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D.A. Pennebaker: Dont Look Back (1967)

En el que tus hijos están más allá de tu mandato

La década de los sesenta se destaca por sembrar la semilla de la discordia social a una escala global. Tal como lo retrata el impecable drama Mad Men, durante esos años los ideales liberales estallaron en manifestaciones sociales de todo tipo: el movimiento de derechos civiles de los afroamericanos, el surgimiento de posturas feministas, la liberación sexual, las protestas en contra de la Guerra de Vietnam, entre muchas otras. Las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, las crisis económicas y el asesinato de Kennedy fueron tan solo algunos de los factores que desencadenaron el sinsabor en multitudes que no hallaban justicia en las convenciones políticas de Occidente. La proliferación del arte fue fundamental para darle una voz de aliento estético a todos estos reclamos, y la música fue su medio más efectivo para conquistar a aquellas juventudes revoltosas que buscaban reconstruir su crisis de identidad.

A finales de 1964 Bob Dylan ya era un icono de la música protesta. Aunque no era una categoría de su agrado, sus composiciones inevitablemente marcaron un hito en varios de los movimientos sociales señalados anteriormente. Sus letras, cargadas de añoranzas y de personajes que se enfrentaban en la lucha de clases, conmovieron a aquellos oyentes que buscaban en la música más que un escandaloso movimiento de caderas. En un lapso de quince meses publicó The Freewheelin’ Bob Dylan, The Times They Are a-Changin’ y Another Side of Bob Dylan, tres álbumes fundamentales para la renovación lírica de la música popular. La monumentalidad de canciones como “Blowin’ in the Wind” y de “The Times They Are a-Changin’” y la crudeza de “Masters of War”, “The Lonesome Death of Hattie Carroll” y “Chimes of Freedom” cautivaron a los oyentes que buscaban alternativas al ingenuo populismo de las primeras composiciones de The Beach Boys y de The Beatles[1]. Varios líderes sociales –Martin Luther King, Jr., Joan Baez, Joyce Carol Oates- exaltaron los versos de Dylan, los cuales acompañaron varias protestas pacíficas, particularmente la multitudinaria Marcha de Washington de 1963. Sumado a eso, varios artistas de élite cosecharon éxito (y dinero) al versionar varios de estos temas. En cierta medida el joven Dylan había logrado su cometido: hacer eco con sus denuncias sociales en pro de un futuro esperanzador.

Sin embargo, el entusiasmo propio de cualquier joven adulto contagió de experimentación a Dylan y en marzo 8 de 1965 dio a conocer su composición más radical: “Subterranean Homesick Blues”. Este tema, interpretado con una guitarra eléctrica y plagado de versos libres declamados con la velocidad de una borrasca, fue una aberración para aquellos puristas que se rehusaban a perder la imagen de aquel bardo que era admirado por su guitarra acústica y su armónica. Con “Subterranean…” Dylan le escupió a la tradición que él mismo había instalado y, para no dejar su cambio al azar, publicó dos semanas después Bringing It All Back Home, su obra más polémica a la fecha. Cargada de bromas, sonidos distorsionados y rudeza, el cantautor mostró una faceta influenciada fuertemente por la literatura beat (en especial por su gran amigo Allen Ginsberg) y por el fluir de conciencia vanguardista. El ejemplo más evidente es el contraste entre la apaciguante “Bob Dylan’s Dream” del lado B de The Freewheelin’ Bob Dylan y “Bob Dylan’s 115th Dream”, su escandalosa y electrizante contraparte. Los cambiantes tiempos de los cuales Dylan pregonaba hace algunos meses por fin lo habían alcanzado.

Dont Look Back documenta las secuelas inmediatas de esta radical propuesta. Dirigido por el virtuoso D.A. Pennebaker (más conocido por su trabajo en el Monterrey Pop Festival), este filme retrata la gira de verano de 1965 en Inglaterra, justo después de haber publicado Bringing It All Back Home y antes de su emblemática aparición en el Newport Folk Festival, aquel repertorio en el que apareció por primera vez en público junto a su guitarra eléctrica. La rústica técnica de Pennebaker acompaña adecuadamente la transformación de Dylan al retratar a un artista en un estado de plenitud creativa y de mudas dubitaciones. El compositor defiende su nueva postura y la ruptura de las expectativas de su público mientras halla la vitalidad que lo acompañará el resto de su vida artística. Aunque sea acompañada de un estado de intranquilidad y del excesivo consumo de cigarrillo que degradará su voz en la siguiente década, es justamente esta renovación la que cementará la leyenda de Dylan tal como la conocemos.

La primera escena del documental es un tropo cinematográfico como ningún otro: el minimalista pero emancipador video de “Subterranean Homesick Blues”. Para quienes no lo conocen, es considerado como el primer video musical en stricto sensu: en éste Dylan despliega varios atractivos carteles cuyos mensajes se sincronizan con las imágenes dadá de la canción mientras un histriónico Allen Ginsberg charla con Bob Neuwirth, su tour manager. A pesar de su sencillez, este experimental corto no sólo abre el documental sino una infinitud de posibilidades para cualquier futuro videoclip: éstos no sólo debían limitarse a grabaciones de presentaciones en vivo o de falsos sets televisivos, también podían proponer una mirada suplementaria a la música que retratan.

El espíritu de dichos minutos merodeará el resto del documental: ¿acaso los oyentes de Dylan están preparados para el cambio o es necesario darles un tiempo prudente de amnistía? ¿Es el nuevo Dylan una parodia que desfigura los mensajes de esperanza compuestos anteriormente? La respuesta que ofrece Pennebaker es contundente: ningún cambio radical está libre de polémica, sobre todo si es una deconstrucción iconoclasta. Cabe mencionar que este filme fue lanzado en 1967, es decir, dos años después de la tormenta mediática que ocasionó la adopción de una inofensiva guitarra eléctrica. Todos aquellos espectadores que reciben el documental deben extrañarse al ver los pasos en falso con los que Dylan recibió a su público meses antes de desatar la inundación.

La gira retratada por el documentalista captura esos momentos de incertidumbre, esos puntos de fuga en los que Dylan lidia con su nuevo arte. Aunque su público todavía se complace de escuchar sus clásicos en formato acústico (todas las canciones de dicha gira lo son), Bringing It All Back Home ya hacía estragos entre sus fanáticos más acérrimos. Los periodistas lo invaden de preguntas relacionadas con su identidad, con la autenticidad de su mensaje y con su conexión con el movimiento folk. A esta y a otras incógnitas Dylan responde con “The Times They Are a-Changin’” (la cual es interpretada al menos cinco veces a lo largo del filme) o con un derroche de intolerancia en el que devela un somero delirio de persecución. Aunque la historia le hallará la razón, no deja de ser llamativo cómo al artista incluso le cuesta reconocer cuánto le fastidia su popularidad o la comparación con otros artistas (en especial con Donovan). Es ese mismo armazón el que lo cubre cada vez que quiere destrozar a un reportero al tergiversar sus preguntas, un acto cobarde pero efectivo para evitar preguntas estúpidas. Ante todo, Dylan debe defender el aura de misticismo de cada una de sus composiciones. Tal como lo afirma uno de los reporteros, eso ocurre cuando un poeta llena una sala de conciertos y no un artista pop.

Cabe mencionar que el único reclamo directo a su sonido eléctrico corre por cuenta de un grupo de jóvenes groupies, es decir, de aquellos seguidores que deberían estar más de acuerdo con su nueva postura. Dylan, no obstante, quiere divertirse y darle un respiro a la pesadez de sus composiciones pasadas. Pennebaker está de acuerdo con su postura libertaria y por eso contribuye a documentar su cambio sin que lo acusen de traidor. ¿De qué le sirve a Dylan que lo aplaudan si no entienden su sermón? Sus canciones son demonios expulsados, los cuales dejan de ser parte de él una vez son publicados. Si se apropia de la nueva ola eléctrica es porque este sonido es el único que puede canalizar su angustia escrituraria. Su música no contradice el mensaje original: el arte es emancipación y debe estar por fuera de cualquier régimen totalizante. La arrogancia del compositor es abiertamente documentada en sus biografías oficiales y apócrifas[2]; sin embargo, verlo disfrazar su genialidad de desinterés es cautivante. Nadie quiere creerle cuando asegura que su obra es puro entretenimiento: puede que Dylan quiere vaciar sus mensajes pero no podrá extinguir la llama de la creatividad. Es este acto contestatario el más radical de los movimientos artísticos de los sesenta, incluso mayor que el de sus colegas beatniks. Dont Look Back es el llamado simbolista[3] que tanto le gusta a Dylan: hay que ser siempre modernos, hay que estar siempre a la vanguardia.

En los días previos a la publicación de este artículo se ha debatido con fuerza el reciente premio Nobel en literatura que recibió nuestro aclamado compositor. Aunque es un problema que se seguirá discutiendo en los próximos meses, Dont Look Back es un gran recordatorio de las barreras trasgredidas por su exuberante obra. Pennebaker hace un sabio trabajo al filmar a un Bob Dylan próximo a estallar; ni siquiera menciona a “Like a Rolling Stone” o a Highway 61 Revisited, su magnum opus publicada una semanas después de finalizar su gira por Inglaterra. Esos dos años de distancia entre lo filmado y lo estrenado pueden ser la vara de lo que se cuestionan en este momento: antes de juzgar, hay que tomar distancia de los hechos para contemplar su futuro impacto. Si bien se puede discutir si Dylan es un poeta o no (aunque para el autor de este artículo evidentemente lo es, y es uno de los más excelsos), no se puede negar su importancia cultural. Tal como ocurrió en el momento en el que agarró una guitarra eléctrica o en el que recibió esta condecoración, la postura de Bob Dylan es una: no mirar atrás. Lo que encuentre adelante será el arte del que usted es digno.

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[1] Todos somos conscientes de la empalagosa popularidad de “Surfin’ U.S.A.” y de “I Wanna Hold Your Hand”, canciones que dominaron los listados de Billboard durante dichos meses. Espero que también seamos conscientes de la pobreza de sus letras; sin decir que sean malas canciones (aunque para mí lo son), sus perpetuos estribillos no está a la altura siquiera de un verso de “Don’t Think Twice, It’s All Right”.

[2] Es bien sabido que en su prolongado “Never Ending Tour” (el cual ha estado vigente desde 1988) Dylan suele tocar de espaldas al público o murmurar sus canciones sin vocalizar. No cualquier artista puede presumir de que sus espectadores compren entradas a sus conciertos solo para ver su gabardina.

[3] No hay que olvidar que la guitarra de Dylan se llama Rimbaud, tal como el poète maudit.

Paul Thomas Anderson: The Master (2012)

En el que respondemos la siguiente serie de preguntas sin parpadear

“From the most ancient times to the present, in the crudest primitive tribe or the most magnificently ornamented civilization, Man has found himself in a state of awed helplessness when confronted by the phenomena of strange illnesses or aberrations. His desperation in his efforts to treat the individual has been but slightly altered during his entire history and, until this twentieth century passed midterm, the percentages of his alleviations, in terms of individual mental derangements, compared evenly with the successes of the shamans confronted with the same problems. According to a modern writer, the single advance of psychotherapy was clean quarters for the madman. In terms of brutality in treatment of the insane, the methods of the shaman or Bedlam have been far exceeded by the “civilized” techniques of destroying nerve tissues with the violence of shock and surgery –treatments which were not warranted by the results obtained and which would not have been tolerated in the meanest primitive society, since they reduce the victim to mere zombyism, destroying most of his personality and ambition and leaving him nothing more than a manageable animal. Far from an indictment of the practices of the “neurosurgeon” and the ice pick which he trusts and twists into insane minds, they are brought forth only to demonstrate the depths of desperation Man can reach when confronted with the seemingly unsolvable problem of deranged minds”

Hubbard, L. (2000), “Book One: The Goal of Man” en Dianetics: The Modern Science of Mental Health, Los Ángeles, Bridge, p. 10.

“Come and join us.
Leave your worries for a while, they’ll still be there when you get back.
And your memories are not invited.”

Palabras de Lancaster a Freddie durante su primer encuentro

En 1943 el halcón maltés John Huston detuvo su emergente carrera como cineasta para prestar sus servicios durante cierta gran guerra y se incorporó al Servicio de Comunicaciones del Ejército Estadounidense (U.S. Army Signal Corps) con la instrucción de realizar una serie de filmes propagandísticos que levantaran el ánimo de todas las tropas aliadas. El recién nombrado “capitán de la armada” aprovechó su cargo para acceder a archivos restringidos y alimentar su base de datos audiovisual. Empero, el malestar del conflicto y, en especial, el contacto directo con soldados activos produjeron un efecto inverso en el patriota Huston, quien se vio obligado a desertar sus ideales laborales y en cambio produjo documentales con fines antibélicos que desenmascaran algunos aspectos desconocidos de la guerra. El director trabajó sutilmente (a riesgo de ser juzgado en corte marcial) y por fortuna sus primeros dos documentales –Report of the Aleutians (1943) y The Battle of San Pietro (1945)- vieron la luz del día con la aprobación de sus superiores. Además, sus denuncias coincidieron con el final de la guerra y Huston fue ascendido a Mayor por una cúpula militar contagiada por el naciente espíritu de paz. Sin embargo, el director -aún impactado por el trabajo de archivo adquirido- produjo un tercer y último documental: el incómodo Let There Be Light de 1946/1948. Esta censurada, destruida, pirateada y recuperada (en 1981) obra fue la carta de renuncia de Huston, quien unos meses más adelante se retiraría del ejército, irónicamente, después de recibir la Legión al mérito y a la víspera de la producción de The Treasure of the Sierra Madre, filme que lo consolidaría popularmente como un director norteamericano imprescindible.

En PMF 5019 -código militar otorgado a este documental- Huston registró los diferentes procesos de reparación emocional a los que fueron sometidos algunos soldados después de la Segunda Guerra Mundial al padecer crisis neuropsiquiátricas agudas. El filme inicia con una aseveración sensata: el 20% de los soldados norteamericanos sufre trastornos enraizados a su participación militar. Por lo tanto, estos pacientes deben residir temporalmente en algunos hospitales para someterse a terapias y procesos que contrapesen la violencia de sus memorias activas. Un denominado grupo de expertos guía a estos pacientes durante el doloroso desahogo psiquiátrico y, a lo largo de una hora, los espectadores son partícipes de las historias narradas por estos testigos de bombardeos, masacres y mutilaciones. La fragilidad de los pacientes es atrapante y, si se deja de lado el retoque hollywoodense con el que Huston filmó su obra, su denuncia es asertiva: cuando un individuo ha desbordado sus puntos de quiebre ante distintas fuentes de presión nunca podrá recomponerse; sumado a esto, desde una perspectiva sanitaria, su reincorporación a la sociedad, aunque posible, será dolorosa.

Este corto documental es citado frecuentemente por Paul Thomas Anderson cuando le preguntan cuáles fueron sus puntos de referencia al crear el filme en el que se centrará este artículo. Su influencia en nuestro auteur es evidente, incluso necesaria; este documental no sólo se incluye en el DVD/Blu-ray de The Master sino que plantea una inquietud que trasciende cualquier plano cinematográfico, incluso artístico: ¿cómo un individuo sustituye sus puntos de quiebre cuando éstos se desbordan?

En todos sus filmes anteriores, como se ha corroborado en esta serie de artículos, Anderson concibió polos a tierra que focalizaran a sus protagonistas. Estos polos, inevitablemente, son vicios y de una u otra forma son aceptados o rechazados por los espectadores de estos filmes. Incluso Daniel Plainview, quien pareciera no tener límites, sabe que su polo a tierra es su codicia transpolada en un monopolio comercial. Sin embargo, a partir de la admiración de Anderson por la obra de Huston (y de otras fuentes, las cuales abordaremos en contadas líneas) el libretista expone a un hombre desnudo moderno, un hombre que se debilita al priorizar su pobreza espiritual sobre su fuerza de trabajo. La inquietud la despliega a partir de una ley propia de la física: cuando dos fuerzas entran en contacto y a menos de que posean la misma magnitud la más potente rechazará y desplazará a la más débil. Esta es la historia del breve encuentro entre Freddie y Lancaster, dos seres humanos con máscaras de titanes. The Master, ante todo, explica la miseria extramoral desde un individuo que desconoce cómo acercarse apropiadamente a sí mismo.

Paul Thomas Anderson labró su propio mito a partir de victorias sopesadas por un mismo número de tropiezos comerciales. No obstante, los acontecimientos que rodearon la complicada producción de The Master no tienen puntos de comparación. El sendero a la consagración, definitivamente, no es cualquier sendero de lozas amarillas y ni siquiera la popularización de Daniel Plainview le daría un respiro a nuestra proeza cinematográfica.

Después de la extensa gira promocional y de condecoraciones de There Will Be Blood Anderson dedicó algunos meses a la crianza de su primogénita Pearl y al cuidado de su esposa Maya Rudolf. Además, en noviembre de 2009 su familia recibió a Lucille, su segunda hija. En esa temporada familiar Anderson se mantuvo al margen de su profesión y, aunque se rumoró que escribió y dirigió un episodio de Saturday Night Live, no hay registro concreto alguno que pruebe lo contrario. No obstante, el sabor a triunfo de su exitoso filme de 2007 le dio la confianza suficiente para explorar su archivo mnemotécnico y esbozar ideas que por cuestiones de tiempo y espacio (y dinero) no pudo desarrollar en su momento.

Esta pausa no duró mucho y, para alegría de sus más acérrimos fanáticos, en diciembre 2 de dicho año el magazín Variety anunció que Anderson se encontraba en el proceso de finalización de un nuevo libreto –libreto que llevaba en mente desde hace varios años- en el que relataría los orígenes de un nuevo culto religioso en 1952 a través de la relación entre su fundador (“The Master of Ceremonies”) y Freddie, uno de sus discípulos. Este proyecto, además, contaba con el apoyo absoluto de su nueva casa matriz, Universal Studios[1], y de su partner in crime Philip Seymour Hoffman, a quien le otorgaría por primera vez un papel protagónico. El aspecto más llamativo de este anuncio es que el tabloide explícitamente advierte a sus lectores que no es ningún filme sobre alguna doctrina específica sino sobre cómo la necesidad humana de creer en una entidad superior deviene en la creación de un culto. El prometedor anuncio disparó una vez más la popularidad de Anderson y el público esperaba ansiosamente a que la producción iniciara. A la vez, algunos filisteos fueron informados de este anuncio y algunas conservadoras manos invisibles ejecutaron una indagación pública y privada acerca de las intenciones de Anderson.

