abominable de los vacíos. En 2001, Browman vence a su nave espacial HAL 9000 para después descubrir que el espacio mismo es una fuerza aún más alarmante por ser ajena al hombre, dando lugar a una de las epifanías más emblemáticas del cine. En Hunger ocurre lo mismo, conservando, por supuesto, las distancias. Sands rebosa todo código de comportamiento, sobrepasando a sus opresores, incluso a su propio partido. En vida comprendió a la perfección qué significa hacer mundo, entregando su libertad para coger las riendas del espíritu de su pueblo y después pasarlas a otras manos. Su condición de preso político está fuera de discusión, pero restaba todavía la prueba máxima: demostrárselo a sí mismo. Su descomunal descomposición corporal de Sands duele, más por el insoportable silencio tácito que la rodea que por la dureza de las imágenes. Imposible no conmoverse ante su acto de fe; sin embargo, se sigue omitiendo una pieza fundamental durante este recorrido.

En 1983 se publicó One Day in My Life, un manuscrito recuperado de 1979 escrito en papel higiénico por Sands, quien lo escondió dentro de su propio cuerpo. Al menos eso aseguran sus propagandísticos editores, de los que no dudo la responsabilidad de una vulgar manipulación, así carezca (lamentablemente) de las pruebas empíricas de mis sospechas. Queja aparte, el diario ilumina lo que al filme se le prohíbe: acordarnos de que Sands fue un hombre común y corriente, que padece hambre y frío y que interactúa con su entorno. Lo que lo diferencia son sus ideales, reconocidos por él mismo como “the spirit of one single Republican Political Prisoner-of-War who refuses to be broken”.

Con lo anterior no desmerito a Hunger, mucho menos hago uso peyorativo de la palabra “hombre”. Lo que sí quisiera detallar es que McQueen hace trampa a la mentalidad de Sands. Hunger embellece cruelmente el carácter doloso de un compromiso: bien sea por empatía, asco o morbo, el director no escatima recursos estéticos para exaltar una heroicidad. Fassbender es perfecto en su interpretación, tanto que le recuerda a sus espectadores que ellos no lo son. El distanciamiento es un logro admirable, pero no considero que sea la más excelsa de las impresiones.

***

No recuerdo haberme sensibilizado con tanta fuerza por una película. Más de un mes después sigo impactado, con uno que otro efecto colateral. Me obligo a comentar el más ridículo de ellos: atónito, pretendí ponerme a prueba y dejar de comer por cuatro días, sin ninguna razón en particular. Durante tres días divagué, deliré, ingerí medio pan y bebí tres vasos de agua, hasta que rompí mi pacto por inercia, por el simple acto de llevar comida a la boca cuando se siente que el cuerpo se está drenando. Días después, avergonzado, entendí lo absurdo de mi práctica. Sin embargo, en los ingenuos tropiezos se delatan maravillas por oposición.

Alexis de Tocqueville escribió que a medida que el hombre se aleja de la juventud, éste tiene mayor consideración y respeto por las pasiones. Mi impresión inmediata fue un atropello y un insulto a cualquier consideración que le podría guardar a la memoria de Sands y de los huelguistas. Sin embargo, este acto hizo que recordara un simple principio: el arte es la única de las mentiras que conduce a una razón de ser; dentro de la paradoja de su justificación, ninguna otra irrealidad desprende tanta realidad. Debería castigarse a McQueen por extrapolar a un idealista, pero su error fortuito permite desprender una infinidad de esperanzas.

No interesa qué afinidad propagandística tenga cada espectador o lector, sea por esta película o por cualquier otra obra artística. Tampoco importa su impresión sobre lo que es un héroe. Lo importante es que haya impulsos y que se renueven a sí mismos. Hunger es una de esas escasas obras que desencadenan miríadas de posibilidades, aun en condiciones arbitrarias. Afortunadamente existen.

Sigo temiendo por ese día. Pero ahí vamos. Todos tonteamos, pero tonteamos bien.

Bobby Sands murió el 5 de mayo de 1981, tras sesenta y seis días sin comer.

[1] Pequeñísima acotación: esta categoría, desbordada hacia lo absurdo en nuestra decadente conciencia colectiva, rara vez vislumbra lo que originariamente implica –la única forma en la que una tribu puede declamar su grandeza y expresar su identidad nacionalista. Hugo y Flaubert tienen bastante que decir al respecto.

