Temo un poco, sólo un poco, por las generaciones futuras en la medida que observo los procesos culturales que forjan aquello a lo que le tienen miedo. Es muy tarde y muy lejos para agarrar a patadas esa carcasa equina escrita por Stephanie Meyer, Twilight (a sabiendas que la sola e innecesaria inclusión de estas 3 palabras en el artículo nos valdrán un ascenso en tráfico y vistas) y no es mentira para nadie el pregón de antivalores que provee aquella obra de vampiros diurnos e improntas Timbergenianas, sin que por ello nos consideremos un pilar de la rectitud y la buena ciudadanía; mas si de algo nos podemos agarrar con fuerza en el palideciente estado de la fantasía (no pun intended) es de la relación muy vigente entre el horror y la sexualidad.
Sí, incluso aunque se trate de velar las delicadezas de la abstinencia y lo beneficioso que resulta ser sobreprotegida por un hombre contradictoriamente virtuoso y decadente, vemos que tanto en los romances de fantasía urbana más recientes como en las películas más veteradas (y mejor pensadas), el horror es un gran portal en el que se pueden tallar relieves de diversas inquietudes que se tienen con respecto al modo en el que los seres humanos se relacionan, enfáticamente en la sexualidad y sensualidad, los placeres y temores de la carne.
Es una puntilla muy bien clavada por maestros del género como David Cronenberg y Clive Barker, quienes no pierden oportunidad para mostrar la Carne en mayúscula, (por motivos apropiados) y su universo sensorial, lejos de los fantasmas de puro ectoplasma y las criaturas envueltas en una irracional búsqueda de la destrucción por sí misma. Incluso me atrevo a decir que por eso tenemos una simpatía mucho mayor por las mujeres como protagonistas ante el peligro desconocido, porque el enfrentamiento ante la apropiación involuntaria de su cuerpo está mucho más documentado y engranado en la consciencia colectiva. Tal vez estoy hablando de más, pero es algo que no se puede evitar con facilidad en Filmigrana, mis estimados (y posiblemente muy ofendidos) lectores.
La dimensión del cuerpo y la sensualidad no está puramente limitada a la exposición de torsos desnudos y núbiles, contorsionados y llenos de movimiento al vérselas con el peligro, si seguimos discutiendo la linea de la sensualidad en el horror; en la misma definición de la palabra está el uso de los sentidos y la capacidad de interactuar con el espacio y hacerlo cognoscible, en la medida que el espectador de cine conoce la relación entre este espacio y el cuerpo. Así pues, Mario Bava nos ofrece en su calidad de pintor y gran narrador una hermosa y entretenida interacción de 87 minutos entre seres que palpan un espacio construído con gran pericia para ellos, una pauta para la oleada de cine de terror gótico italiano que vendría tras el tendido de la alfombra en 1960. Veamos de qué viene.
“The Hour When Dracula Comes”, “House of Fright”, “Revenge of the Vampire”, “A Maldição do Demônio” y otra miríada de nombres similares a este son los que definen una misma película, vehículo que catapultó a la fama a Barbara Steele (Gloria Morin en 8 ½ de Federico Fellini) y, como ya se dijo, sentó un precedente en la estética del cine italiano en lo que respecta a lo terrorífico y misterioso, decantándose luego en lo que se conocería como giallo, un laberinto formal del que hablaremos en otra ocasión. La película fue el primer proyecto de ficción completamente dirigido por Bava, parte de una antigua deuda que la legendaria productora Galatea tenía con el nativo de la costa de San Remo.
El filme en sí es una vaga adaptación de “Viy”, cuento corto de horror escrito por el gran Nikolai Gogol, y en lugar de presentar 3 jóvenes que van caminando por la campiña que luego son alojados por una joven y peligrosa mujer, mueve la acción a Moldavia donde la princesa Asa Vadja (Barbara Steele) y su sirviente o “hermano de obras” Javuto (Arturo Dominici) son condenados y ejecutados por realizar fechorías bajo la guisa del vampirismo, rendirle pleitesía a Satán y tener una tórrida y no menos satánica relación amorosa, una Cassata de crímenes apenas expurgable por obra de la Máscara del Demonio, el McGuffin que nos embarga en esta película, y de cuyo castigo parcialmente los salva la intervención del mismísimo Príncipe de las Tinieblas, en forma de lluvia arruina-eventos. El Inquisidor Griabby (quien me atrevo a pensar que es interpretado por Antonio Pierfederici, no tiene créditos), hermano de la princesa y a su vez sacerdote, es maldecido por Asa y obligado a llevar en su descendencia parte de sí misma, lo suficiente para asegurar su eventual regreso.