Mientras esta inquisición se equipaba con cheques rebotados, Anderson reescribía parsimoniosamente el guion a partir de algunas recomendaciones de Hoffman, quien sugirió que el libreto debía enfocarse más en el discípulo que en el maestro. Finalmente en mayo de 2010 anunció públicamente que la fase de preproducción había finalizado y que iniciaría grabaciones tan pronto el estudio diera luz verde. Además, varios medios afirmaron que Jeremy Renner -el popular escudo humano de The Hurt Locker– encarnaría a Freddie y que la legalmente rubia Reese Witherspoon aceptaría el papel de la esposa del Maestro. La filmación se programó inicialmente para el mes de junio pero Universal la aplazó para agosto. No obstante, dicho mes fue de standby y el equipo de trabajo sospechó que algo no andaba bien. Sus predicciones se confirmaron prontamente y en septiembre, para tristeza de muchos, Renner declaró que el filme se pospuso indefinidamente debido al bloqueo de “muros que no podían ser superados”. La luz amarilla fue degradada a roja y Universal le pidió a Anderson la dimisión de su proyecto.

La aparatosa interrupción del proyecto generó varias sospechas y múltiples artículos trazaron el detrimento comercial del proyecto a partir de algunos cabos sueltos. Algunos osados reporteros, entusiasmados por el proyecto inconcluso, anclaron el cease and desist a ciertas amistades del director. Estas sospechas fueron infundadas por el mismo Anderson, quien por ese entonces y ante las inquietudes de los periodistas señalaba que concibió The Master doce años atrás, es decir, aproximadamente en 1999. Esta accidentada respuesta permitió recolectar algunos frutos del rodaje de Magnolia, es decir, en un par de lazos afectivos originados por ese entonces. Es meritorio abordar cada uno por separado.

El primero de ellos corre por cuenta de Jason Robards, el veterano actor que invirtió el último destello de su experticia para encarnar al moribundo productor Earl Partridge. Durante algunas pausas en el set de Magnolia cautivó a Anderson con múltiples detalles de su vida como operador de radio en un buque estadounidense durante la Segunda guerra mundial. Los minuciosos recuerdos despertaron en Anderson una curiosidad por este vetado capítulo de las grandes guerras y por vía directa lo condujeron a los documentales de Huston descritos al inicio de este artículo. Además, si bien lo recuerdan, Partridge fue creado como tributo a Ernie Anderson, padre del cineasta fallecido un par de años atrás y también veterano de dicha guerra. Aunque P.T. posteriormente declaró que nunca habló con su padre sobre la guerra, es posible intuir que a través de Robards reconstruyera estas omitidas memorias para rastrear las causales del fuerte comportamiento de su padre y, por añadidura, de la generación de sus padres. Como lo comprueba aquella breve sinopsis de The Master, Freddie es un tributo digno tanto para Robards como para su padre. No en vano Freddie habitará en Lynn, Massachusetts, el mismo pueblo del que Ernie es oriundo.

El segundo lazo afectivo corre por cuenta del vocero de uno de los cultos más polémicos de los últimos setenta años: Tom Cruise. La satisfacción mutua por el resultado de Magnolia prosperó en una amistad que se mantiene hasta el día de hoy. En algún momento, inevitablemente Cruise le presentó a Anderson las propuestas de su mesías L. Ron Hubbard, hecho que no irrumpió sus relaciones afectivas. No obstante, a Anderson le cautivó el apasionamiento de Cruise y el aparente incremento del novedoso culto[2]. Lo curioso es que con el pasar de los años el rebaño se contrajo[3] pero la popularidad mediática acerca de estas extrañas prácticas se propagó. Todos recordamos la invasión ciencióloga de aquellos años, bien sea por el mismo Cruise (desde su separación de Nicole Kidman hasta su matrimonio y posterior divorcio de Katie Holmes), por las revelaciones de queridos artistas tales como John Travolta, Beck, Isaac Hayes y Nancy Cartwright o por un par de clásicos episodios de The Simpsons y South Park (“The Joy of Sect” y “Trapped in the Closet”, respectivamente). Anderson tomó nota de esta oleada, indudablemente, para agitarla a su favor.

En todo caso, la impotencia presupuestal lo obligó a desaparecer durante unos meses. No obstante, decidido a recuperar su vigor, anunció en diciembre de 2010 que estaba interesado en filmar la adaptación de la más reciente novela de un escurridizo autor a propósito de las ácidas investigaciones de un detective privado en su oriunda California. Esta obra, escrita por el enigmático Thomas Pynchon es la fuente primaria de Inherent Vice, filme del que escribiremos a su debido tiempo. Por ahora basta mencionar que Anderson aprovechó los meses subsecuentes para contar con la aprobación del mismo Pynchon y agendar al infame y metálico Robert Downey Jr. No obstante, un plot twist en este recuento histórico cambió las prioridades de Anderson una vez más y la inesperada generosidad de una de sus fanáticas más acaudaladas contribuyó a que las conversaciones entre Freddie y The Master fueran recreadas.

Unos meses atrás la joven cinéfila Megan Ellison, hija del magnate Larry Ellison (actual CTO de Oracle, la productora de software más grande después de Microsoft), usó parte de su riqueza para invertir en filmes que la cautivaran. Por suerte uno de ellos -el remake de True Grit de los hermanos Coen- generó utilidades suficientes para crear su propia productora afiliada a The Weinstein Company: Annapurna Pictures. Con su abultada chequera sacó de aprietos a algunos de sus directores predilectos (entre ellos a Kathryn Bigelow, quien se encontraba en una situación similar con su aclamada Zero Dark Thirty) y fue allí cuando se puso en contacto con Anderson para sacar adelante a Inherent Vice con tal de que produjera primero a su cisne de plata The Master. Anderson aceptó sin titubeos y al terminar una justa ronda de negociaciones se anunció que en junio de 2011 las grabaciones iniciarían inminentemente y se realizarían por tres ininterrumpidos meses.

El onírico pacto entre Ellison y su protegé Anderson le brindó libertad artística a la producción y este último reagrupó su equipo de trabajo para iniciar su mausoleo cinematográfico. Para entonces una considerable cantidad de tiempo había fluido y ni Renner ni Witherspoon se hallaban disponibles. Por lo tanto, el elenco recibió a dos comprometidos actores para acoger los papeles vacantes e inmortalizarse en los que posiblemente serán sus papeles más recordados en la posteridad: Joaquin Phoenix y Amy Adams, un dueto que no requiere presentación alguna. El reparto estelar fue complementado por varios talentosos actores de culto tales como la experimentada musa Laura Dern (Blue Velvet, Wild at Heart y Jurassic Park, entre muchos otros filmes), Jesse Plemons (ahora inmortalizado por su sadista Todd en Breaking Bad), la sueca Lena Endre (quien encarnó a Erika Berger en la adaptación original de la trilogía Millenium de Stieg Larsson) y Rami Malek (popularizado últimamente por su participación en Mr. Robot). También regresaría al elenco Kevin J. O’Connor que, si recordarán, interpretó a Henry, el poco astuto “hermano” de Daniel Plainview en There Will Be Blood.

En cuanto a los detalles técnicos Anderson ensambló a un equipo de trabajo igual de comprometido al de There Will Be Blood. La baja más significativa pero necesaria fue la de su cinematógrafo de confianza Robert Elswit, quien se vio obligado a desistir por conflicto de agendas (se había comprometido con Tony Gilroy y su The Bourne Legacy antes de que todas los aplazamientos ocurrieran). Lo sustituyó por Mihai Mălaimare, Jr., el virtuoso cinematógrafo de confianza del Francis Ford Coppola del siglo XXI. El cambio, aunque forzado, fue recompensado con una de las filmaciones más espectaculares de todos los tiempos. El trabajo de Anderson con Mălaimare, quienes por primera vez en Hollywood en más de quince años trabajaron con rollos de 65mm para conservar el espíritu visual de los cincuenta, es descrestante; toda una lástima que éste haya sido opacado por el petardo hueco Life of Pi.

Por último, Anderson reestableció contacto con el virtuoso Jonny Greenwood para que comandara la música original del filme. Después de sus contribuciones para There Will Be Blood Greenwood inició una próspera racha: además de grabar con Radiohead In Rainbows (una de sus obras más aclamadas crítica y comercialmente) y The King of Limbs, compuso la música original para Norwegian Wood y We Need to Talk About Kevin. Con The Master pudo explorar una vez más sus aptitudes para manejar una orquesta y el resultado son piezas tan delicadas como memorables como “Time Hole” y “Able-Bodied Seamen”.

Con todas estas piezas engranadas ahora es necesario martillarlas con la imaginación. Como lo asegura Dodd, es esta la manera más sabia para hacernos más humanos.

The Master nos transporta a los años en que Norteamérica pagó su triunfo en la Segunda guerra mundial con el dolor de sus soldados más vulnerables. Freddie Quell (Phoenix) es uno de aquellos victoriosos militantes que canaliza el sueño americano balístico: sin nada que perder, se incorpora en la Marina en busca de un escape a los fantasmas que lo atormentan en Lynn, su pueblo natal, así esto implique ser carne de cañón. Su estrategia falla y, contra todo pronóstico, sobrevive, no sin antes desahogar sus frustraciones al mutilar a sus enemigos asiáticos y al consumir desmedidamente cocteles preparados con recursivos ingredientes. Con sus aspiraciones golpeadas, Freddie es sometido por sus superiores militares a inasibles terapias para reincorporarlo a la cotidianidad íntegramente. Tal como lo enseña Let There Be Light, estos procesos llegan a ser inútiles para una porción significativa de soldados rasos. El resultado es un alcohólico, misántropo, violento, rudo y cachondo fotógrafo en un almacén por departamentos. Nada mal para ser tan sólo uno de los golpeados veteranos; a diferencia de otros, éste al menos puede hablar y caminar.

La estabilidad de Freddie, como era de esperarse, se quebranta rápidamente y ante un impulso de desautorización ataca a uno de sus clientes. Posteriormente huye a un cultivo de vegetales, cultivo del cual es expulsado por compartirle sus menjurjes a individuos con sistemas digestivos considerablemente más frágiles. Sin dinero y sin horizonte, Freddie deambula en 1950 por San Francisco; una vez más, como es constante en los filmes de Anderson, este despotricado héroe halla una fuente de salvación en la mítica California. Sus protectores serán los tripulantes del Alethia, embarcación en la cual Freddie se escabulle al aprovechar un descuido del equipo de supervisión. A la mañana siguiente, una vez recuperado de su resaca, el polizón Freddie se presenta ante Lancaster Dodd (Hoffman), el patrón de la embarcación, para pedirle trabajo. Por el contrario, Dodd -sorprendido por su evidente carencia de expectativas y por el exótico contenido de su cantimplora- lo disculpa y lo invita a ser testigo del matrimonio de su hija. El Alethia, ahora en altamar, es el símbolo de esta nueva iniciación en Freddie; como su nombre en griego lo afirma, Freddie se embarca en un viaje que pondrá en evidencia su esencia destilada.

Dodd, conocido por los otros tripulantes cariñosamente como “The Master”, es un encantador bastardo que hipnotiza a sus allegados con su carisma y su histrionismo a la hora de declamar un discurso. Su astucia es altamente admirada y su manifiesto literario The Cause es discutido y aplaudido por varios pudientes adeptos. Además, su esposa actual Peggy (Adams), su hijo Val (Plemons), su hija Elizabeth (Ambyr Childers) y su yerno Clark (Malek) consolidan una coraza familiar creíble y, si se quiere ir más lejos, ejemplar. Freddie, sin ser un ávido lector, es seducido por la fuerte personalidad de Dodd y con cautela es testigo de la materialización de sus propuestas: sus pacientes, ansiosos de hallar las respuestas a algunas inquietudes trascendentales y universales, son sometidos a interrogatorios en los que despliegan su flujo de conciencia; para el lente crítico de Dodd, estos ejercicios son prueba de un proceso de metempsícosis iniciado hace más de un trillón de años y que él puede rastrear con su experticia y sabiduría. Quell, arrebatado por el entusiasmo, da un faux pas y en una noche de copas (es decir, de alcohol y thinner) reta a Dodd a analizarlo.

En una de las escenas más andersonianas de toda la cosmogonía andersoniana, Lancaster y Freddie comparten unos intensos minutos en los que este último expone su fragmentada identidad. Hijo de un padre víctima del alcoholismo y de una madre encerrada en un sanatorio mental, Freddie revela que busca erradamente un lecho y un próspero futuro para su joven prometida Doris. Carente de cualquier escudo, también confiesa algunos encuentros incestuosos con su tía. Esta escena, al contraponerla con las infructuosas terapias del sanatorio militar, devela una afirmación severa: no hay pasos retroactivos cuando un individuo con una máscara autodestructiva baja la guardia ante un parásito adoctrinante. Esta no es la base de un culto, de una religión o de un partido político… ésta es la base más elemental de las relaciones humanas: una relación de supresión y dominio. Que Freddie y su ahora Maestro lleven esto a otro extremo no nubla el virus extramoral al que los seres humanos están sujetos.

La segunda mitad del filme relata la consolidación de La Causa de Dodd como una institución política y espiritual. La falsa relación pasivo-agresiva entre los dos protagonistas es una trampa para que Dodd calibre el alcance de su proyecto mientras cultiva seguidores. La Causa se expande tanto en Nueva York como en Philadelphia y el exclusivo séquito de Dodd vive a expensas de sus patrocinadores, los cuales pagan por ver el espectáculo de Freddie. A pesar de la oposición de Peggy, Dodd tiene un punto válido a su favor: si su empresa puede domar a bestias como Freddie, puede tomarse al mundo. Además, sujetos como Freddie son ambrosía para aquellos que se autodenominan doctores de la mente. En ese sentido Freddie es la carne de cañón que siempre quiso ser: si antes era un marinero, ahora es un león domado por un circense aclamado por otros por su obediencia. El ejemplo más llamativo es el recordado trazo de la ventana hacia la pared; en éste, Freddie recorre tantas veces ese trayecto que delira y en su imaginación regresa al campo de batalla o a encuentros sexuales con sus amantes. Estos tratamientos/experimentos a los que él es sometido son dolorosos para los espectadores puesto que Dodd lo remoldea al desbordar sus represiones bajo el pretexto de curarlo; esto no es terapia reparativa sino conductista.

El proyecto de Lancaster, por supuesto, tiene muchas fallas. Mantener un monumento a partir de una única fuente de imaginación es insostenible, más si es lo suficientemente novedosa para no someterse a una mitologización apropiada. Dodd no sólo pierde el temperamento en repetidas ocasiones y desiste debatir cuando lo acorralan sino que se contradice en sus propios textos, tal como lo evidencian Helen (Dern) y Bill (O’Connor) al leer The Split Saber, su tratado escrito a partir de su apreciación de Freddie[4]. Estos hechos, los cuales recuerdan que todos los seres humanos son ante todo humanos (como lo predica Dodd en varias ocasiones), suavizan el lúgubre panorama que rodea a Freddie. No obstante, plantean una capciosa duda: si los registros más disparatados de Dodd convocan seguidores de toda índole, ¿cuáles serán aquellos que se anteceden a todas nuestras idolatrías, sean cuales sean? Lo más irónico de este plano fílmico es que Dodd está plenamente convencido de que su método es redentor; lo más lamentable es que Freddie es tan solo uno de los muchos niños perdidos que son seducidos por las manzanas podridas más azucaradas.

The Master, tristemente, es catalogada como una crítica abierta a la cienciología. Si bien hay numerosas similitudes y es una fuente de consulta imprescindible para este filme, es injusto que la nominen exclusivamente en los términos de L. Ron Hubbard. Un texto como Dianetics –el único al que me he acercado- se sostiene sobre los miedos más naturales de los seres humanos, miedos inherentes e ineludibles. Todos los textos adoctrinantes así lo son y deben ser considerados por igual; la diferencia metódica y temporal no excluye el corazón redentor de estos proyectos. La Causa es una posible respuesta inmediata a las necesidades de los individuos que le temen a la amenaza atómica, al regreso al combate y a preguntas que llevan una eternidad sin responderse, así como el cristianismo fue en su época una salida al despótico imperio romano y el mormonismo una respuesta a la megalomanía norteamericana. Todos están en el mismo plano y es una condena espiritual con la que se debe lidiar si se reconoce la existencia de una esencia y de una substancia que la encierre; ante la perdición, la oferta de luces es infinita si se paga el precio correcto. El precio de Freddie es contemplar la posibilidad de un futuro[5] mientras retrocede a un innecesario origen. No hay que menospreciar a esta corroída generación; en últimas, el dilema del amo y del esclavo ataca peor cuando pretende no existir.

El filme, manchado por la censura y acusaciones de discriminación a la libre elección de culto, no tuvo una buena acogida en taquilla. En estos tres años apenas ha logrado neutralizar sus costos de producción. Empero, no hay publicidad del todo negativa y The Master sostiene un modesto récord: es el filme de art house que más dinero ha recaudado en su premier. Aunque hay quienes afirman que la campaña de desprestigio castigó públicamente las virtudes del filme –en especial por el robo al Óscar a mejor actor de reparto de Hoffman, injustamente recibido por el automático Christoph Waltz en la no tan agradable Django Unchained-, éste recibió algunos premios como el León de Plata en el Festival de cine de Venecia. Además, varias autoridades del cine elogian el nuevo pico de calidad alcanzado por Anderson.

Esta piedra angular en el firmamento cinematográfico contemporáneo elucida la magistralidad de Anderson en un campo totalmente diferente al de sus anteriores obras, tal como lo hizo con There Will Be Blood a su debido tiempo. La única queja, como ya lo han sentenciado varias reseñas que merodean por la red, es que es un filme que produce un efecto inverso a lo que denuncia: es tan perfecto en sí que genera un culto del cual no se quiere salir. Tal como lo sugiere el subtítulo de The Split Saber, The Master es un regalo para el Homo sapiens.

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[1] Este estudio aprobó en primera etapa un presupuesto de US$35M, es decir, diez millones más que el costo de producción total de There Will Be Blood.

[2] De acuerdo con un censo, en el 2001 55,000 estadounidenses se declararon cienciólogos.

[3] A 25,000 en el 2010.

[4] Nota aparte: The Split Saber es un excelente título para una obra de ciencia ficción, tal vez para el libro que Robert Heinlein o Frank Herbert jamás escribieron.

[5] En este caso Doris, quien, por cierto, cansada de esperar a Freddie lleva varios años de casada.

Jim Sharman: The Rocky Horror Picture Show (1975)

En el que removemos la causa mas no el síntoma.

El buen novelista e imbatible cronista Javier Cercas plantea una interesante afirmación discursiva en El impostor, su última obra, la cual data de noviembre de 2014 y recomiendo abiertamente. En la segunda parte de esta obra Cercas introduce lo que dará a conocer como el chantaje del testigo. Este sencillo y práctico concepto señala que hay individuos que se creen poseedores de la verdad de un acontecimiento por haberlo vivido. El investigador cacereño sostiene que esto, si bien puede ser fuente de credibilidad, suele obligar a estos “testigos” a tomar posturas irreconciliables porque asumen que de dicho evento específico sólo pueden hablar sus participantes bajo el pretexto de que todos los demás están viciados por fuentes de segunda mano. Esta polémica atemporal, aunque inasible, recuerda uno de los problemas más graves de nuestra sociedad: la inquietud humana por poseer experiencias.

