La naturaleza social de los seres humanos, a pesar de ser bastante dúctil, nos impele a permanecer con nuestros semejantes, a menudo gracias a nuestro temor inherente a lo desconocido. El grupo de individuos con el que crecemos, pertenecientes a un mismo nicho cultural, nos provee de una cierta seguridad tanto física, anímica como ideológica, lo que permite que nos aventuremos en la ordalía de nuestra ontogénesis sin salirse demasiado de los límites de dicho grupo. Ahora, ¿Qué sucede cuando no pertenecemos al grupo con el que crecimos, pero tampoco somos bienvenidos en la sociedad donde consideramos que podemos encajar?
El primer párrafo no parece indicar que se trate de una película de horror, pero de ahí parte Nightbreed, adaptación de la novela “Cabal” escrita en 1988 por Clive Barker y dirigida por él mismo, tras haber visto como la translación de sus otras obras a la pantalla grande había resultado, hasta el momento, fraudulenta. Decir que se trata de una película de horror y fantasía es algo que resalta poco más que, por ejemplo, decir que el Chivas Regal “es whisky y embriaga”, pero la acotación es necesaria, porque el rótulo de la fantasía admite que el mundo especial al que ingresan los personajes es uno en el que se hallarán seguros y, tal vez, más preparados para combatir a sus antagonistas que si estuvieran fuera de él (cosa que no sucede en una configuración del horror convencional). En sí misma, la obra de Barker se aleja de los lugares comunes que se habían venido desarrollando en las franquicias de horror de los años 70 y 80, y él mismo ha manifestado su aversión al asesino serial enmascarado, al avatar de la muerte silente; sus monstruos, abriendo una puerta perturbadora en la consciencia del público, hablan y se dejan ver como criaturas que existen más allá del miedo colectivo. Nightbreed es, entre muchas otras facetas, un relato bíblico de tolerancia.
La película, terriblemente cortada y vendida como ‘un slasher más’ (para el sumo y esperado disgusto de su autor) nos cuenta, de manera más o menos fragmentaria, la vida y muerte de Aaron Boone (Craig Scheffer, antes, ahora y siempre un actor de reparto), un joven que tiene sueños delirantes en los que todo un menagerie de monstruos y criaturas disformes lo invitan a Madian, una tierra sepulcral y desconocida. En el curso de su desesperación éste ha contactado al dr. Phillip K. Decker (David Cronenberg, en una interpretación magistral), quien parece ser un reputado psiquiatra que, a pesar de la ayuda que le presta, posee una misteriosa agenda. Casi que simultáneamente vemos como una familia americana de clase media es descuartizada, todo con sumo prejuicio, por un asesino en serie caracterizado por su proficiencia con los cuchillos, su traje de paño bien portado y una máscara de costal que, con alta certeza, genera erecciones involuntarias en Tim Burton.
Aaron visita al doctor y este lo inculpa de los homicidios, ofreciéndole una droga para aclararle la cabeza que, en realidad, es apenas un simple alucinógeno casero. La novia de Aaron, Lori (Anne Bobby), quiere que ambos vayan de viaje a un lugar solitario para disfrutar en pareja, un comentario indudablemente dirigido a las fórmulas del slasher, pero se ve preocupada por las constantes pesadillas, y apenas si se da por enterada de que él es internado en una clínica tras chocar con un camión mientras está bajo el efecto de la droga.
En la clínica, Aaron conoce al paciente Narcisse (un rimbombante Hugh Ross) quien le informa que Madian en efecto existe, y que hay manera de llegar ahí, información que le provee a cambio de ser llevado al sitio. Infortunadamente Lylesberg parece estar fuera de quicio y se arranca escandalosamente el rostro, lo que atrae la atención del cuerpo médico de la clínica, el detective Joyce (Hugh Quarshie) a cargo del caso Boone y la policía, todos llegando al lugar de los hechos. Nuestro protagonista enchamarrado huye y toma una camioneta (siquiera sabemos si es propia), dirigiéndose a la tierra digna de mitos para encontrarse de súbito con criaturas amenazantes que llegan a herirlo, y con el deseo de escapar de la necrópolis de Madian, Aaron es dado de baja por la policía tras ser traicionado por el dr. Decker, un suceso digno del Nuevo Testamento.