Hacemos una elipsis 200 años más adelante, en el que un médico fantoche conocido como Andre Gorobec (John Richardson, el compañero de Rachel Welch en One Million Years B.C. de 1966) viaja en un Stagecoach¹ junto a su mentor, el dr. Thomas Kruvajan (Andrea Checchi, pintor destacado y con un buen número de papeles de reparto bajo su brazo), en dirección al castillo de la familia Vajda. En el camino atraviesan un bosque con numerosas anomalías off-screen en el que infortunadamente se averían, y los dos galenos deciden descender de la carroza mientras el conductor arregla el desperfecto. Encuentran una cripta abandonada a la que ingresan, y la prudencia científica del dr. Kruvajan lo lleva a determinar que lo mejor sería profanar las tumbas, sin escuchar consejo alguno acerca de las numerosas supersticiones en torno a cadáveres perfectamente conservados a lo largo de los años. Ambos logran retirarse del lugar antes de seguir haciendo destrozos irreparables en la arqueología del sitio y la sanidad de sus almas, aunque dejan un pequeño rastro de sí mismos que resulta suficiente para que la maligna princesa empiece a maquinar su regreso al mundo de los mortales, al menos tras bambalinas.
De vuelta en el sendero conocen a Katia Vajda, la descendiente directa del Inquisidor Griabby, quien guarda un sorprendente parentezco con la ya olvidada Asa (pista: son la misma actriz) y, tras unos segundos de conversación, entabla una lasciva relación de miradas silenciosas con el joven y agudo Andre, llevando a la confusión inicial hasta que la trama se va desenvolviendo en torno a ella, la relación con su padre (Ivo Garrani) que es totalmente consciente de la maldición y del regreso de la vampiresa satánica, así como los accidentes fatales cometidos por el torpe dr. Kruvajan, que de hecho son solventados por la tendencia que tiene Andre de pensar con su falo.
El argumento no es nada malo, incluso a pesar de la extraña (pero a mis ojos justificada) relación entre Andre y Katia, establecida más como una lujuriosa comunicación de contacto físico y visual que como un diálogo común y corriente entre dos personas que aspiran a conocerse. Su interacción no es la única inclinada a la lujuria, la misma Asa tiene una manera muy peculiar de hacer posesión de sus víctimas, lo cual mezcla un poco el sexo no-consensual que recordamos como parte del patronazgo del viejo Drácula, aunque en algunos casos añade la fuerza de la seducción (que no deja de ser algo involuntaria, al final), todos estos elementos visibles en una actuación que no es nada leñosa, como se podría esperar de una película de serie B de la época en otro costado del globo terráqueo, o incluso en la actualidad, donde no solo la actuación sino las ya denunciadas “constantes culturales” implantan otras formas de ver el contacto sensual. Hay varios giros inesperados, teniendo en cuenta que la estoy viendo 52 años después de haber sido rodada, y es completamente tangible el marco sobre el cual se edifican numerosas películas similares, sin que por ello diga que La Maschera es la primera en su estilo y género; en sí misma pueden evidenciarse numerosos guiños artísticos y características de su tiempo, como la sensibilidad ante las masas que se despliega en otras cinematografías de la Italia de los 60’s.
Quedan algunos agujeros en la trama y se sienten forzadas ciertas situaciones, aunque no por ello debe desprestigiársele, siendo que -como ya se dijo- parte de estas incongruencias narrativas canjeadas por virtuosismo técnico son el caldo de cultivo del giallo. La cantidad de sangre en pantalla es bastante generosa, sin verse como uno de los elementos ya etiquetados dentro de lo forzoso, que en realidad es muy poco². Incluso a pesar de lo acaramelada que puede resultar para algunos la relación amorosa de los protagonistas, ese no es el foco del relato. La bruja Asa se lo lleva todo en espectacularidad, astucia, mala sangre y satanismo desenfrenado, una mezcla que cae tan bien hoy en víspera de Halloween como ayer, hace 52 años. La pueden ver acá, completa, cortesía de YouTube.
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