Ahora, ¿qué tiene que ver lo anterior con la Semana del horror de Filmigrana, espacio para la diversión visceral (en cuanto a vísceras)? Simplemente es mi excusa para expresar mi entusiasmo por mi leve pero satisfactoria presencia en uno de los rituales cinematográficos más populares de los últimos cuarenta años. Con más años encima que Star Wars, The Rocky Horror Picture Show (TRHPS) impuso un nuevo hito en el cine de culto que indiscutiblemente es un punto cardinal de referencia para el cine B. Su subrepticio impacto cultural se comprueba, como señalaré a continuación, en el catártico éxtasis que padecen la gran mayoría de sus espectadores-súbditos.

Por cuestiones obtusas de la vida me encuentro en un remoto pueblo norteamericano que, al igual que toda la región, vive por estos días la fiebre octubrina de consumir desaforadamente productos derivados de calabazas y decorar sus casas de negro y naranja. Como es tradición, en esta temporada algunos individuos aprovechan el pretexto del disfraz para manifestar públicamente facetas de su personalidad que en otros momentos del año son inapropiadas[1]. Las fiestas de disfraces son frecuentes y en varias oportunidades esto confluye con proyecciones fílmicas. Tal fue el caso del teatro local de mi pueblo, el cual convocó a los fanáticos de TRHPS para celebrar el tetragésimo aniversario del filme con una proyección nocturna en su lata y formato original de 35 milímetros y subastar un afiche conmemorativo firmado por Jim Sharman, su director. Decidí asistir no sólo porque es un musical que me encanta en stricto sensu sino porque he leído lo suficiente sobre dicho espectáculo para no pasarlo por alto. Las recompensas son dignas de relatar pero antes es menester recordar la premisa narrativa de este distinto juego de mandíbulas[2].

TRHPS es el resultado de los delirios libertinos del británico Richard “Riff Raff” O’Brien, dramaturgo y actor educado bajo la influencia del teatro reaccionario de los sesenta derivado de la cultura hippie, tal vez la subcultura más explotada de dicha década. En dicha época la dramática inglesa buscaba hermanarse con los hallazgos de su contraparte norteamericana: por un lado Hair contaminó al globo terráqueo de la era de Acuario e impactó decisivamente a O’Brien (quien participó en su montaje inglés como un actor de reparto); por otro, Andrew Lloyd Weber, Tim Rice y el mismo Sharman masificaron dichos ideales con sus Jesus Christ Superstar y Joseph and the Amazing Technicolor Dreamcoat para desacralizar los musicales europeos de una vez por todas. Esta emancipación permitió que O’Brien trabajara junto con sus ídolos y en 1973, sin tapujo alguno, les presentó su primer libreto: The Rocky Horror Show. Este pastiche de historietas cómicas, transexuales y gore fue un deleitoso riesgo tomado y premiado con un inesperado éxito en taquilla. Tan sólo un año después O’Brien y Sharman filmaron su versión cinematográfica para difundir el nuevo testamento del terror a mayor escala. Esta fue estrenada en 1975 y, aunque algunas restricciones emplomaron su propagación, el daño ya estaba hecho.

El argumento de la obra es tan ridículo como el de las obras que la influenciaron: un criminólogo relata el curioso caso de Brad (ASSHOLE!) y Janet (SLUT!), una joven pareja próxima a casarse que debe pasar la noche en un misterioso castillo después de un aprieto automovilístico. Esta premisa, tan típica en las películas de terror, es tergiversada por los residentes e invitados al castillo: seres transexuales y/o promiscuos que celebran la venida de Rocky, la creación más perfecta del doctor Frank N. Furter (un extraterrestre transexual del planeta Transylvania) en cuanto a placeres eróticos se refiere. Brad y Janet son testigos del nacimiento de Rocky, de la masacre de Eddie (un rebelde cautivo) y, sobre todo, de la tensión sexual de los transilvanos. La película rápidamente se degenera en una pertinente recuperación de varios filmes clásicos de terror (en especial King Kong) y, entre canción y canción, el palacio de Furter es capturado por otros extraterrestres y la pareja pierde toda promesa de castidad.

Argumentar por qué TRHPS es una película de terror es una tarea difícil pero posible. Hay escenas de este filme que son grotescas a su manera: el asesinato y banquete de Eddie, la toma alienígena y las imágenes esclavizantes de Riff Raff, Magenta y Columbia (los secuaces de Furter) son muestra de ello pero no lo suficiente para perdurar en el tiempo. Además, para el público de los setenta la propuesta del filme debió condenarse; en dicha época no era aceptado que los hombres vistieran como mujeres y viceversa y no muchos filmes explotaban la sexualidad de sus protagonistas tan agresivamente[3]. En esa línea son graciosas y espeluznantes las estrategias que Furter utiliza para seducir a Janet y a Brad y así despojarlos de sus ropas y de su pureza; sumado a eso, la inconfundible “Touch-a, Touch-a, Touch-a, Touch Me” de Janet hacia Rocky no deja nada a la imaginación. Por último, los multitudinarios números musicales (muy atrayentes, por cierto) empañan el horripilante contenido de los planes de Furter (¿crear Übermenschen que hagan a los hombres más hombres?[4]) y el caos libertino con el que finalizará la película.

Es más propicio deliberar por qué TRHPS es tan vigente en la actualidad a partir de su monumental contribución al cine B: su sugestión del escándalo. Este filme permitió, permite y permitirá que una horda de individuos expresen con ligereza sus más oscuras fantasías. TRHPS es el equilibrio perfecto entre lo perverso, lo horripilante y lo endulzante. Sin recurrir a la pornografía (como lo hizo Pink Flamingos tres años atrás) y sin recurrir a cuerpos inalcanzables como los de Catherine Deneuve o Jane Fonda, O’Brien y Sharman demostraron el encanto de lo grotesco al endulzarlo lo suficiente para gustar a todo tipo de público. En unos sencillos pasos (y una degeneración temporal) el reparto actoral hace que Rocky, un perfecto semental a-la-Playboy, sea relegado para que Furter (interpretado por el brillante Tim Curry) sea la estrella. La sugestiva y onírica orgía acuática al son de “Don’t Dream It, Be It” encapsula este sentimiento: sé quien quieras ser, incluso si esto requiere escarcha y labial. No hay mejor efecto de una película de terror (de hecho, de cualquier tipo de película) que desatar una reacción en cadena que haga temblar los cimientos de la sociedad. TRHPS lo sigue haciendo incluso cuarenta años después.

De regreso a un pasado más cercano, entré al teatro desprevenidamente. Al entrar, la primera gran sorpresa corrió por cuenta del número de asistentes; cien individuos es un número considerable de espectadores para un reproyección, en especial si se trata de de la proyección de un filme tan antiguo en un pueblo, de nuevo, tan apartado. La segunda sorpresa es que absolutamente todos llevaban props (abordaré esto en contadas líneas) y un 75% del público estaba disfrazado de algunos de los personajes. Aunque algunos eran sencillos (la gran mayoría eran Magentas, es decir, empleadas), por el teatro rondaban transilvanos y bailarinas de tap. Al escuchar a los asistentes, algunos afirmaron que compraron hasta cuatro tiquetes sólo por la alegría de apoyar tan conmemorativa visita (es decir, el préstamo de la cinta de 35 mm). Después de una ronda de advertencias (el dueño del teatro previó la catástrofe) y de aplausos, el filme comenzó y simultáneamente estos espectadores procedieron a destapar sus kits de supervivencia.

Los props, en argot de cine de culto, son utensilios que el público utiliza para interactuar con diferentes momentos de un filme. TRHPS cuenta con una distinguida lista de props y, por fortuna, pude verlos todos en acción. Para retomar el chantaje del testigo, reconozco que es emocionante ver de primera mano cómo el público simpatiza con el filme con tanta devoción, admiración y, sobre todo, (i)respeto. Nunca antes he visto a espectadores tan eufóricos como los que vi aquel día; en cada escena demarcada arrojaron arroz, cartas o confeti, dispararon agua o silbaron como si murieran en el acto. Prácticamente todo el filme, además, fue comentado en voz alta por el público en un acto colectivo de one-liners relacionados con las emociones despertadas. Las escenas de baile, en particular la disparatada “The Time Warp”, fueron coreografiadas sincrónicamente. Para resumir mi experiencia, el teatro fue un fiel reflejo de lo que yo solía entender por los Dos minutos de odio en 1984.

Termino mi artículo con una imagen del teatro posterior a la proyección. Hoy fui al mismo teatro a ver Plan 9 from Outer Space, tres días después, y muchas de los residuos aún no han desaparecido. Como diría el Criminólogo que narra el filme, las emociones son maestros poderosos e irracionales. Qué bueno que esto provenga de un filme.

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[1] Evidentemente no todos lo hacen y es estúpido psicologizar estas conductas; a la gran mayoría sólo nos gusta hacer el ridículo masivamente.

[2] Uno de los taglines originales del filme es “A different set of jaws”; cabe mencionar que el estreno de TRHPS coincidió con el éxito en taquilla de (tambores resonantes) Jaws.

[3] Si bien lo recordarán por otros artículos de esta página, la virginidad es uno de los tropos más alegorizados en este tipo de filmes de terror.

[4] Otro tagline pertinente: “Another kind of Rocky” en alusión a un críptico boxeador con dificultades verbales.

Paul Thomas Anderson: There Will Be Blood (2007)

En el que abandonamos a nuestros hijos.

“I am him who the Holy Spirit has blessed! I am him who the Lord hath chosen to show the signs! Look at me, I say –look at me! Ain’t my hair fair and my eyes blue? Ain’t my face grave and my voice deep?” –and sure enough, Eli’s voice had gone down again, and Eli was a grown man, a seer of visions and pronouncer of dooms. “I say beware of he that cometh as a serpent creeping in the night, to tempt the souls of they that waver! I say, beware of the spawns of Satan, that lure the soul with false doctrine, and blast away the Rock of Ages!”

Sinclair, U. (2007), “The Revelation” en Oil!, Nueva York, Penguin, p. 120.

El texto de Filmigrana sobre Punch-Drunk Love finaliza con la siguiente afirmación: los primeros cuatro filmes de Paul Thomas Anderson marcan la etapa intramoral de su carrera cinematográfica. Esta sentencia se sostiene sobre la constante creativa que da origen a cada una de estas obras: la expansiva necesidad de Anderson por explorar su propia individualidad a partir de la inagotable polarización de sus protagonistas. Aunque es una justificación osada y gratamente admirable, no debe glorificarse ingenuamente. Sin duda alguna no es el primer director o guionista que se sirve de su propio ego para darle un impulso a su creatividad. Tampoco es el primero en etiquetarse bajo una considerable cantidad de máscaras que pretenden emular varios aspectos de su(s) aparente(s) personalidad(es). Sin embargo, con sólo estos cuatro filmes logra plantear un virtuoso mito alrededor del exceso. Anderson tergiversa el principio social elemental que define al bien común como determinante del individuo y no viceversa; esto lo logra, evidentemente, desde sus personajes. Éstos son característicos y memorables dentro del cosmos cinematográfico puesto que desvirtúan los ejes de la moral mediante la explayación de sus vicios con el ánimo de alterar la opinión generalizada sobre uno que otro tabú. En otras palabras, ellos reconstruyen los códigos morales desde sus viciosos impulsos vitales. Al construir personajes que desbordan los límites de la astucia (Hard Eight), arrogancia (Boogie Nights), represión (Magnolia) y obsesión (Punch-Drunk Love), Anderson exalta comportamientos que cotidianamente deberían considerarse reprochables y que generarían una generalizada repulsión para crear héroes dignos de nuestra época: plenamente conscientes de sus propios malestares y en la constante búsqueda de la redención que regule sus lamentos. Por supuesto, a esta pesquisa por la aceptación social se unen sus espectadores, quienes empatizan con estas tragicómicas purificaciones y, sin pensarlo, celebran conductas que seguramente pretenden evadir. Estos expansivos ejercicios fílmicos -intramorales al transformar la conciencia colectiva desde la localidad de los personajes de Anderson, reflejos de su dislocada integridad- arrojan resultados satisfactorios, como se ha procurado demostrar en cada uno de los escritos anteriores a éste.

Por el contrario, There Will Be Blood inaugura una serie de largometrajes cuyas pretensiones son menos conciliadoras y más eclipsantes. Si en los primeros cuatro filmes de Anderson sus héroes desafían su entorno desde sus leyes individuales y triunfan al hermanarse con sus espectadores, los protagonistas de sus filmes subsecuentes provocan rechazo, indignación e intimidación. Este distanciamiento con las expectativas de sus espectadores (entiéndase como “entretenimiento”) se debe al reconocimiento de una maldad imperante que se expande sutilmente hasta contaminarlo todo; el exceso del vicio, el cual antes redimía, ahora totaliza y subyuga a sus contradictores. Sus tres filmes posteriores a Punch-Drunk Love –éste, The Master e Inherent Vice– son sustancialmente más oscuros que sus predecesores ya que Anderson vuelca su mirada hacia un mundo hostil que aplasta a quien ose escapar de su régimen. La impotencia del cambio individual no logra transgredir a su entorno porque ni siquiera puede confrontarse a sí mismo por voluntad. De hecho, There Will Be Blood –la obra más célebre de P.T. Anderson- bautizaría la segunda (y vigente) etapa del aclamado libretista: la extramoral. Desde una óptica nietzscheana, los sujetos son cegados por códigos morales predispuestos y engorrosos de develar, tanto así que someten a sus perpetuadores sin importar cuán falsos llegan a ser. Para estos mismos sujetos existir no es una cuestión de dominio sino de resistencia. Daniel Plainview e Eli Sunday son prototipos del nuevo antihéroe andersoniano que ilustrarán estos contagiosos padecimientos.

La historia sobre cómo Anderson inició su nueva etapa es algo dispersa, al menos en comparación a sus creaciones previas. Recordemos que después de la maratónica proyección creativa entre 1996 y 2002 apenas había tenido descanso alguno, así que después del tour promocional de Punch-Drunk Love tomó una breve temporada para apaciguar su voracidad y consolidar su relación con Maya Rudolph. Sin embargo, esto no impidió que sus ensueños se detuvieran. Durante sus momentos de plenitud creativa esbozó unos garabatos narrativos que giraban alrededor de un conflicto entre dos familias a-la-Hatfields vs. McCoys. Sin embargo, Anderson se perdió entre sus ideas -el peor síntoma posible para un libretista- y optó por desacreditarse a sí mismo –el segundo peor síntoma-. Paralelamente a su podredumbre espiritual, llegó a Inglaterra y, al pasar cerca de una librería, se dejó cautivar por la portada de una novela, la cual ilustraba una plantación aledaña a un pozo petrolero en su oriunda California. La obra en cuestión era Oil!, escrita en 1927 por el exhaustivo Upton Sinclair, quien un siglo atrás había ganado la simpatía de los partidos obreros gracias a sus crudas novelas (en especial por la reconocida inspección salubre de The Jungle) que poetizaban la frialdad del mercado estadounidense para desarmarlo. Inspirada en el pionero y olvidado magnate Edward L. Doheny, esta novela relata a través del joven heredero J. Arnold Ross, Jr. (mejor conocido como Bunny) cómo se establecían las operaciones petroleras en California y México y cómo su familia se consolidó en un emporio comercial y político a espaldas del abuso laboral de miles de obreros. Aunque gran parte de la obra se centra en relatar los placeres mundanos del amigable Bunny –quien intenta alejarse del legado de su padre pero inevitablemente recae en el mismo-, el trasfondo de las exploraciones y la degradación ética que conlleva a los escándalos y a los sobornos lleva el sello del comprometido Sinclair, quien ya había pasado por la censura que catapulta a cualquier escritor hacia el éxito crítico y comercial. Después de su fascinación por la frialdad de esta lectura, Anderson supo que había hallado una trama potencial para su siguiente proyecto.

Esta obsesión por los sedientos personajes de Sinclair lo obligó a contactar a Eric Schlosser, la celebridad local responsable de las denuncias por los insalubres métodos de producción alimenticia en Fast Food Nation. Unos años atrás Schlosser había adquirido los derechos de Oil! por razones tan arbitrarias como el encuentro de Anderson con la obra de Sinclair: durante sus años de mayor éxito (es decir, después del 2001), sus lectores asociaron su estilo al de su compatriota Sinclair; Schlosser, al agradecer las críticas positivas y reconocer el desconocimiento de su contraparte ideológica, se dio a la tarea de revisar algunas obras de Sinclair, entre ellas Oil! Fue tanta la satisfacción de Schlosser que no sólo promovió una modesta campaña a favor del redescubrimiento de la extensa obra de Sinclair sino que adquirió los derechos de esta novela para llevarla al cine. Sin embargo, su búsqueda fue algo decepcionante y guardó este guión por algunos meses. Enhorabuena apareció Anderson y, en este afortunado choque de libretista-busca-vía-libre y dueño-busca-empleado, ambos acordaron que éste sería el director apropiado para llevar a J. Arnold Ross, Jr. a la pantalla grande. Sin embargo, durante un par de años se vieron limitados por cuestiones financieras (recordemos que los resultados de Punch-Drunk Love no fueron los esperados). Finalmente Miramax tomó la acertada decisión de darle luz verde al proyecto hacia mediados de 2006. No obstante, para entonces Anderson habría cambiado los planes para concentrarse en la minoritaria corrosión de otro protagonista de la novela.

Anderson, por primera vez en su vida, se enfrentaba a la delicada labor de crear un guión adaptado. Aunque sus libretos anteriores son obras maestras dramáticas y no deberían generar ningún tipo de duda sobre sus aptitudes, la dificultad por crear un filme a la altura de sus capacidades y fiel a su fuente original inquietaron al guionista. Además, quería realizar un largometraje radicalmente alejado de sí mismo y que hiciera de su obra un palimpsesto, es decir, un filme con el que pudiera renacer creativamente ya que había agotado su conciencia como material narrativo. Esto lo condujo a solventar su indecisión magistralmente: mediante una lectura libre del material base. Esta clase de denominadas “malas lecturas” son las que permiten que los escritores demuestren su postura creativa y, sobre todo, su genio atemporal. Buñuel, Fellini, Pasolini y Kubrick son algunos de los directores precursores de la efervescente muerte simbólica a la fuente original.

