A lo largo de este fructífero viaje, que cruza una década de ingeniosa realización cinematográfica, nos hemos dado cuenta de lo preciadas que resultaban las libertades creativas en los inicios del sistema de estudio, el cual imperó en Hollywood hasta la llegada de los grandes conglomerados de la información. Directores diligentes y comercialmente llamativos fueron dotados de rienda suelta para que ordenaran sus placeres y fantasías visuales sobre el plató, y en algunos casos (como en el del genial y venerable Victor Sjöstrom) estas libertades pagaban su cuota, posibilitando el carácter cíclico del proceso; en otros casos, como en el de nuestro infortunado austríaco, los estudios no confiaron en las capacidades (e inevitables excentricidades) expuestas, e hicieron lo posible por dejar la obra lo más blanda y genérica posible, lo que se traducía en una recepción tibia del público. Mala suerte.
Universal todavía tenía que prestarle las claquetas a von Stroheim, su contrato seguía en vigencia, y, aunque Foolish Wives le reportó jugosas ganancias, su reputación como director estaba erosionada en el estudio; Carl Laemmle se las había arreglado para dejar al joven Irving Thalberg como centinela del costoso y rebelde director, en una posición de autoridad difícil de rebatir, y este último tendría una experiencia de vida que le ayudaría en su desarrollo como futuro productor y mogul de la industria. Con muy poco tiempo de diferencia, von Stroheim decide empezar un nuevo relato de nobleza, mentiras, marchas nupciales y odio, odio sanguinario y virulento hacia la humanidad.
Lo que va a continuación me resulta muy difícil de escribir, debido a que por los mismos excesos y lujos con los que von Stroheim estaba dotando a su nueva película, tuvo que ser reemplazado por Rupert Julian, nadie menos ‘apropiado’ para esta labor que el director y protagonista de The Kaiser, the Beast of Berlin (1918). El problema en concreto es que el producto final, que presuntamente fue re-filmado casi que por completo tras el despido del director original, no es para nada malo, mezclando la majestuosidad visual que ya hemos visto junto con un guión escrito por/para un sociópata, cuyas proezas serán marcadas con un número y negrilla. ¿De quién es qué? Como primera pregunta es apenas ideal. Veremos si lo podemos descubrir.
El argumento es más bien clásico en el sentido Stroheimiano, con unas ligeras variaciones. Los créditos iniciales nos muestran un carrusel, eje temático que no hay que perder de vista, al parecer dirigido por el mismísimo Satán o una criatura mitológica afín al Hombre de Hierro que surgiría después en The Wedding March. Placenteramente pasamos a la fastuosa y elegante Viena de preguerra, las arcas de la corona y las líneas de mando están rebosantes, por lo que la nobleza vive su mejor momento, y ocasionalmente alguna que otra madre se suicida arrojándose de un puente, frente a su hijo (1). El emperador Franz-Joseph (interpretado por Anton Vaverka) tiene como ayuda de cámara y chamberlán al protagonista de esta historia, Conde Franz Maximilian von Hohenegg, capitán de la 6ª de Dragoneros Imperiales y Reales (Interpretado por Eri… Digo, Norman Kerry), quien está comprometido con la Condesa Gisella von Steinbruck (Dorothy Wallace) y esta, a su vez, es hija del anónimo y benevolente Ministro de Guerra (Spottiswoode Aitken).
Como inicio, es bastante cómodo y común. Gisella es una mujer dedicada a sus pasatiempos nobiliarios, tales como cabalgar y reclinarse ociosamente en una silla poltrona, pero Hohenegg no parece muy interesado o dedicado en ella, y de hecho no parece interesado en absolutamente nada, su vida pasa frente a sus ojos con mayor o menor desidia, sin notar siquiera que su propio doberman se baña en su tina. La primera noche diegética él cancela una cita con Gisella para poder salir con unos amigos y amigas a pasear al Prater, de acuerdo a los intertítulos, ‘El Coney Island de Viena’. ¡Tiene una noria enorme! Pero no vemos que alguien la use a lo largo de las dos horas de argumento.
De acuerdo a mis fuentes, es aquí donde acaba lo que filmó von Stroheim y empieza el trabajo de Rupert Julian. Las cosas no cambian mucho a lo largo de ese camino, dicho sea de paso.
Ya en el Prater, Hohenegg ‘prueba suerte’ en la galería de tiro al blanco y, como es de esperarse de alguien con su formación militar, halla una fácil victoria por la que obtiene de regalo dos muñecos, una cortesana y un soldadito. Llegan brevemente a los dominios de Schani Huber (George Siegmann, también conocido como “Sylas Lynch, el malvado político negro de The Birth of a Nation”), un hombre de porte recio que cuenta a su disposición con una joven organillera, Agnes Urban (la bella Mary Philbin), su padre el titiritero Sylvester (Cesare Gravina, parte del dream team de este director) y mantiene una relación altamente conflictiva con su rival Aurora Rossreiter (Lillian Sylvester) y los empleados de esta, el jorobado Bartholomew (George Hackathorne), de quien cabe anotar que se halla enamorado de Agnes. Bartholomew es amigo de un orangután, esto es relevante para el argumento, que hasta ahora parece ser bastante enredado y he querido mitigar esa sensación al máximo; mas, es así como la película los expone a todos… Claro, a través de unos intertítulos delicadamente ornados. Ya en Huber’s, la feliz comitiva de adinerados se monta al carrusel, todos excepto Hohenegg, que queda prendado de Agnes a primera vista.