Nicolas Roeg: The Man Who Fell to Earth (1976)

En el que se homenajea a David Bowie y no a Elvis Presley en un fractal ejercicio

“I’d been offered a couple of scripts but I chose this one because it was the only one where I didn’t have to sing or look like David Bowie. Now I think that David Bowie looks like Newton”.

                                                                                                                David Bowie

Conmemorando el sexagésimo quinto aniversario del inagotable David Bowie, Filmigrana expresa su encantado apasionamiento por la obra de este Übermensch a través de una que otra curiosidad en once breves piezas que giran en torno a The Man Who Fell to Earth, su debut actoral cinematográfico. Para esta descendiente labor les sugerimos (explícitamente) que no desamparen a este modesto pero sentimental tributo acompañándolo de Low, el impecable álbum que publicaría durante este ápex artístico y que en unos días cumplirá treinta y cinco años de su lanzamiento.

1) Speed of Life: Mayo de 1975. Una impecable carrera consolidada por el éxito intercontinental del soul plástico de Young Americans. Un asilo temporal en una mansión hollywoodense regido por una estricta dieta de cocaína, leche y cigarrillos Gitanes. Múltiples ataques de paranoia y de psicosis, sumados a la dudosa existencia de una colección de orina y semen en su nevera, acobijados por las enseñanzas del místico Aleister Crowley[1] y a los consejos de un hechicero y dos brujas que aparecían esporádicamente en su habitación.  Un matrimonio desecho no por libertinaje o distancia, sino por negligencia. Unas caóticas sesiones de grabación junto a Iggy Pop en las que surgirían los primeros esbozos de su enfermizo Station to Station. En otras palabras, todos los privilegios con los que puede contar una estrella de rock que no ha sucumbido a seis años de las mieles del éxito.

2) Breaking Glass: Mayo de 1975. El emergente director británico Nicolas Roeg, quien había cosechado cierta reputación tanto por su innovador thriller “Don’t Look Now” como por introducir a Mick Jagger en la actuación (en el doble-debut “Performance”), cordinaba junto a Paul Mayersberg una adaptación de la novela homónima de 1963 escrita por Walter Tevis. Su fantástica historia, en la que el extraterrestre Thomas Jerome Newton se aventura a la autodestructiva misión de buscar recursos en nuestra saludable Tierra, necesitaba de un recipiente lo suficientemente desubicado para emprender esta degenerativa humanización. Bowie, quien acaparó la atención de Roeg en el documental Cracked Actor, accedió encarnar a ese alienígena, probablemente en un deplorable estado sicoactivo. Sería el inicio de una ardua catarsis en la que debería salir de su refugio, específicamente rumbo a Nuevo México, y excavar en la profundidad de sus vicios para encontrarse consigo mismo.

“There’s a starman waiting in the sky/He’d like to come and meet us/But he thinks he’d blow our minds”

3) What in the World: Bowie jamás se acercaría al guión, y no es claro si para entonces había hojeado la novela, a pesar de todas las coincidencias que puedan arrojar un contraste biográfico. Bowie seguía ciegamente las recomendaciones de Roeg, quien insistía en que debía tomar a Newton como una metáfora de sí mismo. Bowie experimentó durante toda la filmación la sensación de estar trabajando exclusivamente en una historia de amor. Bowie superó todas las expectativas; Bowie, sin ser plenamente consciente de ello, estaba reconociendo a su doppelgänger. El rodaje solamente tomaría seis semanas entre julio y agosto de 1975.

4) Sound and Vision: A cuatro meses del lanzamiento programado del filme, Bowie no tenía certeza sobre qué decisión se había tomado con respecto a su banda sonora. Ese diciembre inició la grabación de algunos demos de “Subterraneans” y “A New Career in a New Town”, estrellándose con las dificultades de componer por primera vez piezas instrumentales. Algunas semanas más tarde Bowie sería relegado de dicha tarea y, a pesar de todos los mitos que abundan, hay un hecho factual: el prodigio musical de los setenta y su primer esquema de Low fueron remplazados por la orquestación de John Phillips y Stomu Yamashta y por algunos refritos de Fats Domino y canciones populares austriacas.