En el caso de Anderson, esto implicó desviarse por completo de la obra de Sinclair. El guionista decidió elaborar su futuro libreto a partir de algunas minucias de Oil! y de sus instrumentos complementarios. Por ejemplo, como suele afirmar en una que otra entrevista, asegura utilizar únicamente las primeras 150 de las más de 500 páginas que componen la novela para desarrollar el guión, razón por la cual el filme cambió de nombre (a There Will Be Blood, título del cual se hablará más adelante) y Oil! es reconocida simplemente como la inspiración que le dio luz verde al proyecto. Por lo tanto, es menester indicar brevemente el contenido de estas líneas de Sinclair: durante un viaje en búsqueda de yacimientos de petróleo (liderados por el magnánimo J. Arnold Ross), el joven heredero Bunny conoce a Paul Watkins, un mísero campesino que huye de su hogar al ser maltratado por sus convicciones políticas y religiosas. Ese corto encuentro impactaría a Bunny, quien fraternizaría con los ideales del escurridizo Watkins hasta el punto de buscar distintos patrocinios, todos ellos rechazados por igual. Esto lo obliga a viajar junto con su padre hacia el rancho Watkins en Paradise (bajo el pretexto de cazar codornices) para así acercarse un poco más a la vida de su admirado amigo. De esa manera los Ross llegan a conocer a Eli, Ruth y Abel, familiares de Paul y ortodoxos creyentes de unas promesas de liberación espiritual. No obstante, durante la primera noche de su visita un terremoto los despierta y los acerca a un accidental descubrimiento: bajo el rancho donde solía habitar Paul reposa un océano de petróleo sin igual. Acto seguido, Ross padre (o Dad) convence a los Watkins y a sus vecinos (con la ayuda del notario Hardacre) de vender sus predios por un precio lo suficientemente generoso (y engañoso) y con las garantías para que sigan habitando sus ranchos. Las hazañas de Dad no sólo permiten que la comunidad de Paradise se desarrolle; también atrae a otros competidores, quienes explotan los terrenos cercanos a las nuevas adquisiciones de Dad en busca de un mismo golpe de suerte. Por último, durante las excavaciones de exploración iniciales uno de los pozos se incendia ante un escape de metano, confirmando así la próxima fortuna de Bunny, quien lidiará durante el resto de la novela con las obligaciones sociales y económicas de su fortuita herencia.

A grandes rasgos, Anderson plasmaría la narración anterior en el guión de There Will Be Blood. No obstante, profundizaría en los rasgos psicológicos de estos patriarcas petroleros para comprender mejor sus insaciables ambiciones. Por ejemplo, fue seducido por el legado de Edward L. Doheny –en especial por The Dark Side of Fortune, un detallado recuento de su vida-, quien, si recordarán, impulsó inicialmente a Sinclair a escribir sobre el auge petrolero. En esta biografía se rescata el papel de Doheny como el pionero de las exploraciones en el extremo oeste de Estados Unidos para recordar su osadía (y posterior triunfo) al excavar por sí solo cerca de la actual Los Ángeles. Además, detalla cómo algunos escándalos de corrupción mancharon su (tardía) faceta filantrópica.

Esta labor investigativa y creativa convenció a Anderson de cementar su esfuerzo en la creación de dos personajes que representara todas las retorcidas virtudes de los petroleros originarios y de los sectarios morales. Por un lado, relegaría al ingenuo Bunny a un papel menos relevante (al del inexpresivo H.W.) y, enfocado en la figura de Dad, centraría su guión en Daniel Plainview, uno de los máximos exponentes cinematográficos del falso mesianismo. Este monopolizante y discreto visionario, tal como lo hacía Dad, se acercará a sus futuros subyugados con la promesa de urbanizar sus comunidades y de premiar su silencio. Por el contrario, castigará severamente a aquellos que pretenden desacatar su tiranía expansiva y, como una víbora, se escudará en una retórica hipócrita para destruir a sus enemigos desde adentro. Este delirio megalomaniaco imposible de satisfacer, tan oscuro y espeso como el petróleo, cautivaría a los futuros espectadores de There Will Be Blood al recordarles que los límites de la dominación son una falacia construida por aquellos que seguramente ya los dominan implícita y explícitamente. Sumado a esto, Anderson crearía a un segundo falso mesías que combatiría inútilmente contra el imparable Daniel, paradójicamente, al prometer una versión más ligera de la misma mentira redentora: Eli Sunday, el ministro de la Iglesia de la Tercera Revelación. Este pastor -híbrido de los hermanos Paul e Eli Watkins- tendrá el carnavalesco papel de guiar a una de las comunidades de Daniel por el camino de la trivialización espiritual. Al convencer a sus vecinos de su privilegiada elección como profeta de su tierra, el crédulo Eli recurrirá al histrionismo cristiano para cercar a su rebaño y crear su monopolio espiritual. Tanto Daniel como Eli, en últimas, coincidirán en dos elementos: lucharán pasivamente por la captura del alma de los habitantes de un pueblo y sabrán que su misión, por definición, no cesará sino con sus propias muertes.

Durante el proceso de escritura del guión, Anderson se percató de dos necesidades: se veía obligado a renovar por completo su fiel elenco protagónico para no salpicarlo con tan desesperanzadoras temáticas y debía contar con un excepcional actor que pudiera representar a Daniel magistralmente. Para lo segundo consideraba vital la vinculación de Daniel Day-Lewis, cuya hoja de vida incluía inolvidables filmes como In the Name of the Father, My Left Foot (por la cual ganó su primer premio Óscar) y Gangs of New York. Su británico estoicismo era perfecto para desangrar la despiadada alma de Daniel con la credibilidad que lo ameritaba. Afortunadamente, años atrás había expresado admiración por la obra de Anderson y aceptó su propositivo elogio. El agradecimiento del académico Day-Lewis se explica por sí sólo en el resultado filmográfico; unánimemente es considerada una de las mejores actuaciones de todos los tiempos. Hoy en día es difícil imaginar la degradación y consumación de Daniel en otro cuerpo. De hecho, esta unión es prácticamente la razón por la cual There Will Be Blood es un impacto tan significativo para el cine de este siglo y un punto de referencia para cualquier director que desee poner a prueba los límites representativos de un actor. Si Anderson se destaca por relucir el potencial de sus elencos, jamás repetirá la química artística que logró con Day-Lewis. Lo mismo podría afirmarse viceversa.

Aunque la elección de la otra parte del elenco no debía ser tan exacta como la de Plainview, Anderson contó con bastante fortuna para reiniciar una tábula rasa actoral. Para el laborioso papel de Eli, Anderson contó con el inexperto pero gratificante talento de Paul Dano, quien apenas había cultivado fama por su daltónico papel en Little Miss Sunshine. Su llegada al set fue tanto por sugerencia de Schlosser (ya que había actuado en la versión cinematográfica de Fast Food Nation) como de Day-Lewis (quien trabajó con él en el filme de su esposa The Ballad of Jack and Rose). Empero, Anderson sólo pretendía utilizarlo para interpretar a Paul, el sagaz hermano de Eli y que, a diferencia de su subersividad en Oil!, sólo deseaba una salida económica fácil al venderle su secreto familiar a los Plainview. Sin embargo, Anderson aprovechó la renuncia del actor original que interpetaba a Eli (Kel O’Neill, quien no toleró la intensidad profesional de Day-Lewis y prefirió abandonar el set) para permitirle a Dano explorar su faceta populista. El resultado fue mejor de lo esperado y Dano le agregó una delicadeza andrógina al mórbido pregonero. En cuanto al papel de H.W. (el hijo de Daniel), Anderson escogió a Dillon Freasier, un pequeño tejano que se adecuaba sin muchas pretensiones a las exigencias del guión: un silencioso niño que ablandaba el corazón de las presas de su padre, incluso a partir de sus limitaciones sensoriales. Por último, el discreto Kevin J. O’Connor iniciaría una estrecha relación con Anderson (aparecería también en sus dos filmes siguientes) al tomar el papel de Henry, el sospechoso e inoportuno “hermano” de Daniel que inconscientemente borraría los únicos destellos de fraternidad del gélido petrolero. El resto de los papeles fueron distribuidos entre actores de menor reputación pero cabe resaltar al comediante Paul F. Tompkins (quien hace un breve cameo al interpretar a uno de los arrendatarios rechazados por Daniel) y al versátil Ciarán Hinds (quien interpreta a Fletcher Hamilton, uno de los asociados de los Plainview). A pesar de eso, dicho elenco -aunque significativo para la transformación de Daniel (en especial William Bandy, quien obligará a Daniel a someterse a una de sus peores humillaciones públicas y de quien ya hablaremos)- no tendrá mayor impacto narrativo.

El largometraje, como se ha señalado en algunas ocasiones, frecuentemente se asocia con la avaricia y la competitividad a partir las ofensivas estrategias de Daniel. No en vano lleva un nombre tan afirmativo como simbólico: There Will Be Blood es, simultáneamente, la sangre que Daniel hace derramar para alcanzar sus objetivos, la sangre que busca purificar a quienes tienen fe en el progreso espiritual (en un estricto sentido bíblico, como lo señalan un par de canciones rurales a lo largo del filme) y la sangre con la que Daniel patronea una ficticia familia. Estos aspectos son ineludibles ya que la focalización en Daniel no tiene otra intención central más que evidenciar cómo el poder corroe a este petrolero. En un primer momento -1898- el explorador parece un cazafortunas de Klondike: solo y en situaciones precarias, se hunde en un rústico pozo en búsqueda de minerales. Al hallarlos, se descuida y se rompe una pierna; ni siquiera eso lo detiene y, después de arrastrarse por varias millas, llega a una notaría a registrar su hallazgo. Unos años más adelante -1902-, se encuentra trabajando en un pequeño pozo petrolero con ayuda de otros obreros y, momentos después de hallarlo, pierde a uno de sus compañeros en un accidente. Desde los primeros minutos el filme se encarga de asentar una verdad: Daniel aprende que cada vez que gana algo, perderá algo que aprecie; por lo tanto, la solución para prosperar en el mundo de los negocios es insensibilizarse para que sus pérdidas no lo hieran.

El resto del filme se ambienta en 1911 en Little Boston, un miserable pueblo californiano que ni siquiera tiene los medios para drenar todo el petróleo que posee. Daniel y el pequeño H.W. -ahora padre e hijo de una exitosa pero independiente empresa- llegan precipitadamente allá al rechazar trabajar con otra comunidad (que incluye el maravilloso monólogo “I like to think myself as an oil man…”) y al escuchar los rumores por parte del prófugo Paul Sunday, a quien le pagan una cuantiosa recompensa por su aviso. En el camino se encuentran con los religiosos familiares de Paul –entre ellos Eli- y aceptan vender sus terrenos siempre y cuando Daniel sea el mecenas de la emergente iglesia de Eli. Daniel, en este caso, adquiere su pozo más rentable pero pierde una virtud que le costará todo el filme recuperar: su dignidad como negociante al dejarse descubrir por un insolente adolescente. La conquista, en ese momento, inicia pero la secreta lucha segregadora entre Daniel e Eli apenas inicia.

Una vez Daniel procura comprar los predios cercanos, olvida adquirir la propiedad de la familia Bandy, propiedad sin la cual no puede desplazar todo su oro negro de California. Este olvido le hará perder una guerra con Eli algunos meses más adelante cuando necesite de este predio para completar su monopolio (un bautizo forzado, unas excelentes e histriónicas disculpas públicas y, ante todo, unas cuantas cachetadas de Eli), pero por ahora Daniel se concentrará en la construcción del pozo petrolero. Esta construcción no está exenta de conflictos: no sólo la congregación de Eli empieza a ser una amenaza al acoger a sus obreros sino que un hombre muere en la noche de inauguración, víctima de la irresponsabilidad industrial. Esto se agrava una tarde en la que un peligroso escape de metano incendia el pozo y, peor aún, su onda explosiva golpea a H.W. fuertemente, haciéndole perder su capacidad auditiva. Aunque controlan el accidente y Daniel se lamenta por la discapacidad adquirida de su hijo, al patrón sólo le importa un hecho: el escape de gas comprueba que ahora será propietario de una fuente inagotable de petróleo. Más adelante y durante el resto filme (para no develar toda la línea argumental) Daniel deberá sopesar sus ganancias y sus pérdidas a partir del control de este pozo para concluir que 1) su familia le tiene sin cuidado (hijo e impostores incluidos), 2) debe ser sutil con sus ataques a la comunidad que trabaja para él para que no se rebelen y 3) aunque creía que el dinero y las propiedades eran los principales objetivos de su vida, su verdadera satisfacción la resguarda el matoneo tácito y explícito, es decir, el hecho de saber y hacer sentir que es superior a los demás.

Estas palabras se quedan sustancialmente cortas ante la magnificencia de la técnica Andersoniana. El filme habla por sí solo y todos diálogos, si bien son pocos, son absolutamente memorables. El espectador es, inevitablemente, testigo de la masacre verbal (y física) producto del denominado capitalismo norteamericano y de sus valores imperantes: el poder adquisitivo y la fetichización del todo. Daniel Plainview es el héroe que el Tío Sam creó y que el mundo evita reconocer. Más allá de cualquier juicio valorativo –cada cuál verá cómo asume esta realidad-, Anderson artística y magníficamente expone a un familiar personaje que canaliza la coerción que ejercemos y que a la vez es ejercida sobre nosotros. Como decía Borges, no hay nada más abominable que un espejo porque multiplica a los hombres.

Lo último que le faltaba a Anderson para complementar su obra era orquestarla. Para eso convenció nada más y nada menos que a Jonny Greenwood, el virtuoso guitarrista principal de Radiohead y director residente de la orquesta de la BBC. A pesar de que Greenwood inicialmente no quería comprometerse con There Will Be Blood, disfrutó tanto del corte enviado por Anderson que aceptó el cargo, tal vez porque era la manera más decente de sanarse de su vergonzoso cameo en cierto filme de magos adolescentes. El resultado fue visiblemente gratificante para Greenwood, tanto así que esta química se repetiría -para fortuna de cualquier melómano- en The Master e Inherent Vice.

El filme, finalmente, fue estrenado en septiembre del 2007. Los elogios no se hicieron esperar y, hasta el día de hoy, es el largometraje de Anderson más exitoso tanto crítica como económicamente. Su impacto hubiera sido más pronunciado si no se hubiera enfrentado a otro filme de características similares pero de mayor respaldo popular: la excelente No Country for Old Men de los hermanos Coen. Aun así, Day-Lewis arrasó con todos los premios de actuación posibles (Óscares, Globos de Oro, Screen Actors Guild, BAFTA, entre otros) y desde aquel filme decidió ser –en teoría- aún más selectivo con sus proyectos subsecuentes para alcanzar el nivel de satisfacción que logró con There Will Be Blood. Si bien Nine y Lincoln no son lo que se esperaban de ellas, al menos Day-Lewis da lo mejor de sí. Además, uno de sus amigos recibió un merecido reconocimiento masivo: su director de cinematografía de confianza Robert Elswit, con quien ha trabajado en todas sus películas excepto en The Master, fue galardonado con el premio Óscar.

El siguiente proyecto de Anderson sería un poco más sencillo de desarrollar para sus niveles éticos. Aunque el contenido de The Master es más polémico al criticar una comunidad específica y mereció menores patrocinios por su contenido, Anderson no sintió la angustia que sintió al haber creado a Daniel Plainview. El desgarramiento al haber creado a un individuo tan consumido abrió el camino para el mundo sin esperanza y sin salidas que acompañaría a sus dos siguientes obras. Si el dicho dice que cada vez que se cierra una puerta Dios abre una ventana, Anderson abre de nuevo la puerta de una patada.

Paul Thomas Anderson: Punch-Drunk Love (2002)

En el que las líneas calientes nos hacen más románticos.

Blossoms and Blood (2003) es un extraño collage de Paul Thomas Anderson el cual no es propiamente un cortometraje, mucho menos un comercial. A lo largo de sus doce minutos de duración, se recorren algunos breves episodios de la vida de un extraño sujeto para presentar su particular forma de ser: en un primer momento pretende impresionar a su aparente pareja al intentar aprender a tocar por sí mismo un harmonio de dudoso origen y, como era de esperarse, fracasa; después, olvida las instrucciones para atravesar un laberíntico edificio y ubicar el apartamento de su pareja; por último, el sujeto entra a un supermercado y toma indiscriminadamente todo el pudín de chocolate que pueda arrojar hacia un carrito de supermercado, tanto así que más de la mitad termina en el suelo. A su vez, estas escenas son separadas por unos coloridos salvapantallas que, gracias a su composición digital, oscilan verticalmente como si fueran llamaradas vistas desde un vidrio levemente polarizado.

Esta galería es inquietante, sobre todo si se adentra en ella sin previa preparación. Pareciera que este breve filme fuera un ejercicio dadá ya que, argumentalmente hablando, las escenas no tienen relación entre sí. Por si fuera poco, sus últimos minutos son un tanto incómodos: esos mismos salvapantallas se funden con algunas imágenes del protagonista, el cual ahora iracundamente destruye vidrios y golpea repetitivamente una pared mientras que la cámara amplía el zoom hasta convertirlo en una mancha amorfa. Además, esta amalgama es acompañada por una sinfonía cacofónica que parece haber influenciado a más de una canción de Crystal Castles. A pesar de esta bizarra mezcolanza, en una de las esquinas de los salvapantallas aparece un tenue corazón que, si bien es apenas visible, sobrevive a la pixelación que acompaña al ataque de ira del protagonista. Este vulgar símbolo no podría representar más que la latente consumación que sostiene la vida del excéntrico protagonista.

Este abstracto entretejido es el resultado de la compilación de algunas escenas excluidas de la edición definitiva de Punch-Drunk Love y que fue incluido como material extra para su edición casera. A pesar de su ambigüedad y posteridad, es un sintético y justo abrebocas a la magnificencia del cuarto largometraje de Anderson. Las breves escenas sirven como reminiscentes puertas giratorias de los padecimientos de un hombre inquieto emocionalmente. Aunque no tiene ninguna pretensión artística a gran escala, Blossoms and Blood recrea en pocas escenas varios tiránicos sentimientos: impotencia, frustración, compulsividad y, ante todo, amor. Su personaje principal –el mismo que ha de hacerlo a lo largo del largometraje matriz- canaliza de múltiples maneras la vertiginosidad emocional que implica convivir consigo mismo. Como su título podría sugerirlo, el florecimiento de una relación es también el florecer de la entrega y, a la vez, de la incertidumbre del sufrimiento. Sin duda alguna se podrían trazar muchas más posibilidades (y habladurías) interpretativas; en definitiva, Barry Egan –nuestro perturbado héroe en común- es a pequeña y a gran escala un circo patológico para cualquier espectador.