Con mucho panache y seguridad personal, el Conde se acerca a la pobre organillera y empieza a coquetearle, obteniendo una respuesta más o menos favorable de parte de ella. Temiendo el recelo que los menos favorecidos le puedan tener a la población estúpidamente acaudalada, Hohenegg esconde su identidad imperial (va vestido de civil, por fortuna) y se presenta como Franz Meier, vendedor acorbatado. A manera de despedida le regala el muñeco del soldadito que recién acabó de ganar, y se retira con su cliqué de gente muy bien vestida, sin que Agnes note lo extraño que pueda ser eso. Ella se queda envuelta en suspiros, y Huber no tarda en instarla a trabajar de nuevo, y mientras la observa sonriente agarra el muñeco para arrojarlo súbitamente al suelo, destrozándole la cabeza (2). Nada más salir de la tienda donde está el carrusel, Huber ve a Bartholomew trabajando y lo lanza al suelo, pisoteándolo ante sus clientes (3), ganándose el rencor del jorobado y su orangután. No mucho después Sylvester y Agnes se enteran que la Sra. Urban está gravemente enferma, y le solicitan permiso a Huber para ir a verla; éste le da luz verde al pobre hombre, y a Agnes le hace zancadilla y, antes de caer, la intenta besar (4). Ahh, así es, no se toman muchas escenas para revelarnos que este hombre es un puto bastardo, al que no se le ha dificultado romper numerosas barreras prediseñadas en los melodramas; a su mujer (Dale Fuller, otra pieza básica en el equipo de von Stroheim) la mantiene a punta de mendrugos y diminutas tajadas de salchichón, y eso es suave en comparación con lo demás.
En realidad, la película invierte buena parte de su tiempo manifestando lo horrendo que es Huber como ser humano, ya sea pisando a Agnes mientras le pide que sonría (5), evitando que ella y su padre asistan a los últimos momentos de vida de la Sra. Urban (6), o bien empleando un arnés con una cuerda amarrada para latiguear a Agnes dentro del carrusel (7). Sylvester logra salvarla, pero es envíado a prisión, lo cual manda la atención nuevamente a Hohenegg, quien llevaba mucho tiempo sin aparecer en pantalla. A partir de este punto es que el ritmo de la narración acelera, y tras una escena con una orgía (no es la primera película de von Stroheim que tiene una, y es claro que tampoco la última) la fachada de Franz Meier se vuelve cada vez más discutible, involucrando a más personajes y eventualmente llevando a un desenlace que, aunque esperado, se lleva a cabo en circunstancias altamente extravagantes. En cuanto a Huber, no es una sorpresa para nadie que la Parca lo encuentre antes de la resolución del conflicto principal, pero diría que lo interesante acá es cómo se desarrolla su muerte.
En materia técnica, esta película no está menos cargada de proezas que las obras anteriores, y realmente es una lástima el cambio de dirección, porque el equipo en sí está configurado especialmente para von Stroheim. En fotografía están Ben Reynolds y William H. Daniels, de cuyas maravillas ya me he explayado en otros artículos, y el arte es responsabilidad de Richard Day (con quien trabajaría en Greed) y el director en persona, lo que le dejó a Rupert Julian un elenco muy bien vestido y registrado, con el fin de armar el extraño y convulsionado romance que vemos en calidad de producto final. Curiosamente varios de los planos e ideas que vemos en la ejecución ya figuraban en las obras de von Stroheim, o bien, aparecerían después con un mayor refinamiento y estilo, dentro de su ocaso dorado de 1925-28. Atribuirle la autoría del contenido a Julian me resulta oprobioso, tras haber visto el resto de la obra del austríaco, aunque el tono de la película efectivamente difiere de obras como Foolish Wives y The Wedding March, dotadas estas de más cinismo y ambigüedad en los protagonistas.
Louis Germonprez es fiel a sus labores como asistente de dirección, y siendo alguien que ya venía agarrando la vena del maestro austríaco, es posible ver el tono desteatralizado en la mayoría de personajes, a excepción de circunstancias muy puntuales, tales como las escenas más altas de Agnes, un personaje con una emotividad discutible. Por otro lado, debo acotar en que la vinculación entre von Stroheim y Norman Kerry fue tan fuerte que aquel quiso involucrarlo en muchos de sus proyectos futuros, infortunadamente sin éxito alguno. Si ha habido alguien que represente el ideal de elegante bastardo plasmado por el director, aparte de sí mismo, no hay duda de que ha sido Kerry a lo largo de esta hora con 53 minutos.
Pasarían más de dos años hasta retornar a este género particular, ya que la obra que vendría a continuación sería una adaptación memorable, recordada como el “Santo Grial de la Cinematografía”. Así es, me refiero a la imponente y mítica Greed. En cuanto a Merry-Go-Round, el cambio de dirección no sólo la ocultaría más (en retrospectiva) del conocimiento público, sino que, por alguna razón, la convirtió en la película existente de von Stroheim más difícil de conseguir de todas. Una buena copia de VHS ha hecho lo suyo en este caso, pero recomendaría que si la ven por ahí le den una merecida oportunidad.
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