“I’m just a little bit afraid of you/’cause love won’t make you cry”.

5) Always Crashing in the Same Car: Bowie correría el riesgo de consumirse en el desarraigo para 1) hacerse inasible (por más tautológico que suene), 2) extasiarse en las sobredosis y así completar su ciclo de drogadicción, y 3) perderse en fugas que alimenten sus intereses artísticos. Mientras continuaba el proceso de posproducción del filme, retomaría esos retazos de principios de año y grabaría Station to Station entre octubre y noviembre de ese año, uno de sus trabajos más aclamados y abstractos y del cual no conserva ningún recuerdo. El efecto de la filmación en el álbum fueron más que evidentes: su portada, sus problemas identitarios abrazados en su heterónimo The Thin White Duke, sus muros sonoros (ej: la extensa introducción a “Station to Station”), por mencionar algunos. Los siguientes versos, los mejores de este trabajo, sintetizan excepcionalmente su esencia: “Well, it’s not the side effects of the cocaine/I’m thinking that it must be love”.

6) Be My Wife: The Man Who Fell to Earth es, en efecto, una sencilla historia de amor recubierta de la tecnofobia y desprecio hacia las maquinarias republicanas que abundaban en los sesentas y setentas. Newton se dirige a nuestra Tierra por devoción a su esposa e hijos, buscando el soporte que los auxilie antes de su inminente aniquilación. Su distracción pasional durante esta residencia terrenal sería su repulsivo affaire con la ninfómana ascensorista de hotel Mary-Lou (o Betty Jo, en el caso de la novela), sin olvidar que alguien guarda mesura por su ausencia. Mientras se desvanecen sus posibilidades de retornar a casa, canalizaría su frustración y culpa en el ficticio álbum The Visitor, con la esperanza de que paradójicamente su esposa esté aun con vida para escuchar su obituario. Newton le propondría matrimonio a Mary-Lou con la misma argolla que traería de su planeta, reconociendo que no siente nada hacia ella fuera de los juegos sexuales que practican; es la manera menos moralizante y más humana de encubrir cualquier sentimiento de nostalgia y desolación. Juegos miméticos, a fin de cuentas.

Lamento la opacidad de esta captura, pero es probable que WordPress prohíba la alienofilia en sus cláusulas de divulgación de contenido. (Nota Ed: No sé si esto sea cierto, pero debería serlo)

7) A New Career in a New Town: Una vez Bowie regresa a Europa en abril de 1976, sus excesos se apaciguarían. El exitoso estreno de su película (el dieciocho de marzo) le haría recuperar su entusiasmo por aquella rechazada banda sonora y, después de reunir a un excelente equipo de trabajo que incluiría a los experimentados productores Brian Eno y Tony Visconti, retorna al estudio de grabación con las palabras “New Music: Night and Day” en su cabeza. Los ensayos de esta obra maestra arrancarían el primero de septiembre en el exclusivo Château d’Hérouville francés y finalizarían en el Hansabrücke berlinés el dieciséis de noviembre. En esta ciudad hallaría el ambiente ideal para dar el siguiente paso hacia su desontixación, El álbum cambiaría de nombre, se llamaría Low (“the sound of depression”) y se lanzaría en enero de 1977.

8) Warzsawa: El propósito primordial de la odisea de Newton es amasar una fortuna que le permita generar un dispositivo lo suficientemente hábil para trasladar agua y energía hacia Anthea, su planeta natal, y así contrarrestar su aridez. Pocos días después de desembarcar, colecta el capital necesario para armarse, junto a sus patentes fuera de este mundo[2], con los únicos profesionales que le asegurarían la progresiva consolidación del emporio de las telecomunicaciones que lo enriquecería: un abogado (Farnsworth) y un incomprendido profesor de física con preferencias peligrosamente cercanas a la pedofilia (Bryce). Su invisible mano sería la responsable de la veloz prosperidad de World Enterprises, compañía que acapararía la atención de todo tipo de suplemento gubernamental y que adjudicaría todo tipo de recelo. El mejor truco para desprenderlo de sus ideales consistiría en aislarlo en un gigante penthouse donde la ilusión de la extensión debilitaría su voluntad de poder. Esta impotencia se escudaría en alcohol y sedantes. Para este momento Newton ya es humano, mirándose al espejo entre delirios y exámenes médicos.