Se puede afirmar que Punch-Drunk Love -después de Hard Eight– es el filme menos recordado de Anderson. No nos es posible rastrear empíricamente las razones de su inexcusable olvido, en especial porque de todos sus filmes es el único por el cual la labor de Anderson ha sido reconocida en uno de los grandes certámenes fílmicos mundiales (premio a Mejor Director en el festival de Cannes). Seguramente su condena se rastrea hacia 1999, justamente en Cannes, durante el mesurado desempeño inaugural de Magnolia. Durante una rueda de prensa, un periodista le preguntó con cuáles estrellas de cine desearía trabajar en su próximo proyecto. Para nadie era un secreto la precisión con la que Anderson elegía a los protagonistas y al ensamble de sus obras, así que era una pregunta que intrigaría a más de un asistente. Contra todo pronóstico, afirmó que deseaba reclutar a Adam Sandler, a quien consideraba un excelente humorista y un gran amigo. Los periodistas creyeron que era una broma y, como era de esperarse, el auditorio estalló en carcajadas. La reputación de Sandler era objeto de cuestionamientos ya que su comedia física, aunque era un éxito rotundo a nivel internacional, representaba el peor malestar de la generación X: su inmadurez para asumir cualquier responsabilidad adulta.

Rotten Tomatoes, página que domina el termómetro de las estadísticas críticas, ilustra algunos números que corroboran este justificado escepticismo. El promedio de calificación de sus quince largometrajes previos al 2002 -dentro de los que se encuentran joyas escatológicas como Big Daddy, The Animal y The Waterboy- es de un soberbio 30,53%. Para ser justos, hay un par de comedias decentes dentro de su filmografía (Happy Gilmore y la coreográfica The Wedding Singer de Frank Coraci); sin embargo, por cada Robbie Hart hay siete Billy Madisons.

La seriedad de la sentencia de Anderson no se hizo esperar. Después de un corto pero merecido descanso, empezó a esbozar un escrito con el que pretendía liberarse de las magnitudes épicas de sus dos filmes anteriores. El desgaste espiritual de sus últimos tres años lo encaminaron hacia tierras inexploradas que prometían un futuro esperanzador y libre de lluvias de anfibios: la comedia romántica. Además, su ruptura con Fiona Apple (quien no ocultaría su decepción en su álbum Extraordinary Machine) y posterior compromiso en el 2001 con la actriz Maya Rudolph (recordada por sus aportes a Saturday Night Live) apaciguaron sus ansias por abarcar redes sociales infinitas para concentrarse en un emergente núcleo familiar. Este giro radical implicó, indudablemente, nuevos retos para un autor que estaba acostumbrado a esculpir monumentos tanto colosales como totalizantes. Ahora que deseaba escribir una historia tan sencilla como le fuera posible, debía vaciarse de sus melodramas argumentales para inclinarse por el poder de la sugestión simbólica. Al igual que ocurrió con David Lynch al filmar The Straight Story después de Lost Highway, Anderson se purgó de sus aclamada megalomanía altmaniana para reencontrarse con la sublimación de las relación primarias, es decir, con la simplicidad en la cadena de afecto entre dos seres humanos.

Al cocinar un guion que tentativamente fue conocido como Just Desserts y como Punchdrunk Knucle Love, Anderson moldeó a Barry Egan -el comerciante con ciertas dificultades relacionales del que se habló al reseñar Blossoms and Flowers– a partir de las virtudes histriónicas de Sandler. Este enigmático y contradictorio personaje se enraizaba al hombre-niño que el comediante de carne y hueso había creado y criado sin interrupciones a lo largo de toda su carrera humorística. Esta arriesgada propuesta de Anderson, no obstante, no pretendía engalgar el mito del comediante y servirse de su precoz mito para embolsillarse el dinero de las familias norteamericanas sin siquiera intentarlo. De hecho, giró la tuerca del retruécano sandleriano a su favor: mientras que todas sus comedias anteriores se desarrollaban alrededor de un insulso pastiche de hombre que pretende interiorizarse como un niño pero que descubría a lo largo del filme cuán adulto es, en el guión de Punch-Drunk Love Anderson presentó a un hombre que pretende interiorizarse como un adulto pero que descubre a lo largo del escrito cuán infantil es. Sandler, al visualizar el potencial de esta propuesta y para agradecer el esfuerzo de su talentoso amigo, aceptó sin mucha dificultad encarnar al protagonista de esta odisea de llamadas telefónicas inapropiadas.

El elenco complementario a Sandler fue sustancialmente menos cuantioso al de Boogie Nights y al de Magnolia sin que esto comprometiera su integridad creativa. Es más, esto implicaba que Anderson debía ser aún más preciso con su proceso de selección ya que repartiría su genialidad sólo entre un puñado de protagonistas (de hecho: tres, si acaso cuatro…). Eso implicó que, paralelamente a la creación de Barry, concibiera a su contraparte con base en una actriz poco conocida en Norteamérica y de la que esperaba un significativo destello: Emily Watson. La actriz británica había cosechado sobresalientes críticas a lo largo y ancho de Europa por su primer trabajo en la encantadora Breaking the Waves de Lars von Trier. Durante los años previos a Punch-Drunk Love había participado en filmes como Angela’s Ashes y The Luzhin Defence y, a pesar de su extraordinario talento, todavía era una desconocida en el otro lado del Atlántico. Esto cambiaría un poco el 2001 al protagonizar Gosford Park de la mano de Robert Altman. Este filme permitió que sus horizontes se ampliaran y que, en últimas, obligara a Anderson a ponerse en contacto con ella. En definitiva, el joven guionista -quien añoraba honrar el trabajo de Altman-, robó momentáneamente a una de sus musas para que lo inspirara. El resultado no podría ser menos valioso: la ansiosa Lena Leonard no pudo hallar otro recipiente tan bueno que no fuera Watson.

Después de esto, sólo faltaban unos cuantos engranajes más para encender esta romántica máquina. Philip Seymour Hoffman se uniría por cuarta vez a Anderson para encarnar al corrupto macarra Dean Trumbell. Este papel, a pesar de su brevedad, es uno de los más gratificantes y memorables del legado de Hoffman; sólo basta ver esta escena para refrescarnos con su alquímica personalidad. Los restantes papeles medianamente estelares fueron ocupados por la comediante Mary Lynn Rasjkub (Elizabeth, la hermana-Cupido) y Luis Guzmán, quien por tercera vez consecutiva brilla por su prudencia actoral en los filmes de Anderson al interpretar a uno de los socios laborales de Barry: Lance.

Sumado al elenco, Anderson se equipó con el sudor y las lágrimas de dos subestimados artistas cuyas dolosas vidas tiñeron al filme con discreta melancolía. El primero de ellos, el compositor Jon Brion, realizó los arreglos musicales de las cristalizadas sinfonías que acompañan y tensionan cada una de las escenas del filme. Aunque Brion ya había trabajado en la orquestación de Magnolia, un novedoso tormento guió sus composiciones para Punch-Drunk Love: su ruptura después de cinco años de noviazgo con, precisamente, Rasjkub. Este sufrimiento lo canalizaría en las melódicas “Punch-Drunk Melody” y en “He Needs Me”, un romántico balbuceo tomado del tema homónimo compuesto para la fatídica Popeye, dirigida, oh Dios, por Altman. Además, su padecimiento alimentaría un par de años después los sonidos de otra decepción amorosa hecha película: Eternal Sunshine of the Spotless Mind. El segundo artista es el olvidado artista digital Jeremy Blake, quien diseñó los cuadros y los salvapantallas que intermitentemente decoran tanto al filme como a Blossoms and Blood. Su simbólico suicidio en el 2007 (una caminata hacia el océano de la cual jamás regresaría) sólo acrecienta el mito de sus expresionistas videoinstalaciones. Todos ellos, reunidos, propensarían el místico halo del enamoramiento entre Barry y Lena.

El corazón de Punch-Drunk Love reside en las tensionantes variables alrededor del romance entre Barry y Lena. El primer indicador de las latentes ambivalencias se encuentra en las pistas (falsas) sobre los malestares que acarrean a ambos amantes, en especial aquellas que accionan el inicio de la relación. Desde un punto de vista psicoanalítico, ambos protagonistas son unos enfermizos asociales que encuentran un mismo camino. Por un lado, el reactivo Barry –quien, paralelamente a su cargo de vendedor de émbolos para baño, trabaja en sus ratos libres en un fraude con el que pretende obtener millas aéreas ilimitadas a partir de un vacío legal en un concurso de cupones alimenticios- padece los síntomas de bipolaridad tipo II: altibajos emocionales pronunciados y episodios hipomaniacos. Su oscilación entre la compulsividad y el retraimiento, aparente resultado de convivir con siete hermanas mayores que propagaron y propagan sus complejos sociales, hace que Barry actúe como un impulsivo niño que no sabe cómo controlarse ante situaciones específicas tales como un cumpleaños al que se ve obligado a ir (donde destruye un vidrio) o una forzada cita (en la que destruye el baño de un restaurante). Por otro lado, Lena –quien terminó con su novio hace seis meses y sus constantes itinerarios de viaje le impiden estabilizarse con alguien- padece los síntomas de un desorden distímico. Su angustia la retrae hasta el punto en el que no tiene expectativas de sí misma a la hora de citarse con un nuevo prospecto e, incluso, la obliga a evidenciar su vulnerabilidad social ante la falta de contacto humano.

El encuentro de todos estos síntomas, patrocinado por una de las hermanas de Barry, genera una simbiótica relación entre Barry y Lena. Mientras que Lena desea amarrar (literalmente) a Barry sin perder su cordura, Barry desea ser apresado sin perder su temperamento. Este peligroso pero tierno juego de cacería no podría ser tan sencillo si no hubiera un antecedente que desbordaría sus cuadros emocionales: Barry -después de una descuidada noche en la que contacta una línea caliente en busca de calor humano- es extorsionado por los subordinados de Trumbell (el invisible dueño de la operadora), quienes asaltan las cuentas bancarias de sus clientes para defender la buena moral y castigar a sus pervertidos usuarios. Esta crítica persecución desencadena la impulsividad de Barry hacia un enternecedor límite: al temer por su reputación y por su vida, encuentra resguardo en la tramposa pero cándida afectividad de Lena. El fugaz viaje hacia Hawaii, el ataque defensivo en contra de los extorsionistas (que, por cierto, son cuatro hermanos) y, en últimas, las constantes contradicciones conversacionales hacia Lena envuelven esta historia hacia un unificado y compasivo corazón mutuo. Los teléfonos rotos y el harmonio que nadie sabe tocar, símbolos de la quebrantada comunicación entre los personajes de este filme, le recuerdan al espectador que la difusa incomprensión de Barry y Lena es la ignición que los acerca hacia el sorpresivamente conmovedor final.

El éxito de Punch-Drunk Love en taquilla, desafortunadamente, no fue el esperado a pesar de las frecuentes exaltaciones de la labor del trío Sandler-Watson-Anderson. Además del reconocimiento técnico de Anderson en Cannes, Sandler recibió varios aplausos, entre ellos la nominación a los Globo de Oro y las palabras de gratitud del mamut Roger Ebert, quien, sin dubitación, hizo un llamado para que otros grandes directores explotaran su desperdiciado potencial. Estos ecos famélicamente rebotan en la actualidad; del gran talento que Sandler minó en Punch-Drunk Love sólo queda uno que otro buen recuerdo sumergido en los miasmas de la comedia norteamericana. Posiblemente el esfuerzo de resurrección más empático correría por parte de Judd Apatow, quien no sólo cita a esta comedia como uno de sus filmes favoritos sino que toma prestada alguna de la gracia empática de Sandler para Funny People.

Durante los meses posteriores a este filme, Anderson tomaría un extenso descanso, no sólo para dedicarse a la consolidación de su familia sino porque momentáneamente no tenía nada más que narrar. Sus primeros filmes –una vez más, Hard Eight, Boogie Nights, Magnolia y Punch-Drunk Love– marcaron una etapa en la que exploró a gran escala cuatro aristas de su encuadre vital. Este primer periodo de su obra, que podría tildar de intramoral, invita a sus espectadores a que ellos valoren su misma individualidad y significación en el mundo desde la expansiva personalidad de guionista. Al crear mitos contemporáneos tales como Dirk Diggler, Barry Egan y Frank Mackey, Paul Thomas Anderson creó el mejor mito de todos: el de sí mismo como el mejor narrador de nuestra era.

Paul Thomas Anderson: Magnolia (1999)

En el que perpetuamente habrá 82% de probabilidad de una lluvia torrencial.

“When the sunshine don’t work / the Good Lord bring the rain in”
Fragmento de la improvisación musical de Dixon

Para reflexionar sobre la monumentalidad de Magnolia antes hay que tomar un respiro profundo, exhalar con parsimonia, repetir este proceso tres o cuatro veces más y recordar rápidamente al cuentista Raymond Carver vía Robert Altman, el aclamado director de M*A*S*H, The Player y Gosford Park. En 1993, Altman presentó Short Cuts, un ambicioso LARGOmetraje cuyo tema central es la inquebrantable cadena de acción y reacción entre seres humanos. A partir de un heterogéneo grupo de angelinos, el filme se propone a entrecruzar los arcos narrativos de sus protagonistas desde la nimiedad o magnitud de sus acciones y, por supuesto, desde la casualidad de sus esporádicos encuentros. Este proyecto surgió a partir de la lectura de la obra de Carver, quien una década atrás se había consolidado como uno de los cuentistas norteamericanos más reconocidos tanto por su obra como por su alcoholizado estilo de vida. Su simbólica aridez y crudeza prosaica reflejaba un mundo suburbano occidental en el que sólo algunos trágicos detonantes –llamadas telefónicas tensionantes, desbordantes mentiras y muertes accidentales- permitían a los protagonistas de sus historias escapar del aburrimiento de la microscópica rutina de la urbe. Aunque su obra erróneamente se iguala a la de sus coetáneos Charles Bukowski y John Cheever y con frecuencia se cuestiona la autenticidad de su autoría, Carver discretamente le dio un nuevo hálito a la cuentística mundial al retratar el deteriorado espíritu de la vida en comunidad mediante la denuncia de su propio malestar: su inestable e inagotable repetición a la espera de una abrupta sacudida. Hoy en día es recordado por colecciones narrativas imprescindibles tales como Will You Please Be Quiet, Please?, What We Talk About When We Talk About Love y Cathedral, entre otras.

Altman y su coguionista Frank Barhydt -fieles admiradores de la técnica narrativa de Carver- empezaron a esbozar Short Cuts en 1989, un año después de la muerte del cuentista a causa de un cáncer de pulmón. Los guionistas se percataron de varias líneas de fuga en común dentro de la obra del ahora-mártir escritor, las cuales brotaban con naturalidad a medida que sus cuentos se agrupaban en distintas posibles lecturas. Todas éstas compartían una visión arbitraria de la vida, es decir, un mapa en el que cada sujeto no se encuentra preparado para enfrentarse a lo impredecible y se asombra al reconocerse como causa y efecto de otros sujetos. En la versión definitiva del guión, Altman y Barhydt lograron alinear sus sospechas y, a partir de nueve cuentos y un poema, crearon aquella amplia red de posibilidades vitales dentro de una pequeña área californiana. A propósito de una breve presentación que escribió para Short Cuts –una edición complementaria al filme y que, predeciblemente, reunía aquellas historias que inspiraron el largometraje-, Altman sostuvo lo siguiente: “In formulating the mosaic of the film Short Cuts… I’ve tried to do the same thing – give the audience one look. But the film could go on for ever, because its like life – lifting the roof off… and seeing some different behaviour”. Este enunciado no sólo se presentaría de forma simbólica; como se ve en el filme, el terremoto es el fenómeno que integra literal y metafóricamente el poder de cambio de todas estas líneas argumentales.

Short Cuts fue un desastre absoluto en taquilla. Su público difícilmente digirió sus más de tres horas de duración. Además, tanto la asistencia como los galardones se inclinaron por las populares apuestas de Amblin Entertainment, es decir, Jurassic Park y Schindler’s List. Sin embargo, su innovadora propuesta no pasó desapercibida y algunos circuitos críticos cercanos la celebraron; incluso obtuvo el Independent Spirit Award a mejor filme y el León de oro en el Festival internacional de cine de Venecia (premio que compartió con la igualmente impecable Trois couleurs: Bleu de Krzysztof Kieślowski). Además, para algunos adeptos de Altman esta obra significó el ápex de sus habilidades como guionista, tanto así que se dedicaron a conservar y dispersar su significación artística. Paul Thomas Anderson fue uno de esos devotos que llevó esta admiración a otro nivel. En definitiva, se requieren muchas agallas (y dinero) para emular un tributo que en teoría debía estar condenado al olvido.

1997 fue un año crucial para P.T. Anderson. En un texto previo se desarrolló cómo a través de Boogie Nights compensó sus ideales de adolescentes al materializarlos en un caricaturesco alter-ego. Hay que recordar que con este filme Anderson alcanzó un repentino esplendor crítico y de taquilla que fue sabiamente recompensado por sus patrocinadores. Su productora (New Line Cinemas), satisfecha por las virtudes del aún joven director y guionista, le premió con un regalo que sólo se podría denominar como un acto de fe absoluta: libertad creativa y presupuesto prácticamente ilimitado para que realizara su tercer largometraje tal como él quisiera. El director revelación, agradecido y a la espera por demostrarle a sus seguidores que Boogie Nights no fue un único golpe de suerte, inició la escritura de Magnolia. Además, alrededor de esos meses iniciaba una corta pero fructífera relación sentimental con la cantante Fiona Apple, relación que recibió atención mediática no sólo por la popularidad de ambos artistas sino por su compatibilidad: varios videos musicales, el álbum Extraordinary Machine y una que otra inspirada historia dentro de la filmografía de Anderson son algunos de sus más reconocidos retoños. Nada, en teoría, debía corroer el ascenso del hambriento guionista.

Sin embargo, algunas lamentables experiencias mancharon su pacifismo creacionista. En un principio pretendía narrar una pequeña historia que le permitiera escapar de ellas y,  a partir de las hipoglicémicas letras de Aimee Mann (quien al final tomaría el control de la música para Magnolia y relegaría a Apple a la pintura de algunos cuadros decorativos que se hallan a lo largo del filme), creó a la vulnerable Claudia Gator y esbozó su difícil relación tanto con su padre como con su cocainomanía. Posteriormente, algunas difusas imágenes empezaron a apropiarse de su fluidez creativa y terminaron por dominarlo. Este proceso cobró vida por sí solo hasta el punto de enraizarse en algunos dolorosos recuerdos, todos ellos relacionados con la muerte de su padre, Ernie Anderson, quien falleció a principios de aquel año. Su partida alimentaría los dos ejes principales de su naciente guión: el luto y la reconciliación familiar. Además, esta creciente purga fue detonada durante un breve retiro en la cabaña de su amigo William H. Macy (de nuevo: gracias por Fargo), retiro en el que al parecer Anderson se sintió acechado por una serpiente y lo obligó a encerrarse hasta finalizar la coraza de su guión. Este reptil símbolo confirmó la emergente sospecha de Anderson: su próximo proyecto, contra su voluntad, debía exorcizar sus demonios internos. Como sostiene una certera oración acuñada por el desmitologizante profesor Bergen Evans y utilizada en dos momentos cruciales del filme, “We may be through with the past, but the past is not through with us”. Sorpresivamente el proceso de escritura de Magnolia tardó sólo dos semanas según algunas fuentes cercanas.

