Kiyoshi Kurosawa: Cure (1997)

“Señor Hanaoka, llorar no servirá de nada”

El paso por este mundo nos obliga, tarde que temprano, a adoptar unas ciertas medidas de certidumbre a la hora de enfrentarnos a los fenómenos que en él se presentan. La información que recolectamos, alguna vez novedosa (y cargada de temores y peligros inherentes) empieza a tornarse cotidiana y de fácil digestión, cada vez presentando en menor cantidad su factor de emociones hasta el punto en el que no nos conmueve en lo absoluto. Nos hacemos con cuantos datos y herramientas consideramos relevantes para la supervivencia, sin darnos cuenta que en algún punto del camino perdemos el “vivencia”; tan habituados en nuestro fortín de seguridad, confiando en que nada nos afectará hasta el punto de dejarnos sin aliento, nos convertimos en máquinas diseñadas para sufrir y preocuparse, a la espera tácita de un soplo de novedad y verdad en nuestras vidas.

No, estimado lector de Filmigrana, usted no ha llegado accidentalmente a un repositorio digital del Reader’s Digest ni mucho menos, aunque las primeras líneas puedan ofenderlo a pensar lo contrario. En realidad fui sometido a un maravilloso experimento, producto de la insana cabeza de Dustnation, con el fin simultáneo de refrescar y desafiar la escritura en esta plataforma. Deambulé a través de una película sin recolección alguna de la misma y de su director, nada de comentarios, lecturas previas o referencias, y en este momento presento mi visión de la misma careciendo de los mismos ambages (que han parecido necesarios en otras ocasiones). En todo sentido práctico se trata de una cita a ciegas.

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Parece algo estupendo. Veamos cómo se torna

Al introducir el DVD en el reproductor me encuentro con Cure, cuya primera escena sucede en lo que parece ser un hospital, donde una mujer de nombre Fumie apunta que recuerda haber leído un libro de título Barba Azul, y a partir de su recolección del mismo es posible discernir que no se trata del clásico cuento de muerte y desconfianza marital escrito por Charles Perrault (sin embargo, la relación está ahí latente). De inmediato corta a una suerte de Kevin Spacey del Japón que, acompañado de una música no-diegética alegrona y descomplicada, comete un homicidio en una pequeña habitación de motel. Así nos da la bienvenida esta joya.

Gracias al homicidio conocemos al detective Takabe, con quién pronto congraciaremos debido a sus métodos aparentemente holmesianos para llegar a la raiz del crimen, aunque en realidad descubrimos que el asesino no es realmente un criminal. El mundo de Takabe está rodeado de personas que parecen estar muy encasillada en sus roles, y la primera impresión que nos dan trae una particular carencia de entusiasmo. La victima es una prostituta, y es el tercer caso en una serie reciente que presenta unas particularidades compartidas, a notar entre estas un corte en forma de cruz que secciona las carótidas. Además, que ninguno de los perpetradores anteriores se conoce entre sí y ninguno tiene rasgos de ser un asesino como tal. El caso parece bastante brumoso.

Cortamos enseguida a una playa, en la que un hombre de aspecto inofensivo y soñoliento, Mamiya, camina sin rumbo aparente hasta encontrarse con un hombre que está ahí también, sentado y contemplativo. Tras una serie de preguntas irritantes y reiterativas el pobre hombre considera que Mamiya se ha extravíado y lo mejor sería alojarlo en casa hasta que llegaran las autoridades para asistirle en la reubicación, porque parece genuinamente incapaz de volver a casa por sí solo. La visita de Mamiya a la casa del joven, docente de escuela, es un momento cargado de tedio, gracias a la conducta displicente del huésped y su renuencia a hablar sobre cualquier cosa; mas su comportamiento cambia cuando nota que su anfitrión tiene una mujer, y le pregunta sobre ella. Sin preguntar, saca un encendedor para fumarse un cigarrillo y el sonido de la llama acoge el escenario por completo, ignorantes los espectadores primerizos del asesinato y seguido intento de suicidio que está a punto de acontecer.

“Odio trabajar con ustedes.”

Lo que parecía ser una serie de viñetas dislocadas pronto va encontrando su cauce, en la medida que Takabe y Mamiya se encuentran, no sin antes proveernos otras muertes de singular ejecución. El fuego y el agua cumplen papeles fundamentales en estos sucesos, no como paneles esotéricos que relacionen los crímenes, sino como vehículos en sí de los asesinatos que aparentemente son cometidos por personas que no tienen motivos discernibles para quitarle la vida a alguien, mucho menos practicarle elaborados cortes con cualquier herramienta cortante que pueda cercenar gargantas (parece que abundan en la ciudad).

Con notable interés se ve que hay una gran pericia en la factura visual y auditiva que acompaña un relato ya enganchador de por sí, por lo que no es raro pensar que la película tiene más de un clímax. Durante los 110 minutos de duración me fue sumamente difícil despegarme del hilo, principalmente por la generosa y distribuida presencia de planos-secuencia y la movilidad de la cámara, que nos hace incluso pensar que ésta es un testigo más de los demenciales asesinatos, uno que no puede (ni piensa) hacer nada para evitarlos, y esta mentalidad no es gratuita a lo largo de la película. Es una experiencia mucho menos olvidable gracias al simple pero efectivo diseño de sonido, en el que se emplea la reverberancia para dar cuenta de situaciones especialmente ominosas, como lo son las sesiones ‘espirituales’ de mesmerización, un concepto que nos parecería vulgar y fácilmente rebatible hoy día, pero que en la viciada realidad del detective Takabe y compañía es apenas apropiada para encauzar el desarrollo de los personajes. Frente a esto último, es inquietante ver cómo se despliega la relación entre el detective y Mamiya, considerando que aquel es nuestro portavoz a la hora de querer golpearle la cara al misterioso fumador, especialmente cuando subyuga a otras personas a partir de preguntas inquisitivas y nada económicas: oir repetidamente un “¿Quién es usted?”, después de haberse presentado con nombre y credenciales, puede dar lugar a una revisión interna de identidad.

Sería un poco blando y genérico emplear la expresión tour-de-force para describir el torrente emocional que se puede experimentar en la completa ignorancia sobre un autor, pero con certeza la Cita a Ciegas despoja el visionado de una película de aspectos seminarísticos o de juicio “académico”, como la trayectoria de tal director o la reputacióndel equipo técnico. Como en el caso de su homónimo (con el que imagino que no tiene ninguna relación filial), ¿Podríamos acaso considerar como deficiente una película de Akira Kurosawa si supiésemos que es de él, algo de ese pobre viejo y ciego, en lo que de alguna manera u otra intentaremos hallar trazas de su concepto y obra? Es refrescante saber que hay información todavía oculta a nuestros ojos, lejos de querer seguir regodeándonos en aquello que ya parecieramos saber al dedillo, si es que alguna vez pareció ser así.

¿Es esta película una mezcla entre Insomnia y The Silence of the Lambs, acaso? El héroe, con la cordura como última consejera (que la moral hace mucho se ha retirado), debe decidir entre volver a lo que añora como su vida antes del caso Mamiya, o abrazar un destino que, eventualmente, se nos antoja incluso inexorable. Es, como lo anticipé en el primer párrafo en este artículo, el camino hacia la Cura, de él y todos los individuos enfermos de la vida.

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