Cita de la novela: “1990: Icarus Drowning”

9) Art Decade: Reconstrucción de la genealogía del Thomas Jerome Newton representado

A – Hunky Dory: Un nihilista transexual que elogia a Nietzsche, se burla de Churchill y se contagia de la esquizofrenia de su hermano (Hunky Dory – 1971)

B – Ziggy Stardust: El mesías que en un plazo de cinco años desciende a la tierra, alivia a sus seguidores con las promesas del porvenir, es absorbido por su propia creación y debe suicidarse para dar comienzo a una nueva era (The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars – 1972).

C – Aladdin Sane: El heredero directo de Ziggy, visitaría Norteamérica, se obsesionaría por el solipsismo, Broadway, sus actores y el cabaret. Moriría durante los setenta en el anonimato. (Aladdin Sane – 1973)

D – Halloween Jack: Un Winston Smith anacrónico que, intimidado por Big Brother, se echa a la perdición. Un justo funeral al glam antes de volverlo, desafortunadamente, obsoleto (Diamond Dogs – 1974).

E – (Espacio en blanco): Un amigo de Sly Stone que se engolosinaría con el american dream. No demoraría mucho en hallarse con su fatídica falsedad (Young Americans – 1975).

F – The Thin White Duke: Thomas Jerome Newton en cocaína (Station to Station – 1976).

10) Weeping Wall: ¿Es una película surreal? Falso: es la categoría más vulgarizada para generalizar cualquier objeto que presente una imagen inesperada. ¿Es una película para ver en familia? No a menos de que estén de acuerdo en respetar la ausencia intencional de conectores lógicos. ¿Se desalentará por la baja estima en la que tiene el género de ciencia ficción? Tal vez, pero sería una excelente oportunidad para reivindicar a este alegórico género. ¿Cuál será probablemente su reacción inmediata después de verla? “¡Mierda, con que había calentamiento global en los setenta!”. ¿Y después? “Es una obra maestra” o “Pff, Star Wars salió dos años después y mire…”; no hay puntos medios. ¿Lloraré al verla? Definitivamente no, pero con toda seguridad le producirá un malestar llamado existencialismo, si no se duerme en el intento.

Horror vacui.

11) Subterraneans: El inminente revuelto tanto de la película como del disco harían de Bowie un mito viviente. Entre las reseñas otorgadas a ambas piezas se señalaría que “su paralizadora belleza se apreciará si no se toma como un insulto personal”. El Orfeo en forma de musa descendió por los nueve círculos del Infierno hasta rescatar el hálito de David Bowie: su vida misma. Hoy en día ambos son los registros más angustiantes de esta expulsión ritual y piezas cumbres del arte. Su siguiente agnagnórisis se diluiría hasta el beso que se darían Visconti y la cantante auxiliar Antonia Maaß frente al muro de Berlín: “I walk through a desert song/when the heroin(e) dies”. Para 1978 estaría totalmente limpio de sus alienantes adicciones y a la espera de componer otras cinco obras maestras.


[1] Este hereje no sólo influenció la obra de escritores tan diversos como William Butler Yeats, William Somerset Maughan y L. Ron Hubbard y músicos como George Harrison, Jimmy Page y Ozzy Osbourne, sino que fue reconocido con el codiciado galardón al septuagésimo tercer británico más popular de todos los tiempos.

[2] El autor de este artículo presenta disculpas por dicha expresión pero asegura que es el único contexto en el que se pueda utilizar.

Fritz Lang: M (1931)

A propósito del vanagloriado poemario de Bertolt Brecht Hauspostille (conocido como “Breviario doméstico” a pesar de que signifique literalmente Homilías) publicado por primera vez en 1927, la muy autorizada Cambridge History of German Literature anotaría que “celebra feroces energías en un violento cosmos sensual de interminable crecimiento y decadencia”. El entonces joven dramaturgo escribía desgarradores poemas expresionistas equiparables a los retratos de Egon Schiele: crudos, violentos y, ante todo, perturbadores. En “La infanticida Marie Farrar”, tal vez el más polémico de la antología, una mujer confiesa sin “guardarse una palabra” cómo asesina brutalmente a su primogénito recién nacido después de varios intentos de aborto fallidos. Su estribillo cantaría lo siguiente: “En cuanto a ustedes, les ruego, se abstengan de juzgar/pues toda criatura necesita ayuda de todas las demás”. Ese mismo año el cineasta austriaco Fritz Lang estrenaría su reconocido y malentendido filme Metropolis (si no me creen, pregúntenle a Queen), ofreciendo una sarcástica respuesta romantizada a la decadencia de nuestros tiempos.