Con cada creación, con cada personaje Anderson se percató de la necesidad de reestructurar su estilo si deseaba abarcar todas las líneas narrativas que entrelazaría. Esto, una vez más, lo condujo hacia su mentor técnico: Robert Altman. Si bien había expresado su particular obsesión por Altman durante las entrevistas promocionales de Boogie Nights, con su tercer filme se aseguró de que nadie más volviera a preguntarle qué director lo inspira a ser cada día más un mejor cineasta. De hecho, desde un nivel narratológico, Boogie Nights y Magnolia son dos caras de una misma moneda llamada Short Cuts y, mejor aún, de la totalización de la obra de Carver: la conceptualización de la inestabilidad en oposición a la rutina. Mientras que en la primera cara Anderson había explorado su faceta más exteriorizada, en la segunda exploró la más interiorizada. En otras palabras, Boogie Nights opera como una nuez deductiva, es decir, a partir de un personaje-causa (Dirk Diggler) el filme desarrolla todos los posibles efectos dentro de su nicho social; por el contrario, Magnolia es una nuez inductiva cuyo tema-efecto (la incertidumbre) es la constante que debe situarse en cada una de las líneas argumentativas hasta hallar las causas de esa aparente anomalía. Ambos filmes, como es bien sabido, cuentan con un extenso ensamble cuyo propósito principal es explayar las posibilidades de este par de detonantes y así sobrepasar los mismos límites embotellantes que padece el cine por definición. Aunque hayan ocurrido por motivaciones totalmente distantes entre sí, Anderson intentó (y logró) apresar la noción de infinitud para tomar, en este caso, los ideales de Altman y llevarlos a un público que pudiera darle una segunda oportunidad a Short Cuts. Ahora, sólo necesitaba al ensamble perfecto para desenterrar a todos estos muertos vivientes. Después de reunir a varios conocidos y seducir a otros venturosos actores, a manera de ceremonia inaugural proyectó la poderosa Network de Sydney Lumet para empezar a filmar ininterrumpidamente a lo largo de diez semanas.

Mientras que Akira Kurosawa, Federico Fellini y Werner Herzog eran autosuficientes siempre y cuando contaran con Toshirō Mifune, Marcello Mastroianni y Klaus Kinski, respectivamente, Anderson necesitaba de un numeroso ejército para impulsar cada una de sus ideas. El listado de participantes de Magnolia sorprendería a aquellos desprevenidos espectadores que desconocen del playbill de Boogie Nights. Sin embargo, para aquellos que sí lo recuerdan no cesa de sorprenderles que una gran parte del elenco principal regresara a la plantilla de Anderson y que, además, lo hicieran para interpretar personajes radicalmente opuestos sin morir en el intento: John C. Reilly abandonaría la magia y el karate para retraerse bajo la máscara del inseguro pero cándido oficial Jim Kurring; Philip Baker Hall pasaría de ser un cazatalentos y un oráculo del videocasete a ser Jimmy Gator, el moribundo presentador de un programa de concurso para niños; Melora Walters (la actriz revelación de este grupo) se desprendería de su ingenuidad histriónica para interpretar a Claudia, hija de Jimmy y de quien ya se habló hace algunas líneas; Julianne Moore (quien, por cierto, es la única actriz que participa tanto en ambos filmes de Anderson como en Short Cuts) ya no sería la exótica y maternal actriz porno sino Linda Partridge, una esposa por conveniencia adicta a los antidepresivos; por último, William H. Macy rechazaría la sumisión para evitar la pronunciada decadencia de “Quiz Kid” Donnie Smith. Philip Seymour Hoffman también regresaría al casting pero en un papel mucho menos demandante (Phil Parma, el torpe pero catalizador enfermero del que nada se esperaba y nada se esperó). Otros actores con los cuales nos reencontramos son Ricky Jay (aunque, en este caso, en un papel prácticamente similar al de Boogie Nights: un asistente de dirección ubicado en distintas décadas), Alfred Molina y Luiz Guzmán, quienes a pesar de no contar con papeles protagónicos ambientan la familiaridad del universo paralelo andersoniano.

Las dos novedades del reparto principal son aportes que maravillan por su significación histórica. La primera de ellas corre por cuenta del veterano Jason Robards –ganador de dos Óscares, uno de ellos por la pertinente All the President’s Men-, quien obtuvo su papel ante el abandono de Burt Reynolds (quien, si no lo recuerdan, chocó con Anderson después del resultado final de Boogie Nights) y el rechazo absoluto de George C. Scott (quien tildó el guión como la peor basura que jamás haya leído). El estoico intérprete trazaría honrosamente un paralelo entre su vida y su personaje Earl Partridge, dueño de la productora que patrocina el programa de Jimmy Gator y que busca confesarse tanto con su esposa Linda como con su hijo perdido antes de sucumbir ante una eutanasia por morfina líquida. Su entrega y compromiso con su papel son aun más honorables cuando se identifica que Magnolia fue su último largometraje y que moriría menos de un año después de su lanzamiento. La segunda novedad es más llamativa por sus excentricidades dentro y fuera del set: Tom Cruise. Éste interpretaría a Frank Mackey, aquel abandonado hijo de Partridge que huiría de su traumática infancia al ser el aclamado conferencista de Seduce & Destroy, el programa de charlas que justifica la misoginia mediante el lema “No pussy has nine lives”. Más allá de la excelente interpretación de Cruise (premiada en los Globo de oro), hay un acontecimiento del que no hay mayor registro pero que merece una digna documentación: cuando Anderson se vio en la obligación de viajar a Nueva York para proponerle su guión a Cruise, asistió a una de las grabaciones de Eyes Wide Shut. Esto implicó una obligada charla con el magnánimo Stanley Kubrick, quien no necesita ningún tipo de presentación. Éste es el único video que registra fragmentariamente los posibles temas de discusión y los consejos que el talentoso maestro pudo transmitirle a su modesto heredero. El encuentro de titanes, lastimosamente, sólo podrá recrearse en nuestras ambiciosas mentes.

Para hilar Magnolia mediante el uso de palabras se requiere más que todo concentración; sin duda alguna la tarea es mucho más sencilla cuando se tiene a la mano el registro fotográfico de cada uno de los personajes. Al igual que ocurre en el intrépido y colosal Ulysses de James Joyce, Anderson se sumerge durante veinticuatro horas en las vidas paralelas de variados habitantes de Los Ángeles, los cuales son causa y efecto de sus propios devenires. Después de que el narrador le recuerda al espectador la importancia del reconocimiento de la casualidad, los barridos de imágenes y el uso constante del estilo indirecto libre esparcen todas estas líneas argumentales de las que tanto ha hablado este escrito y que una vez más deben ser mencionadas para presentarlas con mayor orden –al menos hasta que el mismo lenguaje lo permita-.

De nuevo, tomen un respiro y empecemos: el magnate de la televisión Earl Partridge (Robards), en su lecho de muerte, reevalúa la falsedad nominal de su matrimonio con Linda (Moore) –la cual está al borde de un ataque de nervios por sus ambivalentes sentimientos hacia su protector- y reprocha haber desamparado a su hijo Frank (Cruise) -fanfarrón que promete a sus clientes el secreto para conquistar a cualquier mujer pero que pronto será develado por una exhaustiva reportera-; Earl, en uno de sus últimos destellos de lucidez, le pide a su enfermero privado Phil (Hoffman) que lo ayude a reencontrarse con su hijo y este último, sacudido por su responsabilidad, empieza a trazar telefónicamente la posible ubicación de Frank; a su vez, la empresa de Earl produce el programa “What Do Kids Know?”, el cual es comandado por Jimmy Gator (Hall) desde hace treinta años y que, debido a un cáncer homólogo al de su jefe, se ve obligado a confesar ese mismo día una vida llena de excesos, engaños y mentiras -las cuales no son toleradas por su drogadicta y frágil hija Claudia (Walters) y hacen dudar a su esposa Rose (Melinda Dillon)- mientras se presiona a conducir su programa una última vez; durante dicho programa, el niño genio Stanley (Jeremy Blackman) está a punto de romper un registro pero todos sus allegados –su padre incluido- hacen caso omiso de su sencilla solicitud de ir al baño, perjudicando significativamente su desempeño; este programa es visto por Donnie (Macy), actual poseedor del récord en el show de Gator y quien vive atormentado tanto por su descendiente fama como por su incompetencia en labores tanto sencillas (parquear su automóvil y ser un vendedor competente de electrodomésticos) como complejas (aceptar su homosexualidad); por último, Claudia, en un desesperado intento por encarrilar su vida, acepta salir con el discreto oficial Jim (Reilly), quien llega al apartamento de Claudia por un informante anónimo y que debe lidiar con su profesionalismo al ser blanco de una pandilla que roba su arma.

Como se mencionó en repetidas ocasiones, el estado de caos o de crisis es el eje generador de todos los conflictos de este melodramático filme. Así como Claudia y Frank son evidentes analogías de Anderson, Partridge y Gator lo son de su padre. Éstas centrales relaciones consanguíneas le permitieron al guionista exhumar artísticamente su luto, no sólo al otorgarles una digna despedida (o final abierto) sino al reconocer la ambivalencia entre la voluntad y el azar. Al jugar con todas estas gigantescas posibilidades narrativas y explorar sus vicios desde varios famélicos espíritus a la espera de completarse, puso en práctica las enseñanzas de Altman; Anderson, por leyes transitivas, habría de convertirse en Raymond Carver. Al explorar todas las posibles conexiones entre sus personajes, permitía que sus espectadores se preguntaran por los posibles destinos de esta miríada de protagonistas hasta el punto de hacerles creer que son prestidigitadores de la fatalista ciudad californiana. El mundo citadino, aunque pequeño dentro de sus historias, repite patrones suburbanos que no dejan de sorprender tanto por su verosimilitud como por su componente dramático. De hecho, su cadena de causas y efectos es el oxígeno de este tensionante filme. Incluso puede llegarse a creer que, después de pasada las primeras dos horas del filme, todos los personajes van a ser sepultados por las pésimas decisiones de aquellos que poseen dicho determinante poder causal; además, al ser una red, todos recaerían en un perpetuo ciclo de miseria.

Con la lluvia de ranas (spoiler alert) Anderson reitera su tesis inicial a partir de Short Cuts: por más que se crea que todo está predeterminado, siempre habrán peculiares coincidencias que reformularán estas aparentes secuencias lógicas. La simbología de la peste está presente a lo largo de todo el largometraje y hay artículos enteros dedicados al análisis de Éxodo 8:2 (“Y si te rehúsas a dejarlos ir, atente, heriré todas tus fronteras con ranas”). Aunque esta lluvia es inspirada en un acontecimiento real que ocurrió hacia 1997 en Villa Ángel Flores, México, de igual forma es casi imposible de creer, incluso mucho más después de terminar de ver este filme. Sin embargo, la intencionalidad de Anderson no es hacer una vulgar copia de Altman, como lo sugiere esta pésima comparación. Por el contrario, es un consecuente reconocimiento de la inferioridad racional, de la imposibilidad del control absoluto y de la apertura a la reorganización sistemática. La falsedad del dominio racionalista es fácilmente desmentida por la arbitrariedad. En definitiva, tiene sentido considerar dentro de un esquema ordinario (en cuanto a orden) que una lluvia de ranas es tan probable como el abandono de un familiar ya que ambas desbordan nuestros límites reguladores y totalizantes.

La apuesta de Anderson, aunque requirió de una producción excesiva, produjo los resultados esperados: un filme que aprendió de los límites de su mentor para celebrarlos al sobrepasarlos. Además, desde una perspectiva un poco más optimista, este filme se sostiene sobre la misericordiosa fracción de la ideología judeocristiana que sostiene la salvación autónoma, es decir, que los seres humanos dan lo mejor de sí ante situaciones críticas, tal como lo hace Job. En Magnolia esto se ve a partir de una anfibia alegoría, lo suficientemente clara para justificar más de tres horas de familiaridad emocional. El desenlace, acompañado de la emotiva y candidata al Óscar a mejor canción original “Save Me” (de Aimee Mann), reafirma la solidaridad incondicional entre desconocidos que unos años más adelante habría de cobrar mayor significación con la caída de las Torres gemelas, epítome de la generación que aclamaría años más tarde cada uno de los filmes de Anderson.

Afortunadamente este filme se sobrepuso a las pérdidas iniciales de su estreno (casi US$17M) y ganó un estatus crítico local que patrocinó una milagrosa recuperación financiera con el pasar de los años y una gran acogida por fuera de Estados Unidos. Además, a pesar de la puja de premios con la película arrasadora de ese año (American Beauty), el equipo de trabajo de Magnolia obtuvo uno que otro galardón especializado. Sin embargo las gratificaciones que este filme produjo fueron más personales que públicas, tanto así que Anderson afirmaría que es la mejor producción que podría llegar a realizar. Además, acaparó la admiración de tal vez el único individuo del cual Anderson podría necesitar algún tipo de aprobación: Robert Altman. Éste no sólo lo exaltó sino que lo nombró tentativamente como su heredero artístico directo; varios años más adelante, en el 2006, Altman le ofrecería a Anderson que lo sustituyera en la dirección de A Prairie Home Companion en caso de que muriera (hecho que ocurrió una vez finalizada la producción).

El drenaje emocional, energético y espiritual de Magnolia obligaría a Anderson a tomar un corto pero merecido descanso y a retirarse parcialmente de la vida pública. Tres años después, habría de regresar a los cines más cercanos en forma de Adam Sandler.

Paul Thomas Anderson: Boogie Nights (1997)

En el que obtenemos un par de patines nuevos.

***Aviso legal: hace más de un año –diciembre de 2013, para ser más precisos- me propuse escribir quincenalmente un artículo sobre cada filme de P.T. Anderson a partir de La América de una planta de Ilf y Petrov. Si bien aquella antología de crónicas fue la ignición literaria para este pequeño proyecto, la gasolina escaseó y una cantidad de borradores destellaron en mi Escritorio durante varios meses, guiñándome constantemente sus párpados digitales para que continuara mi labor.

Durante los últimos meses –enero y febrero de 2015- he redimido mi acidia y, aunque dejé de lado a los reporteros ucranianos, continué mi labor para prepararme inteligiblemente para dos acontecimientos: el cercano estreno de Inherent Vice (séptimo filme de Anderson) y el primer aniversario de la inesperada muerte de Philip Seymour Hoffman (02 de febrero). Espero que estos cortos escritos no sólo tracen unos predecibles patrones temáticos sino que hagan justicia al que probablemente es el guionista más talentoso de nuestra era. ***

¿Qué aspiraciones puede llegar a tener un hombre una vez alcanza los diecisiete años de edad? Seguramente todas ellas están relacionadas con la búsqueda de un futuro que asegure el estilo de vida de una adultez añorada. Esto -de acuerdo con nuestras inquebrantables políticas educativas- es garantizado mediante la elección de una profesión que acoja aquellos ideales de vida. Sin embargo, toda esta desapacible presión es barajada por la inclemente Fortuna, quien ocasionalmente bendice a sus jóvenes y errados adolescentes con vidas exitosas si éstos le rezan adecuadamente a su monumental cornucopia. Nuestra única salvedad consiste en que durante esa etapa de la vida dichos rituales pueden (o pudieron, más bien) ser controlados por nosotros mismos. Desde cualquier ángulo que se les mire, se alimentan de las entrañas de la ambición humana: bien sea mediante el ejercicio de la razón o de la experiencia, nuestra existencia conserva su eje al explotar nuestro propio reflejo para nosotros mismos. Por supuesto, el choque de este espejismo con nuestras imágenes proyectadas en otros individuos producen colisiones más que interesantes; la negación de la conciencia siempre entretendrá al bacanal Olimpo, dueños del risible adolecer denominado “maduración”.

Lo anterior, a grandes rasgos, son los vulgares principios de la instrumentalización. En el caso de P.T. Anderson -a.k.a. Eddie Adams, a.k.a. Dirk Diggler, a.k.a. Brock Landers-, Boogie Nights es el épico resultado de una magnífica terapia en la que el joven director y guionista de 27 años enfrenta su juventud, su ideal de adultez y su adultez.

Todo comienza con un adolescente Paul Thomas, quien a los 17 años intoxicaba su cabeza con filmes camp repletos de pornografía, karate, pornografía, comedia barata y aún más pornografía. Durante esos años -como lo describe con agrado a lo largo de la versión comentada de Boogie Nights-, el joven californiano aspiraba a vivir como John Holmes o alguno de los personajes de sus filmes favoritos, es decir, como una estrella porno, rodeado de mujeres y sintetizadores. Al comprender la imposibilidad de ese estilo de vida, decidió canalizar su libido como sólo lo hacen los austeros: a través de un barato cortometraje en el que su ambición pretendía crear un híbrido entre Zelig y This Is Spinal Tap que a su vez fuera dirigido por Martin Scorsese y Jonathan Demme. De allí nace The Dirk Diggler Story, su primer cortometraje en el que en que en media hora narra el ascenso y la caída de una prometedora estrella porno. Esta obra no-canónica fue archivada durante varios años, ligeramente avergonzado por sus limitaciones financieras. No obstante, el doppelgänger sexual del idealista P.T. no habría de escapar de su mente hasta que pudiera contar su ficticia historia tal como quisiera.

Nueve años más tarde, Anderson pudo revisitar estos sueños rotos a través de un lente azaroso. Después del moderado éxito crítico de Hard Eight, tuvo la oportunidad de presentarle a Michael De Luca (presidente de New Line Cinema, productora insignia de Time Warner) su guión –finalizado en 1995 y acertadamente subtitulado como Funny Games Until Someone Gets Hurt– con la idea para una innovadora reinterpretación del arquetipo de héroe épico. Para ello, tomó sus añoranzas juveniles y las reescribió para un público adulto como él mismo, lo suficientemente paciente para develar a lo largo de casi tres horas de diálogos y plano secuencias la terquedad de un estropeado infante en los corazones de varias estrellas de la industria para adultos.