Lori es llamada a identificar el cadáver de Aaron, y a pesar de las evidentes marcas de bala en su torso le quedan todavía muchas preguntas sobre el deceso de su novio, sobre todo con respecto a Madian y el por qué se dirigió hasta allá. Poniendo en alto que “la muerte es sólo el comienzo”, Aaron es técnicamente salvado por la mágica mordida de uno de sus atacantes Nightbreed, y aunque se encuentra clínicamente muerto le es po
sible todavía empezar una nueva vida bajo el cementerio de Madian, donde conoce a su nueva hermandad y se hace propio del lugar, no sin dejar de ser un espíritu rebelde, lo que lo somete constantemente al riesgo de ser exiliado, no por su propia seguridad bajo las leyes de Madian sino porque él podría atraer la atención de ‘fuerzas enemigas’; Decker, al enterarse de la fuga del cadáver de Aaron, empieza a atar cabos y hace su propia investigación para llegar por su propia cuenta a Madian, y eso más o menos lo envuelve todo. Lo que viene de ahí en adelante es una aventura sombría cargada de criaturas disímiles e interesantes en sí mismas, el peligro de una antigua cultura y su choque con las fuerzas del presente, que se empeñan en acabar con todo lo que pueda perturbar el orden establecido.
Aún sin conocer la obra de Clive Barker o discutir acerca de su orientación sexual, es posible leer que Nightbreed es todo un discurso sobre la segregación y las miradas difícilmente reconciliables entre razas, etnias y orientaciones sexuales, así como de los universos enriquecidos que hay más allá de la comodidad del hogar. Aaron, que es más un soñador y un Nightbreed que un normal, se acopla con relativa facilidad a su nueva cultura, aunque su amor por Lori persiste, y es esto lo que lo mete en problemas y genera objeciones por parte de los habitantes de Madian; por otro lado, Lori es inicialmente reticente a la nueva condición de su novio y desea que sea humano de nuevo, que ‘nada de lo sucedido sea cierto’, pero eventualmente aprenderá a comprenderlo en su nueva y monstruosa condición. El sexo y la muerte, como en el resto de la obra de Barker, están fuertemente relacionados, así como la perversión subyacente del amor. Todo esto lo conocemos a partir de pequeños trozos de historia, haciendo lo posible por superar los hipos y saltos en la narrativa que, aunque aristotélica en esencia, tiende a jugar con nuestras nociones de continuidad.
La gran aventura del reanimado Boone puede ser leída de otras maneras. Con un antagonista como el Asesino de la Máscara de Costal, aunque inevitablemente carismático, se puede hacer un contraste entre los monstruos románticos y los monstruos de la segunda mitad del siglo XX. Los habitantes de Madian, cuando menos, parecen gitanos o miembros de los Clanes de la Luna Alfana (para hacer la relación, una novela de Phillip K. Dick), cada uno con su propia historia y manera de hacer las cosas, incluso con un cierto grado de locura y delusión; los campesinos enfurecidos y el Asesino son más bien pragmáticos, machistas, no menos prejuiciosos y sumamente violentos en sus procedimientos, sin pensar siquiera las consecuencias de sus actos. Aunque ambos lados tienen su derecho a permanecer en la tierra más o menos planteado, Barker nos pone del lado de las criaturas fantásticas e indómitas, los monstruos con los que incluso nos podemos relacionar a un nivel más sublime que con un puñado de policías, sacerdotes y psiquiatras, acompañados de una turba de pervertidos locales.
Es apenas natural que esta suerte de lecturas se escapen de la visión general del público. En su época fue un chasco en taquilla, no porque inherentemente fuese una mala película de horror, sino porque voltea el mismo concepto de horror y lo aborda con una mirada distinta. Según el mismo director, fue necesario venderla ‘al más mínimo común denominador’, al público joven entusiasmado por las encarnaciones de Jason Vorhees y Freddy Krueger, lo que obviamente generaría un sobresalto en ellos. Incluso sus propios productores le mencionaron que si no tenía cuidado, “el público podría llegar a simpatizar con los monstruos”. La preocupación está en volver al Monstruo de Frankenstein de Mary Shelley y James Whale, a los Freaks de Tod Browning, a aquello que por ser físicamente horrible y desconocido no tiene por qué ser necesariamente malvado.
Sin dañar la experiencia de visionado de la película, debo admitir que el final es ciertamente extraño, dejando más interrogantes en la narrativa interna de la película que cerrándolas, y en una ‘tradición’ que parece venida de Hellraiser, los sucesos acontecidos dan pie a la creación de una secuela. Seguro, sería una que fuese directo-a-video y que apenas si tuviese los personajes creados por Clive Barker, como con su conocida franquicia de demonios sadomasoquistas; pero como otra oportunidad para demostrar que los monstruos podríamos ser nosotros mismos, y que los “monstruos” que vemos en pantalla son nuestros sueños, lo que algún día quisieramos ser. Se trata de una oportunidad que en el contemporáneo y acéfalo Hollywood difícilmente llegará a darse.
Y no, Monster’s Inc. (2001) no cuenta.
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