Desconozco si para entonces cada artista reconocía la existencia del otro. Sin embargo puedo asegurar que cuatro años más tarde Lang exploraría en una de las obras más significativas del siglo XX las verdades psicológicas y los sentimientos depurados de moral a los que aspiraban no sólo Brecht sino toda la legión expresionista. Descuartizando su narrativa, el filme nos cuenta lo siguiente: un psicópata secuestra y asesina a varios niños, aterrorizando a un Pueblo sin nombre. Antagonistas cinematográficos más recordados como Norman Bates, Charles Bruno y el reverendo Harry Powell le deben todo al psicótico infanticida Hans Beckert (quien no debe confundirse con El Vampiro de Düsseldorf a pesar de la traducción en español). La desazón producida cada vez que escuchamos que Beckert engancha a una niña para luego asesinarla despiadadamente se canaliza en las magistrales actuaciones de los ciudadanos, epítomes del cine expresionista. Los reclamos no se hacen esperar y abalanzan a un desesperado departamento de policía a una inútil cacería de brujas, desatando la ira del crimen organizado al cual se le imposibilita ejercer sus actividades matutinas (y nocturnas). Ambos bandos deciden hacer justicia cada uno a su manera con tal de re-establecer el orden… ¿pero cuál orden?

El silbido de “In the Hall of the Mountain King” no podría ser más aterrador

M no es el arquetipo policíaco que cuenta con un héroe que devela y captura a un pillo, al mejor estilo de Sherlock Holmes o Hercule Poirot. De hecho, sugerir la existencia de los mismos es traicionar la denuncia de Lang. En mi modesta opinión, lo que relata este filme es la historia de una comunidad que encomienda a la captura de un infanticida la redención de la miseria en la que se hunde. La desolación se hace presente en cada una de las tomas: desolación económica, desolación de la seguridad, desolación de la moral. Todas las locaciones son espacios suburbanos frecuentados por trabajadores proletarios, amas de casa con un puñado de hijos de los que no se pueden responsabilizar, rateros y alcohólicos. La aparición de Beckert es la excusa perfecta para aleccionarlos y a la vez alejarlos (de la manera más atroz) de su cruda realidad. Es la toma de conciencia de una sociedad en crisis, sociedad despojada del halo de la normalidad. Por escasos momentos todos los puntos convergen para cuestionarse por lo que sucede, por lo que está mal y por lo que debería ser.

El caso del infanticida es escalofriante. Su confesión recuerda a Marie Farrar, develando el síntoma patológico de un individuo víctima del sistema en el que se desarrolló. El juicio, momento cumbre del filme, tensiona la ley de la ciudad y de la calle, la credibilidad del sistema penitenciario y, sobre todo, la sanidad de la comunidad. El alegato de la defensa es tan crudo como válido, incluso convenciendo por momentos al espectador de que Beckert es un mártir. ¿Acaso tenía derecho a asesinar? ¿Quién debería tener la última palabra? Éstos son algunas de las múltiples sensaciones con los que juega macabramente Lang.

Der Prozeß, al mejor estilo kafkiano.

No en vano Lang consideró a M su obra maestra (dato de Wikipedia de fácil intuición). Es menester cuestionarse por la clase de ayuda que necesita tanto Beckert, víctima de sus pasiones, como su enfermiza sociedad. Hoy, ochenta años después de su lanzamiento, sus denuncias y aforismos siguen vigentes y su calidad sigue intacta, absorbiendo por completo la atención del público. El filme es una vorágine de moral que no debe pasar desapercibida.

Por cierto, si todavía se lo preguntan, la M quiere decir Mörder.

“Qué bonita pelota tienes.”