Contra todo pronóstico, la productora le dio libertad artística para que desarrollara su mórbido sueño. Todas las razones fueron, por supuesto, favorables: la exitosa apuesta por L.A. Confidential apenas unos meses atrás había demostrado que era rentable financiar filmes que no fueran Men in Black; además, al ser un filme de época, contó con el respaldo para utilizar canciones icónicas de la era disco tales como “You Sexy Thing” de Hot Chocolate, “Got to Give It Up (Part 1)” de Marvin Gaye, “Sunny” de Boney M. o “Jungle Fever” de The Chakachas; por último, los planetas legales se alinearon para que al mismo tiempo pudieran contar con un póquer de actores principales, estrellas fijas de nuestro cosmos fílmico contemporáneo: Mark Walhberg, Burt Reynolds, Julianne Moore, Heather Graham y John C. Reilly. En ese entonces, todos ellos –aunque buscaban protagonismo o relevancia mediática- decidieron participar en este proyecto sin expectativa alguna: la carrera de Reynolds había tocado fondo varios años antes (en la década de los ochenta fue nominado cuatro veces a los premios Razzie), Moore había ganado popularidad crítica mas no comercial, el joven dúo Walhberg-Graham apenas se abría paso en Hollywood (de hecho, Walhberg obtuvo el papel sólo porque Leonard Di Caprio lo rechazó para dedicarse a Titanic) y Reilly (más allá de su limitado talento) sólo pretendía estrechar su ferviente amistad con Anderson, amistad que se había cementando desde Hard Eight. Sin embargo, cada uno de ellos agració la filmación con lo mejor de sus interpretaciones; en últimas, a nadie lo obligan a participar en un filme sobre un clan de pornógrafos.

Sumado a esto, Anderson logró ensanchar su presupuesto para lograr una menospreciada victoria: ensamblar un reparto secundario repleto de sus ídolos histriónicos. ¿Por dónde comenzar? Iniciemos por nuestro profeta aristotélico: Philip Seymour Hoffman. ¿Continuamos? Philip Baker Hall –el actor favorito de Anderson y con quien ya había trabajado en Hard Eight-, William H. Macy (gracias por Fargo), Don Cheadle, Ricky Jay, Melora Walters, Robert Downey, Sr., Alfred Molina… ¿No es suficiente? Michael Jace, Joanna Gleason, Michael Penn, Jon Brion, Luis Guzmán… está bien, estos nombres son mucho más crípticos. No obstante, es una lista que llama la atención tanto por su amplitud como por la extrañeza de reunir tantos egos bajo una misma mansión de gigolós. Sin embargo, Anderson tuvo la templanza para agruparlos y, aparentemente, la convivencia en el set fue más que cálida. Este dominante talento hace parte de otros grandes directores tales como Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Robert Altman y Quentin Tarantino. La diferencia es que Anderson lo dominó a los 27 años de edad.

Una vez todos estos factores se juntaron, el libidinoso adolescente dentro de Anderson retomó el control y exprimió esta oportunidad de oro para crear una obra elíptica sin límites dialógicos. Además, a medida que empalmaba su guión con sus actores se reencontró con la razón por la cual decidió ser director de cine en primera instancia: para crear obras de las cuales su Yo de diecisiete años se sentiría orgulloso. Éste es el azaroso inicio de Boogie Nights, filme que bautizaría una de las obras fílmicas más completas, complejas y exitosas de nuestra era. Deberíamos agradecer que Anderson no desaprovechara ni un segundo, ni un centavo de esta materializada fantasía sexual.

Anderson retrata la dramática vida de Eddie Adams (Walhberg) a partir de todos sus altibajos poéticos. Adams, como todo héroe clásico, es poseedor de un areté: un extenso miembro viril de colosales proporciones. Durante toda su adolescencia en San Fernando Valley (California) ha aguardado a que el mundo se sorprenda con su inigualable virtud y, como era de esperarse, los rumores sobre su entrepierna se disipan por todo el estado. Esta leyenda llega a los oídos del oráculo Jack Horner (Reynolds), aclamado director de deleites tales como Inside Amber y Amanda’s Ride, quien en 1977 le vaticina a Adams un rotundo éxito si ambos unen sus fuerzas en pro del ars amatoria. Después de huir de casa y de superar con facilidad sus dos entrevistas de trabajo –una repentina intromisión en los atributos de la novata Rollergirl (Graham) y el visto bueno de la diva Amber Wave (Moore)-, Adams se une a la productora de Colonel James –pedófilo mecenas de la industria porno- y los frutos de la creatividad artística no se hacen esperar. De la mano de un excéntrico equipo de trabajo, Adams explota su atributo a favor de un grupo de desadaptados a quienes les puede llamar “familia”.

Una vez Adams se adhiere a su nicho social, el filme destella sus mejores momentos y virtudes tanto argumentales como temáticas. La cámara, aunque se centra en el ascenso de Adams -ahora conocido bajo el sugestivo pseudónimo Dirk Diggler-, sin previo aviso sigue a cada uno de sus asociados y se centra durante varios minutos en cada uno de sus microuniversos. Anderson sabía que para manejar un estilo indirecto libre verosímil debía contar con un reparto secundario tan profesional como el principal; de ahí su puja para apresar a todos los actores mencionados hace unos renglones. A partir de los plano-secuencias, el filme dilata el hilo argumental para amparar al equipo de producción. Cada uno de sus miembros tiene una pequeña historia por contar: Horner lucha por pertenecer al Palatino del cine, Amber lidia con su drogadicción y con la custodia de su hijo, Rollergirl desea terminar sus estudios secundarios, el actor Reed (O’Reilly) estudia magia para dedicarse a otro tipo de industria de entretenimiento, los compañeros de set Buck y Jessie (Cheadle y Walters, respectivamente) pretenden formar una familia a costa de los tabúes sociales, el encargado de luces Little Bill (Macy) padece el escarnio de tener por esposa a una estrella porno, el asistente de sonido Scotty (Hoffman) no sabe cómo canalizar su homosexualidad… incluso el barista Maurice (Guzmán) quiere abrirse camino como novato. Éstas son apenas unas cuantas de las historias que se abren a medida que la cámara captura todos los ángulos posibles de una discoteca o la mansión de Horner. Esta técnica, adquirida vía Goodfellas y la monumental Short Cuts, cobra una relevancia inigualable en Boogie Nights. Tal fue la satisfacción que Anderson habría de repetir su modesto tributo a sus directores favoritos unos meses más adelante en Magnolia.

Pero volvamos a nuestro lujurioso Ulises, alma máter de este colectivo. Al saborear el éxito de su saga Brock Landers –un spoof de James Bond con un poco menos ropa-, Diggler gana la admiración y el respeto de esta emergente industria, incluso hasta el punto de ganar varios reconocimientos en los clandestinos Adult Film Awards. Su intento por erotizar torpemente a través de sus infantiles charadas (diálogos insípidos, movimientos de karate bruscos y exagerados) es ovacionado por sus espectadores, quienes no estaban acostumbrados a encontrar pretextos argumentales cuando asistían a sus cines XXX predilectos. Cuando se presentan los pequeños retazos de algunas de estos experimentos -tal como ocurre con Spanish Pantalones– el espectador tiene el privilegio de internarse en una sala voyeur setentera. Aunque dichas imágenes lleguen a parecer cómicas y absurdas, las palabras de Diggler (en el documental editado por Amber) justifican su relevancia e impacto cultural: él, al ser una joven promesa, sabe qué quieren ver sus coetáneos. Sus seguidores no sólo buscan un fin, también buscan un medio en el que se mezcle la acción a-la-Bruce-Lee y la recompensa de la consumación. El sueño de Diggler, al igual que el de sus compañeros, es que se les reconozca como actores, no como estrellas porno. Es lo más cerca que podremos llegar a compartir el despertar sexual de la generación de nuestros padres.

Después de este reconocimiento popular, Diggler empieza a comportarse, naturalmente, como un niño al que le dan una tarjeta de crédito. Al fin y al cabo no puede luchar contra su juventud. Su hibris comienza por su desaforada compra de objetos orientales, un costoso ´77 Corvette y toda la cocaína que pudiera obtener. Con la llegada de la década de los ochenta, sus adicciones lo someten al delirio de persecución que desata su fulminante despido; después de un altercado con su vigor y su subsecuente desahogo equívocamente canalizado en el pacífico Horner, es expulsado por combatir contra fuerzas superiores a él. Su megalomanía le hace creer que puede subsistir sin patrocinios, error del cual se percatará al probar las riendas de la prostitución, del tráfico de estupefacientes y de la persecuciones anti-SIDA. Sin productora o contrato discográfico (¿olvidé mencionar que también quería ser el siguiente Kenny Loggins?), lo pierde todo hasta el punto de identificar que no es más que un huérfano al que se le imposibilita soñar sin el apoyo de sus padres.

La inminente catarsis es, por lo tanto, el regreso a las entrañas de su felicidad. Una vez regresa al amparo de Horner, el filme pasa a sus minutos más emotivos: al ritmo de “God Only Knows” de The Beach Boys se presenta el desenlace heroico de cada uno de los miembros de su familia adoptiva –sin duda alguna el mejor montaje que han hecho a partir de este impecable himno-. Para quienes ya la han visto, recordarán la poderosa imagen final de un toro salvaje preparándose para salir al ruedo. Diggler, limpio de todo pecado, ha garantizado su recompensa: su entrada al Estigia.

P.T. Anderson lo alcanzó todo con Boogie Nights. Su rentabilidad económica fue considerablemente buena (alrededor de US$30M) y la aclamación crítica le permitió ganar prácticamente todos los premios de gremios californianos a mejor guión y ensamble; incluso le permitió a Burt Reynolds -quien nunca estuvo de acuerdo con el resultado final de la película- obtener el reconocimiento más significativo de su carrera (Mejor actor de reparto en los Globo de oro). Sin embargo, la prismatización de Diggler es el triunfo personal más satisfactorio para nuestro idolatrado director. Gracias a la interpretación de Walhberg –la cual, sin duda alguna, es la interpretación más significativa de toda su carrera-, el guionista cerró un capítulo crucial para su vida: la necesidad de narrarse a sí mismo mediante el trabajo de otros. Sus obras posteriores, evidentemente, tienen su sello personal pero nunca alcanzarán el estatus de gratificación que alcanzó con Boogie Nights. Su modelo de héroe contemporáneo será difícil de repetir, sobre todo porque las caricaturas más deseadas son aquellas que deben estar fuera del alcance de los niños.

Paul Thomas Anderson: Hard Eight (1997)

En el que aparentamos gastar más de lo que ganamos

Hace unos días leí una antología de crónicas que llegó oportunamente a mis manos. Dicha colección, titulada La América de una planta, reúne las narraciones de un par de reporteros durante un recorrido de más de dos meses por ciudades y carreteras estadounidenses. La particularidad de esta compilación radica en la repulsiva y honesta perspectiva de sus autores: los ucranianos Iliá Arnóldovich Fainzilberg y Evgeni Petróvich Katáev –mejor conocidos por sus heterónimos Ilf y Petrov-, fueron los corresponsales del diario soviético Pravda encargados de desmitologizar el capitalista e hipócritamente secular estilo de vida norteamericano de finales de la década de los treinta. A partir de sus crudos relatos y reflexiones, desentrañaron los vicios de aquella sociedad que pretendía encadenar al fantasma de la Gran Depresión y proyectar una imagen de ostentosidad, satisfacción y felicidad. Esta extensa responsabilidad de carácter nacional y propagandista –el partido comunista necesitaba de documentos que oxigenaran su sistema político- se adelantó a sus expectativas informativas y retrató con fidelidad al norteamericano de un único piso, es decir, a una sociedad que sin importar su clase social, región o religión predicaba una única identidad plagada de desolación, decadencia y pobreza de espíritu. Además, su amplia comprensión de la noción de “publicidad” -que sorprende tanto por su inicial desconocimiento y posterior precisión como por su pertinencia en la actualidad- les permitió acceder a la doble moral con la que esta cultura ocultaba sus vacíos existenciales tras bastidores materiales.

Disfruté de los cuarenta y siete reportajes de esta antología y los recomiendo por su riqueza documental e historicista. También destaco su fluidez y la transparencia de sus contenidos: claros,  contundentes y asequibles a cualquier lector. No obstante, a medida de que sus pincelazos narrativos me embriagaban, confieso que mi memoria me remitía constantemente hacia la filmografía de uno de los directores contemporáneos de mayor acogida crítica: Paul Thomas Anderson. Con tan sólo seis largometrajes –próximos a complementarse con un hermano menor,  Inherent Vice-, Anderson se ha consolidado como el magistral exponente de un vasto proyecto que desentraña en la enfermiza cotidianidad del norteamericano –y hombre occidental- su fragilidad y retorcimiento en la espiral del consumo. La perfecta complejidad de personajes como Eddie Adams, Daniel Plainview y Freddie Quell merece todos los elogios que nuestra lengua permita y todas las muestras de impotencia que un espectador pueda manifestar.

Los documentos de La América de una planta –que aparecerán próximamente con ambigua regularidad- son el pretexto para repasar y revisar la obra de uno de los directores predilectos de la casa filmigranesca. Aunque sus películas son desastres taquilleros y fósforos para bidones de gasolina, su autenticidad crítica como director y sus sobresalientes virtudes como guionista lo convierten en un artista esencial para nuestros tiempos. Estos estudios se realizarán cronológicamente y a la espera de elucidar su magnífica línea de evolución artística; la brecha entre Hard Eight y The Master es despiadada pero coherente. Para ponerlo en palabras de nuestros apreciados protagonistas, “Don’t stop, Big Stud!”.

Sin más preámbulos, sumerjámonos en 1996-1997, años en los que Independence Day, Titanic, El profesor chiflado y Space Jam consumieron nuestras estériles cabezas.

“You know the first thing they should have taught you at hooker school: you get the money up front”.

Hard Eight, como opera prima de Anderson, no tuvo un éxito significativo y tampoco pretendemos engañarlos a ustedes, voraces lectores, con juicios viciados por la idolatría hacia nuestro homenajeado director. Sin embargo, nos vemos en la obligación de reivindicarla puesto que, si bien no goza de la fama de las obras subsecuentes, merece un poco más de reconocimiento y de difusión. Es más de lo que podríamos esperar de un joven auteur que con tan sólo veintiséis años de edad se embolsilló a una productora y a varios actores de renombre. ¿Acaso Anderson habría de seguir los mismos pasos emergentes que siguieron Orson Welles o Stanley Kubrick en sus respectivas eras cinematográficas? No exactamente; Hard Eight no es ningún Killer’s Kiss, muchísimo menos un Ciudadano Kane. Aun así, cuenta con los matices por los cuales sus obras posteriores triunfarían.

Sydney (Philip Baker Hall), un hitman retirado, invita al mísero John (John C. Reilly) a tomarse un café aunque nunca antes se hubieran visto. El joven John busca seis mil dólares para enterrar a su madre y Sydney promete ayudarlo a alcanzar dicha meta. Sin embargo, John sospecha que Sydney desea obtener favores sexuales en agradecimiento por su cortesía e intenta abandonar la cafetería. Después una persuasiva charla, John deja sus prejuicios de lado y se embarca con su nuevo compañero en un viaje hacia Las Vegas donde esperaría conseguir el anhelado dinero funerario; sin saberlo, ha pasado a ser cómplice de los sabios planes de Sydney para vivir a costa de un vacío en la reglamentación de los casinos.

El reiterativo plan funciona por su sencillez y discreción: John debe entrar en cualquier casino de mediana reputación, presumir de su supuesta ludopatía y solicitar una rate-card con la cual pueda registrar el dinero que ha invertido a lo largo de una noche de juego; después de solicitar $150 en fichas de un dólar, debe gastar máximo $20 en máquinas tragamonedas alejadas a lo largo de una hora; cumplido el tiempo estipulado, debe canjear cien fichas por un billete de $100, el cual pasará inmediatamente hacia otra mesa de juego y comprará de nuevo otras cien fichas que serán registradas en su rate-card; este proceso se repite cíclicamente para que el casino crea que John ha gastado diez veces lo que en realidad ha apostado. Con esa estrategia John no sólo conseguirá ganancias (la máquina ocasionalmente lo favorecería) sino privilegios gratuitos por parte del casino (hospedaje, alimentación y entretenimiento) para conservar al “gran apostador”. Mediante este plan y el olfato de Sydney –que cubriría cualquier falla con sus arriesgadas habilidades en los dados y sus incesantes apuestas al hard eight (par de cuatros)-, John consigue un estilo de vida respetable que admira silenciosamente la generosidad de su mentor.

“Jesus Christ, why don’t you have some fun? Fun! Fun!”

Como era de esperarse, esta estrategia no se perpetuaría eternamente. Pasados unos meses, la aparente estabilidad cambia cuando John se enamora de la animadora/prostituta Clementine (Gwyneth Paltrow) y hace amistad con el extorsionista Jimmy (el inesperado Samuel L. Jackson). Esto traerá problemas tanto por los torpes intentos de John para que su enamorada abandone sus oficios como por los ilegales movimientos que atentan contra la armonía de la relación entre John y Sydney. Además, la eficacia apostadora de Sydney desaparece periódicamente. Estos giros melodramáticos le dan cierto dinamismo al filme pero francamente no aportan ninguna novedad a las historias en las que el juego constituye el eje catalizador; asumo que El jugador de Dostoievski arrasó con todos los arcos narrativos posibles.

A pesar de eso, el filme con cautela plantea la incógnita que hace de Hard Eight una obra distinta: ¿por qué Sydney cobija a John y no a cualquier otro pordiosero de Nevada? La frialdad del maestro y la inocencia del aprendiz florece en una relación paternalista que sin muchos diálogos logra una meditabunda conexión familiar. El astuto hitman sólo destella simpatía ante la facilidad con la que su estúpido ahijado busca su felicidad. Cada paso en falso es un eslabón más de la cadena que los unirá en esa respetuosa pero jerárquica relación.

Hay entrevistas y reportajes que señalan el escaso control que Anderson ejerció sobre su obra; no sólo se vio obligado a cambiarle su título (originalmente habría de llamarse Sydney en alusión al protagonista del filme mas no de la ciudad australiana) sino a eliminarle cerca de una hora de escenas. No obstante, el resultado final tampoco es lamentable; por el contrario, aunque sólo nos resta llover sobre lo que dejó de ser, es un cálido drama sobre los estragos de un paternalismo transpolado. Las representaciones de los cuatro actores principales son sobresalientes, sobre todo la de Paltrow ya que nos hace olvidar por escasos minutos del horripilante engendro en el que se transformó con el cambio de siglo. Además, Hard Eight cuenta con un inmenso valor agregado: este filme fue (por razones obvias) la primera colaboración entre Anderson y el aún desconocido Philip Seymour Hoffman, quien desempeña el breve papel del atronador que opaca la concentración de juego de Sydney. Quién imaginaría que esa amistad decantaría diecisiete años después en la que tal vez es la mejor película de esta emergente década.

Hard Eight, reitero, cumple con causar una buena primera impresión sobre el potencial de Anderson. La película es agradable e incluso ciertas escenas empatan levemente con las virtudes de Leaving Las Vegas, filme contemporáneo que seguramente inspiró al cineasta. Así mismo, asienta el camino para la victoria sentimental que logrará con Punch-Drunk Love. Sin embargo, el joven Anderson todavía debía adquirir garantías económicas y artísticas para manifestar todo su esplendor. La posibilidad de competir Cannes y la aceptación de un segundo proyecto con mayor autonomía son los premios que este modesto pero acogedor filme alcanzó para su creador.

Esperamos que no deban esperar varios meses para la próxima entrega. Mientras tanto, pueden ajustar sus pantalones y brillar sus patines para Boogie Nights.

Orson Welles: The Trial (1962)

En el que aprendemos a perder.

It has been said that the logic of this story is the logic of a dream, of a nightmare.

Orson Welles

El panorama de la relación entre las telecomunicaciones y sus usuarios es desalentador y, francamente, predecible. Por el contrario, sería una sorpresa no estrellarse a diario con reportajes que detallan cómo las siglas se han entrometido en nuestra privacidad, llámense CIA, NSA, DGSE, PRISM o DAS. Los variopintos esquemas de espionaje disfrazados de programas de seguridad y prevención se salieron de control; por esto no se quiere señalar que los abominables sistemas se hayan independizado de sus creadores cual Jurassic Park sino que no supieron regular y contener a aquellos anarquistas computarizados que pudieran poner en peligro su constitución. Anonymous, Julian Assange y Edward Snowden son los anti-héroes de los principios de cualquier programa coercitivo: todavía hay pruebas fehacientes de algo conocido vulgarmente como voluntad. Estos mártires mediáticos revelaron las limitaciones operativas de gobiernos que aún deben reevaluar el silencio de sus sirenas democráticas. Acto seguido, estas hazañas se proliferarán hasta donde la ubre del oportunismo lo permita.

Entre todas estas ingenuas denuncias surge un acontecimiento que invita a la reflexión: las ventas de 1984, aquella terrorífica novela final de George Orwell escrita en 1948, se dispararon lo suficiente para acaparar la atención de una población poco sacudida por el amarillismo literario. Los canales especializados calculan que el incremento se sitúa entre el 5,000% y el 10,000%, aproximaciones lo suficientemente imprecisas para desatar todo tipo de acercamientos, malentendidos y, por qué no, celebraciones. Hasta el más fantoche de los pregoneros podrá afirmar que en las angustias de Orwell está el cerrojo del autoritarismo que nos controla sin fallar en el intento. La misma sociedad que presionó el botón de encendido de los realities (“Ahhh, con que Big Brother…”, podrán exclamar muchos) se tapa boca, orejas y oídos cuando entienden que siempre hubo una cámara tras de ellos. Después, si el silencio lo permite, se preguntarán en qué momento cada lengua recayó en su estado más transaccional y reduccionista. Y así, cada hombre se dará espaldarazos a sí mismo.

Aun así, no hay que ser negativos. Como mínimo se debe destacar en este gesto el intento de un sector de la población por hallar respuestas a nuestra lamentable y lamentada contemporaneidad, así no haya sido lo suficiente como para sobrepasar las pilatunas de Robert Langdon. Tal vez la mayor contribución de Orwell fue la popularización la noción de distopia, noción que cada hombre debe descubrir a su manera, tan así que no aparece en fragmento alguno de 1984 o de Animal Farm, sus obras más divulgadas. Su impacto indudablemente perdurará; para todo aquel que no haya leído la obra en cuestión en su totalidad, sobra mencionar que todos estamos destinados a adentrarnos en las excentricidades del Cuarto 101 porque amamos a nuestros líderes más que a nosotros mismos.

Me limitaré a señalar dos aspectos irrefutables sobre Franz Kafka, el escritor que se vino a mi cabeza cuando todo este contentillo mediático se desató y que por estos días también fue agraciado por su cumpleaños número 130: es un precursor de la develación[1] de la denominada era del caos y se adelantó a Orwell por varias décadas. Ambos escritores gozan de una privilegiada popularidad dentro de los escritores del siglo XX y afortunadamente sus tendencias literarias son compatibles, así sus técnicas no lo sean. La fluida prosa de Orwell permite que sus lectores se familiaricen con sus denuncias con naturalidad. Por el contrario, Kafka posee una aureola de dificultad y complejidad que le impide simpatizantes comprometidos. En efecto, esta fama no es gratuita pero tampoco implica que su acercamiento se deba esquivar[2].

Su última obra, El proceso (Der Prozeß), es un texto de monumentales pretensiones y de abominables revelaciones. Su trama es uno de los grandes tesoros de la humanidad: el burócrata Josef K. debe averiguar por qué fue iniciado un proceso en su contra y encontrar que nadie está autorizado para informarle; todos, por el contrario, deben torturarle y castigarle. A la manera del desgastado Winston Smith, Josef divagará en los laberintos de un universo que debe conspirar en contra de él para mantener su equilibrio. Sin embargo, estos recorridos le sugerirán al osado Josef que no hay adaptación viable, que entregarse al sistema político no es una opción y, sobre todo, que no hay fe que ilumine senderos. Desde el derrumbe de todas las utopías posibles entre el hombre y el estado, todos andan en busca de un polo a tierra. La sugerencia de Kafka es devastadora, incluso para nuestros días: no los hay, no es necesario agarrar puñados de tierra y creer que se apresan sombras.

La arista más problemática de esta narración es la indeleble cadena que ata al proceso con la culpa. ¿Es Josef responsable del juicio en su contra? ¿Puede que hayan condenas sin preámbulos? El proceso suplantó al Juicio Final para deleitarse con las imperfecciones del hombre. Es conocido aquel aforismo que se popularizó en The Usual Suspects: el mejor truco del diablo es pretender que no existe. Más allá de cualquier connotación religiosa (y de una cuestión judía tan fundamental para la obra de Kafka), Josef, al igual que todo aquel que se indigne por los monitoreos, debe satisfacer las necesidades del juez para que el juicio sea válido, así sea por oposición. Éstos son ejemplos de cómo el estado moderno venció y cómo logró que sus creadores se clavaran sus propias dagas al buscar sus propias justificaciones. Esto se ensancha desde los ámbitos más estériles –la insulsa noción de privacidad por la que estos cibernautas luchan, cuando la contradicción de sus exigencias es más que evidente- hasta los más ontológicos, como le ocurre a Josef. En el caso del pobre oficinista, es un imán de culpas que reconstruye una red de problemas para luego lavarse las manos con un taco de dinamita. Los espectadores conocen sus errores y sus pecados, pero también conocemos sus legítimas negaciones y sus falsas acusaciones. Nunca sabremos por qué fue condenado, pero sí sabemos que luchó por demostrar una inocencia por la que nadie preguntó.

La benevolente difusión (siempre y cuando conserve su coherencia) de los estatutos orwellianos ensanchan la multitud de recepciones y discusiones que pueden surgir a partir de la infinitud de la cáscara de nuez kafkiana. Este escrito es, ante todo, una invitación al acercamiento al libro y al deleite de la excelente adaptación del maestro Orson Welles. Quizás fue éste uno de los mejores lectores de Kafka y un artista que comprendió a la perfección lo que Jorge Luis Borges había afirmado un par de décadas antes: “El argumento, como el de todos los relatos de Kafka, es de una terrible simplicidad”[3]. La película es, en efecto, un cruel enfrentamiento con la simpleza de nuestra condena detrás de claustrofobizantes[4] juegos; la sutileza con la que todos los escenarios se transforman, con la que la baja altura de la entrada al departamento de Josef muta en un portón zarista sólo ahondan la brecha. Hacia el final, las acciones serán recreativas hasta que llegue el momento decidido para cobrar todo aquello por lo cual se le culpó a priori. Es el destino de aquel que conviva dentro del sistema y se rehúse a aceptar sus reglas de juego. Por eso vivimos rodeados de mártires mas no de hombres libres.

La galería de imágenes con la que inicia la película es apenas el abrebocas de esta derrota anunciada. Todo hombre posee la desabrida voluntad y el malsano deseo de buscar respuestas a preguntas que no debería formularse por su propia impotencia empírica. Josef, por más que lo intente, morirá como un villano que espera a un lado del camino a que la puerta de las revelaciones no le niegue el acceso.

Y recordar, siempre recordar que apenas nos enfrentamos a la primera barrera y al primero de los guardias…

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[1] La palabra “develación” no existe. Debería.

[2] La descripción del curso “Kafkaesque” sintetiza estos y otros sentimientos de desasosiego por ignorancia a la perfección.

[3] Borges, J. (2007), “The Trial, de Franz Kafka” en Obras completas IV, Bogotá D.C., Planeta.

[4] Hoy me di carta blanca para inventar palabras.

Federico Fellini: 8 ½ (1963)

En el que sólo se desean cuatro muros y listones de adobe

Il gioco rivela fin dallinizio una povertà dispirazione poeticaMi perdoni ma questa può essere la dimostrazione più patetica che il cinema è irrimediabilmente in ritardo di cinquant’anni su tutte le altre arti.

Carini, el crítico

-o-

I don’t mean to seem like I care about material things

Like our social stats

I just want four walls and adobe slats for my girls

Animal Collective – “My Girls”

En la precaria sala de juntas de Filmigrana (un acogedor garaje, próximo a coronarse con una guirnalda de Q.E.P.D.), así como en cualquier junta alimenticia, se valora cualitativamente cualquier pieza que resista el desmembramiento subjetivo hasta hacerse aserrín. Al elegir obras tildadas de artísticas no nos diferenciamos de cualquier otra cofradía de machos alfa o de mujeres revoltosas; a fin de cuentas es el mismo dinámico ejercicio del choque de gustos, egos y caprichos que revigoriza y justifica el placer y deleite de ser un simple agente externo, aquel que es jurado, juez y verdugo del mundo. No obstante, si encontrara microscópicas salvedades en nuestra experiencia compartida en común serían las expectativas de generar conciencia y formar carácter para un próximo despegue materialista, en el correcto sentido de la palabra. Con estas ilusiones hemos marchado por varios años, cada uno a su ritmo y con la bendición de la posibilidad académica (como lo asegura el más necesario de los certificados, el más diciente de los cartones).

“L’Art est long et le Temps est court”, escribiría alguna vez Baudelaire en un poema del que sólo retengo aquel verso. Aparentemente cada uno de nosotros ha llegado a dicha encrucijada y las diversas posturas tomadas son satisfactorias, razones (pobres, sin duda alguna) por las cuales no escribimos tanto como lo deseáramos y hemos olvidado el más gratificante de nuestros proyectos (y eso que sólo he escrito cuatro artículos). Todavía persisten los inevitables miedos y horrores propios de todos aquellos jóvenes auteurs que apenas retiran el cerrojo de sus castillos de marfil con la esperanza de poblar al mundo de sus trabajos, productos de años de incesantes reflexiones e introspecciones a las que sólo les falta la aprobación popular. Es el momento preciso para oxigenar al mundo de nuestras consideraciones sobre lo correcto y lo vicioso; tal vez unos cuántos años más y seremos lo suficientemente fláccidos para ser castigados por Pluto. Por lo tanto, ¿qué podría fallar?

Nada más y nada menos que el despegue mismo.

8 ½ es único porque francamente no concibo otra manera de representar la creación artística en un filme mismo. Dentro de la literatura esta labor es más sencilla puesto que la pregunta por su gestación es prácticamente implícita y porque la tendencia literaria permite lograrlo con facilidad; nombraré sólo a Saul Bellow –sobre todo Herzog porque considero que es su mejor exponente. Por el contrario, depurar estas desvaríos en una producción cinematográfica es un trabajo complejo. Sacrificar a todo un equipo y reducirlo a engranajes es un riesgo que pocos toman; aún son menos quienes salen con un resultado decente. Hay dos clásicos hollywoodenses que abarcaron esta problemática y salieron con meritorios resultados: Sunset Blvd. de Billy Wilder y All About Eve de Joseph Mankiewicz, ambas de 1950. Aún así, ambas rodean la vida de dos actrices con las que lastimosamente el público no logra empatizar; su noción de glamour opaca dicha conexión y se mitifica su egolatría hasta el fetichismo (cómo olvidar “I am big, it’s the pictures that got small!”). Federico Fellini no recayó en dicho error y se inclinó por una obra que retrata las mismas crisis aunque con aromas familiares. Su recompensa es Guido, un personaje digno de las más elaboradas romans y a la vez de la más sencilla de las personas.

Ahh, Guido Anselmi, el direttore per eccellenza: cuarenta y tres años de edad, respetado por unos y amado por todas. Socializa, delira, corteja y se reconforta al son de “asa nisi masa” mientra recuerda cómo de niño le hicieron creer que esa canción lo haría propietario de una descomunal fortuna. Lleva cinco meses sin lograr que su próximo filme despegue a pesar de contar con un apoyo financiero ilimitado. Sus (des)encuentros desembocan en reminiscencias y recae en un ciclo en el cual prefiere sumergirse en sus recuerdos para desvanecerse de individuos que claman por su inconclusa victoria y que no cesan de aparecer en el hotel donde todos conviven. Todos esperan a que ese silencio y esa reserva sea la pausa momentánea que todo genio toma como impulso.

Guido no quiere dirigir un proyecto que incluye una nave espacial dentro de sus planes. Tampoco quiere lidiar con commendatores, agentes, obispos y actrices desesperadas. Él prefiere perderse en un vaso de agua, en una adivina o en unas piernas. Él no padece de un bloqueo mental, pereza o fatiga como le asegura a aquellos a quienes pretende esquivar; por el contrario, contrarresta la pobreza del proyecto con una memoria pasiva rica en vivencias. Guido es un peculiar director que cuenta con un enorme respaldo a pesar de sus denuncias antieclesiásticas y la aparente dificultad por aterrizar una historia de amor alguna.  Aún así, a pesar de la abundancia de conflictos de autoría, es ante todo una persona común y corriente. Su maraña de recuerdos es la misma que se pasa por la cabeza de cualquier ser humano con una pizca de sensibilidad. Si hay dificultad alguna en la visualización de este filme es porque a veces se busca más de lo que se debería esperar. Los episodios de Guido son simplemente sus deseos desarrollados; Fellini encuentra aquella doble trampa del lenguaje cinematográfico que confunde más de lo que esclarece para aquellos que se regocijan de su pedantería[1].

Aunque mis resúmenes no sean los mejores (cualquier lector podrá darse cuenta de mi dificultad para recrearlos y mis frecuentes distanciamientos de lo factual) me detendré en una de mis escenas predilectas: la Casa de las Mujeres. En ésta habitan las mujeres de Guido, las cuales satisfacen cada una a su manera los deseos del ambicioso hombre. En un primer momento llega a una mansión cargado de regalos para cada una de las mujeres que habitan en la casa de su memoria: son accesorios que reafirman por qué Guido y solo Guido “il Tesoro” es amo y señor de sus damas, tanto así que sabe con precisión qué gusta cada una de ellas. Acto seguido conoce a dos exóticas mujeres a las cuáles no recuerda haber visto jamás pero a las que les brindará resguardo (“Non importa il nome, solo felice di essere qui”). Después de recibir un baño (aquel mismo que en la infancia le aseguraría que sería un hombre sólido y fuerte) descubre que una Bailarina –la primera a la que Guido vio en su infancia- rehúsa subir al segundo nivel de la mansión, el nivel de las Mujeres Viejas. Aunque desata una rebelión (“Abbiamo il diritto di essere amati fino a settanta anni!”) pronto es represada por Guido y su castrador látigo. Antes de subir a su residencia su imagen se empieza a fragmentar y sus joyas se desprenden a medida que danza un último baile. Al final de esta bochornosa despedida, Guido hace que todas sus  mujeres se sienten en el comedor y dice unas reconfortantes palabras, las mismas que le impiden lograr su felicidad fuera de su cabeza: “Mie care, la felicità consiste nel poter dire la verità senza far mai soffrire nessuno”. Por último, su perseverante esposa Luisa sonríe mientras limpia el lugar y espera que las demás se unan.

Guido se refugia en sus plantillas para soportar su asfixia vivencial. Este hombre es incapaz de equilibrar su vida y lo que abstrae de ésta. De sufrir lo haría por la inconsistencia de las mismas. Pero es Guido, aquel que puede escapar tapándose los ojos, escondiéndose bajo una mesa. Ante la más opaca de las adversidades aparecerá una Luisa, una Carla, una Claudia[2] que le tenderá su guante. Mi reflexión favorita se ancla a la escena descrita por dos recuerdos: la madre de Guido y la Saraghina, aquella gigante que le enseñó a bailar la Rumba. La esencia de ambas mujeres se conserva en su inocencia y son las únicas que no envejecen. Para Guido el deterioro externo es permitido siempre y cuando su cabeza permanezca intacta; “… and from the honeycombs of memory he built a house for the swarm of his thoughts”.

Su opción final es encender la luz roja al proyecto y bailar con sus recuerdos como si todo marchara bien. Todo lo está.

Este filme no es una apología al bloqueo mental. Tampoco es el toque de Midas de Fellini que puede realizar una monumental obra a partir de un busto de cobre. La felicidad que evoca esta película es la sencillez del hombre mismo. Guido se siente y es un logro que pocos artistas alcanzan. Todos tememos pero todos debemos poseer un terreno seguro. Tal vez él llegó en el momento equivocado a dicho proyecto. Le frustra no serle fiel a su esposa, de quien conserva la más excelsa de las imágenes. Qué más da si es el mejor elogio a la egolatría; no es negativo que un personaje sustente por qué es un hombre íntegro.

Uno que apenas se inicia en estos ejercicios quisiera ser como Guido y apropiarse de su cabeza para accionar una cadena artística. Sin embargo esto se logra tan pronto uno recuerda que todo se evoca mas no se invoca, como la presión hace creer. Esta clase de filmes, los cuales son escasos y ni se acercan a la majestuosidad de 8 ½ (La nuit américaine o The Life Aquatic with Steve Zissou), a uno le despiertan esa famélica semilla creadora. Su único defecto consiste en que por fuera de la proyección los miedos brotan de nuevo. Pero después vienen otras oleadas de pensamientos y de recuerdos que lo conducen a uno hacia un sitio, el sitio seguro de uno mismo. Si esta película le recordara a cada uno de sus espectadores que los valores creativos están invertidos, tendríamos obras totalmente diferentes en la actualidad. No es nuestra culpa haber llegado demasiado tarde pero sí lo es el no abrirle las ventanas a nuestra inspiración.


[1] Mi compañero Valtam me ofrece acá algunas luces al recordarme (más bien enseñarme) que Fellini, además de ser un célebre guionista y un empedernido traductor de historietas de Flash Gordon, es ante todo un chico bucólico oriundo de la Romaña. Agregaré que estos elogios a la simpleza también son recreados en Amarcord (1973).

[2] Al respecto de Claudia citaré otro aporte de Valtam que considero totalmente relevante: “… importante a mi juicio, es Claudia, interpretada por Claudia Cardinale. Para Guido es la mujer absoluta, su belleza es casi helénica y su presencia, debatiblemente imaginaria, es mucho más ubicua que la de sus otras mujeres. A ella se le puede considerar una musa, en un sentido mucho más integral de la expresión. Claudia además ya había aparecido en varios protagónicos, destacando La Ragazza con la Valigia (1961)”.